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jueves, 30 de enero de 2020

“LARGO OSCURO ORIGEN”, DE VÍCTOR RAMÍREZ


“LARGO OSCURO ORIGEN”, DE
 VÍCTOR RAMÍREZ 
FAUSTINO GARCÍA MÁRQUEZ
Compartir generación con Víctor Ramírez es compartir un montón de recuerdos y vivencias, desde el colegio de los jesuitas hasta la Academia Canaria de la Lengua y esta presentación. Y es que compartir con Víctor es fácil, es tremendamente fácil aunque uno sea de natural asocado y racional, porque Víctor hace todo el trabajo: Víctor se vuelca, se expande, te arrolla, te convence, te rodea, te envuelve.

     Es un  auténtico tsunami humano que todos los días, con la fuerza de su generosidad y de su enorme cordialidad, bate las orillas de su isla, de su barrio, de sus amigos, de su familia. Y si aún así te resistes, te desarma con una ranchera.
     Esa tremenda humanidad le ha permitido margullar hasta lo más profundo del alma de este pueblo nuestro. Su sabiduría y su capacidad nacen de la pertenencia apasionada y libre a una sociedad que le indigna porque la quiere profunda y absolutamente, una sociedad a la que sacude en sus artículos, a la que muestra descarnadamente en sus novelas y cuentos, porque es suya hasta el tuétano.

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Y éste es el primer elemento a destacar en este “Largo oscuro origen”. Víctor vuelve a mostrar en esta novela que es nuestro escritor más cercano, el que mejor se mueve en los bordes de la ciudad, en las laderas duras y desnudas, pobladas por quienes añoraban un campo que nunca fue de ellos, pero donde se quedaron para siempre sus recuerdos, su cultura, sus sueños, sus muertos.
     La novela transcurre en un tiempo indefinido, dice que en una época en que todas las mentiras solían ser verdad y en que todas las verdades solían ser pura mentira. O sea, en cualquier momento de nuestra historia.
     Y la novela trata de una sociedad mezquina, dependiente, sojuzgada, que admira a los suyos que saben hablar en peninsular cuando el poder, el oficio o la solemnidad de la ocasión lo demandan. Una sociedad en la que todo es posible, en la que la mayor crueldad se puede cometer con la mayor ternura, en la que los personajes se mueven como fantasmas entre la normalidad y la irrealidad más natural, entre el servilismo y el rechazo, el fatalismo y la voluntad. Una sociedad cuya pequeña vida sin tiempo se ve alterada por la presencia de un extraño, el hermoso viril Tunícico morituro fuereño, el que sonreía en su idioma pero murió en nuestra lengua, el que sufrió pasión, muerte, devoración y aparición porque a esa sociedad desquiciada y brutal, desenraizada y desarraigada, le exaspera la anomalía, la imposible inocencia, la peligrosa belleza.
     Evidentemente, es una historia de aquí, con algunas referencias lejanas al lugar, pero sin una gota de costumbrismo. Víctor no hace concesiones, no intenta describirnos esta sociedad ni su realidad, sino que la desnuda, la depura, la convierte en barro, para después amasarlo y darle una nueva forma, para transformarlo en arte, en una hermosa, libre y desbordante muestra de literatura universal escrita desde aquí.

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Pero el valor de esta novela no está sólo en la manera de reelaborar las vivencias de un grupo social, sino en la forma de contarlas. Y éste es el segundo componente del libro que habría que subrayar.
     Los lectores no van a poder leer la historia, tienen que escucharla a través de sus ojos, desde la voz de un narrador plural que va cambiando de personalidad sin solución de continuidad y que, como buen cuentista, se escapa a ratos por una divagación o una historia lateral para volver de nuevo al hilo conductor.
     Un narrador que se dirige siempre a un interlocutor anónimo, al oyente lector de la novela, encarándose con él para llamarle alcahuete novelero, o que, como es habitual, interrumpe su historia para pedir una silla, una ronda más de copas o para mandar callar a algún otro oyente que le está distrayendo.
     Es una forma viva de comunicar una historia viva, es una forma de escribir que marca el ritmo y la narración como una sinfonía de un solo movimiento, que discurre desde el principio al fin con una sabiduría y una potencia sorprendentes, sin perder la tensión ni un solo minuto.
     El narrador va construyendo paso a paso un pequeño escenario en el que los personajes aparecen y se multiplican, alcanzando una complejidad y un abigarramiento que asombra, porque no se estorban entre sí, sino que van compartiendo y dibujando paulatinamente la historia, aportando cada uno una nota, un acorde que ayuda a definir a los protagonistas y a completar el relato.
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El tercer elemento a recalcar, y no el menor, es la maestría en el manejo del lenguaje que caracteriza a toda la obra de Víctor, y que hace que parezca fluido y espontáneo un discurso perfectamente elaborado, pero en el que esta vez introduce técnicas que no recuerdo, al menos tan nítidas, en libros anteriores, como la alteración de tiempos verbales, la repetición de los atributos definitorios de los personajes o los sonoros encadenamientos de adjetivos que arrancan desde el mismo título de este largo oscuro origen.
     El sabio uso del lenguaje le permite dibujar la atmósfera de un lugar con solo aludir a los olores que escapan de un baúl al abrirse, o parar el tiempo deleitado alrededor de una escena cotidiana y sencilla, sin movimiento.
     La forma de expresión, las palabras, los nombres, la distorsión de la gramática son herramientas para marcar el ritmo y la melodía de la narración.
     La recurrencia simultánea al pasado y al futuro de los tiempos verbales permite al oyente situarse al mismo tiempo en el comienzo y en el final del suceso, desde que alguien pensó hacer algo en un futuro hasta el momento en que, para el narrador, ya es pasado.
     El encadenamiento de las palabras remarca el ritmo y la fuerza de la narración. Los adjetivos se acumulan sin conjunciones, para definir con mayor precisión y fuerza el sonido, el carácter, el hecho.
     De igual forma, los sonoros nombres y los acumulados atributos de los personajes que sirven de leit motiv que les identifican, como al reverendo bendito Rubián Elizondo o al samaritano converso judío dichoso Josefo Abad, que acompañan al Tunícico, al Mudo Ruipaz, a Fatimito del Carmen, al capitán Chirino Flores, al propio fantasma de Federico Niche, a viejos conocidos de otras novelas como el tendero Dominguito Santana o el marinero Perico Socorro y a los anónimos figurantes a los que no se nombra por no cagarse la boca, porque da mala suerte nombrarlos o, simplemente, porque no tienen nombre fijo.
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Dice Víctor que los habitantes de sus cuentos y novelas se apoderan a veces de él, que aparecen y deciden lo que quieren decir o hacer, poseyéndole como el fantasma del Tunícico terminó poseyendo a la pobre tía Gabriela, desparramada de felicidad.
     Es una verdad a medias, porque Víctor, como Dios, crea a sus criaturas a su imagen y semejanza, con ese barro arriscado que sabe moldear como nadie.
     Y como es un Dios apasionado, expansivo y desbordante, nada tiene de particular que sus personajes le salgan ateos militantes, que se le cuelguen de las barbas y le arrebaten la voz y el ordenador, para construir ellos mismos su historia laica.

Pero ya va siendo hora de que yo me calle y de que Víctor nos hable, o nos cuente, o nos cante esta dura y hermosa sinfonía que es “Largo oscuro origen”.
     Léanla, disfrútenla sin prejuicios ni reservas, déjense rodear por sus personajes, déjense arrastrar por su preciso lenguaje, déjense llevar de la mano de los narradores minuciosos y distraídos que les conducen de historia en historia, de mentira en mentira hasta el sorprendente acorde final, cuando explota una verdad incrustada dentro de otra mentira, una mentira escondida dentro de otra verdad, como nos sucede aquí y a nosotros cada día.

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