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domingo, 12 de enero de 2020

DERECHA ESPAÑOLA, TENEMOS QUE HABLAR


DERECHA ESPAÑOLA, TENEMOS
 QUE HABLAR
GERARDO TECÉ
Preguntado a la salida del Congreso por una periodista, el secretario general del Partido Popular, Teodoro García Egea, fue incapaz de repetir a la luz del sol lo que su jefe, Pablo Casado, acababa de asegurar dentro del hemiciclo: que el presidente al que acababa de nombrar la mayoría de la Cámara era ilegítimo. Una sonrisa pícara de García Egea, ante la pregunta, buscaba, sin encontrarla, la complicidad de la periodista –joder, que ahora estamos en la calle, no me hagas repetir aquí lo de ahí dentro y parecer un friki–. Mientras, la boca del secretario general se iba por los cerros de Úbeda para evitar repetir –que si amigos de ETA, que si amigos de los golpistas– la burrada institucional: presidente ilegítimo. Es el efecto bambalinas. A ningún actor, a no ser que esté mal de la azotea, le apetece seguir interpretando el personaje cuando el telón ha bajado y la tensión del escenario ha desaparecido.



El espectáculo ofrecido por la derecha española durante las jornadas de investidura, ya fuese en modo actuación o sincero, pasará a la historia. No solo por los gritos, los insultos y la mala educación, que también, sino por la brutal pasada de frenada institucional. Negar la legitimidad de un presidente elegido en las urnas es algo histórico y raro en la Europa de hoy. Gritar “Viva el Rey” o “Viva España” como forma de ataque al rival político también es novedoso. Quien, enfurecido, grita “Viva España” en la cara de otro no está haciendo otra cosa que intentar quitarle el carnet de español a quien, a su juicio, no lo merece. Está diciendo, a gritos, que solo hay una forma de ser español y que esa forma es la que dictan las derechas. Algo a lo que podemos estar acostumbrados en las barras de los bares del país cuando la cosa se alarga y los camareros ya están barriendo, pero no en el Congreso.

Derecha española, tenemos que hablar. Tarde o temprano, la derecha española tendrá que entender –le vendrá muy bien y se ahorrará muchos disgustos– que España no le pertenece. Que España, sin la derecha nacionalista en el poder, sigue siendo España. Quizá esta confusión, que tan malos ratos hace pasar a la derecha, le venga por los símbolos. Quizá la derecha haya confundido –es un error común– unos símbolos que sí le pertenecen, porque se los ha apropiado, con España en sí.


A la derecha le pertenece una bandera desgastada de vivas que vienen a significar en la mayoría de los casos –el receptor habitual de este grito y banderazo lo sabe bien– que viva esa España uniforme, esa en concreto, la cerrada a cambios sociales, la de la gran meseta a la que le incomodan las periferias, idiomas, costumbres o tradiciones que no entiende o no quiere entender. Viva España no se grita en la intimidad de casa, sino contra otro español. A la derecha le pertenece también, por tradición, una Corona que, como bien explicaban Aitor Esteban y Pablo Iglesias, desde 1975 hasta ahora ha hecho todo lo posible por soltarse de ese abrazo mortal –últimamente sin mucho éxito–. Si la Corona, que no tendría ningún problema en ser identificada con la derecha si eso le asegurase la supervivencia, evita la identificación, es precisamente porque, al contrario que la derecha, tiene claro que España es mucho más que cuatro panderetas gritando que viva. A la derecha le pertenecen, también por historia, unas Fuerzas Armadas que hace demasiado poco tiempo sirvieron para proteger los privilegios de un régimen dictatorial que masacró a la otra España. De un tiempo a esta parte, ya en democracia, las Fuerzas Armadas y los vivas gritados a la Guardia Civil o al Ejército –por no hablar del “a por ellos”– suelen servir en demasiadas ocasiones para recordarle a los malos españoles –esos que le gritarían antes viva a un médico o un profesor– que, si las cosas se complican, la derecha tiene las armas.

La derecha ha confundido símbolos con España y es normal. Si en la transición la izquierda tragó con un rey a cambio de libertad, la derecha tragó con la libertad a cambio de que sus símbolos, los que le pertenecen, siguieran significando España, siguieran proporcionándoles esa sensación de propiedad en las escrituras del cortijo. Quizá ya vaya siendo hora –miro el reloj y es 2020, se ha hecho tardísimo– de explicarle a la derecha –siéntate, tenemos que hablar– que si en el día nacional hay un desfile del Ejército en lugar de un desfile de enfermeros de la sanidad pública, no es por derecho divino, sino por privilegio simbólico. Quizá, si la derecha no entiende la diferencia entre los símbolos y el país real, sea hora de que pase a ser fiesta nacional el día del profesorado. Con su desfile y su profesora de biología, una chica lesbiana que acaba de aprobar las oposiciones, abanderando la columna de funcionarios de la educación. Un desfile tan español y numeroso como el encabezado por Juan el de la Legión. Quizá sea hora de que la derecha, cabreada siempre con quien no abraza locamente la bandera, deje a la bandera –y a todos– respirar. Que deje de golpear con ella a esa mayoría de españoles que entienden que su país es plural. Quizá sea hora de que la derecha y sus representantes entiendan y hagan entender que quizá los símbolos que le gritan sí le pertenecen, pero España no. Que la derecha entienda que si un diputado de Teruel tiene que ir con escolta como en tiempos de ETA, es que algo están haciendo muy mal. Es hora de que la derecha entienda que la convivencia no la aseguran las Fuerzas Armadas, ni la Corona, ni la bandera, sino políticos responsables capaces de usar los vivas para su disfrute y no contra otros. Que España no la rompe un gobierno de izquierdas, sino una derecha pirómana que, cada vez que pierde el poder, juega al límite con el riesgo de partirla por la mitad. Que viva la España de todos y que vivan los bomberos.

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