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sábado, 28 de diciembre de 2019

ENCARCELADOS EN EL INFIERNO


ENCARCELADOS EN EL INFIERNO
GORKA CASTILLO
La cárcel fue la pesadilla que sacó a Francisco Javier de la carcoma del narcotráfico. Él es uno de los miles de españoles, hoy hay 978, encarcelados en países extranjeros pero gracias a los acuerdos de extradición está terminando su condena en España. De su tobillo izquierdo prende la pulsera telemática. Sentado en la cálida sala de un museo madrileño la muestra como el estigma de un pecado juvenil por donde le brotan recuerdos amargos que antepone a la frialdad de las cifras. “No sabía que había tantos presos”, apostilla. Francisco Javier, joven y fuerte como un acebuche de Gibraltar, espera que su relato ayude a comprender el horror que supone “estar encarcelado en un país que no es el tuyo”.



Tenía 29 años y dos hijos pequeños a los que alimentar con el sueldo miserable que cobraba trabajando en un bar de Algeciras cuando fue detenido en aguas del Estrecho. “¿Por qué me metí en aquello? Pues para ganar dinero al instante. 2.500 euros por cinco minutos y 30.000 por estar cuatro o cinco horas en el mar. Lo vi como una oportunidad para salir de la ruina”, dice. Una bicoca extraordinaria para él pero un jugoso cebo para la Ley de Murphy. Porque si algo puede salir mal en los turbios negocios del hombre terminará saliendo mal, tarde o temprano. Y más si eres un joven que duda entre el deber de una realidad humilde y el brillo perverso de unas monedas de oro. “Jamás pensé en los riesgos ni en las consecuencias de lo que hacía. Los niños desoyen esas cosas cuando se lo pintan tan fácil y en aquel momento yo era un niño en todos los sentidos”, añade.

LA PRISIÓN MADRILEÑA DE SOTO DEL REAL ES EL LUGAR DONDE CONFLUYEN TODOS LOS REOS ESPAÑOLES QUE, COMO FRANCISCO JAVIER, SON EXTRADITADOS DESDE CUALQUIER PENAL DEL MUNDO

Su mundo estalló una de esas tardes turbulentas en las que el mar de Alborán parece salido de un óleo de Turner. A su regreso de Marruecos, en una lancha cargada con 500 kilos de hachís, fue detectado por las autoridades magrebíes y todo se vino abajo de forma estrepitosa. Sus hijos, su joven mujer, su inocencia, sus ideales se cubrieron de tinieblas. Lo único que recuerda con precisión es la forma en la que fue interceptado. Un barco de la Marina Real marroquí comenzó a ametrallarle sin previo aviso mientras él, que salió indemne de milagro, se deshacía del cargamento tirándolo por la borda. Fue el intento estéril de un desesperado para sortear lo inevitable: cinco años de cárcel entre Tetuán y Tánger.

Lo que ocurrió entre rejas lo narra ya más pausado, con sombras de zozobra en sus palabras. “En esos momentos no sabes qué pensar. Uno se siente vacío. No tenía miedo por mí sino por el maltrato que iba a sufrir mi familia. Soy una persona fuerte pero me agobiaba no poder arreglar aquello”, afirma abriendo y cerrando sus manos tatuadas al tiempo que censura, con su cerrado acento gaditano, los motivos que siguen empujando a muchos jóvenes a apostar en este arriesgado juego ignorando el destino que les aguarda: “Para muchos, el tráfico de hachís es la única salida viable porque no tienen otra alternativa. Y luego ven películas como El Niño, que no entiendo cómo pueden hacerla porque incita a los chavales a hacer lo mismo. Estamos destruyendo a nuestra propia juventud. El otro día cayeron 15 chicos y el mayor sólo tenía 16 años”, cuenta.


La conversación se produce gracias a la mediación de la Fundación de la Abogacía y la Secretaría de Instituciones Penitenciarias que han organizado unas jornadas sobre los presos españoles que cumplen condenas en prisiones extranjeras. Ahora mismo hay 978 pero llegó a haber 2.585. Fue en 2011, la dura época de la crisis económica y el paro, cuando muchos se encontraron en el trance de optar entre la emigración y el trabajo clandestino. Dolor sobre dolor. Francisco Javier, que ha rehecho su vida a falta de que le liberen de la vigilante pulsera, detalla el aislamiento que padeció en un celda de dos metros cuadrados durante días eternos, protegido del frío con una manta y durmiendo en el suelo junto a un agujero para excrementos. Pies descalzos. Helados. “El lugar perfecto para maltratarte a ti mismo”, concluye sin el más mínimo rencor en sus palabras.

La prisión madrileña de Soto del Real es el lugar donde confluyen todos los reos españoles que, como Francisco Javier, son extraditados desde cualquier penal del mundo. El director, José Luis Argenta, describe el protocolo específico al que son sometidos en cuanto ponen un pie en España: “Se les examina a nivel higiénico y psicológico. Luego pasan cinco días por diferentes pruebas para detectar si tienen algún tipo de problema y, una vez concluye esta fase, son enviados a los centros más próximos a su lugar de residencia”. A partir de ese instante, el futuro lo miden como una cuenta atrás. Porque hay países donde las condenas se convierten en una batalla contra el día del juicio final. Al entrar en la cárcel ya no se les ocurre preguntar cuándo saldrán. No sólo deben aprender a desenvolverse en un ambiente calamitoso. Hay que tener el temple de un buda para aguantarlo. Las cifran ahogan.

Según los datos oficiales que manejan en Instituciones Penitenciarias, de los 978 presos españoles que hay en cárceles extranjeras, 855 son hombres. El ranking lo encabeza Francia, con 186, seguido de Marruecos, con 90. El 76% de los detenidos, la mayoría de entre 20 y 40 años con un origen socioeconómico humilde, están condenados por tráfico de drogas. “No es únicamente por el sistema penitenciario imperante, como sucede con muchas de las prisiones de Asia y América Latina, sino por el régimen de conducta que rige en el interior”, reconoce Argenta.

SEGÚN LOS DATOS OFICIALES QUE MANEJAN EN INSTITUCIONES PENITENCIARIAS, DE LOS 978 PRESOS ESPAÑOLES QUE HAY EN CÁRCELES EXTRANJERAS, 855 SON HOMBRES

El de Japón, por ejemplo, es muy estricto, según el relato de Javier Casado, uno de los 400 voluntarios que tiene la Fundación +34, una organización que viaja por el mundo ayudando a los presos españoles crucificados por el desasosiego de la soledad y un realismo normativo espeluznante. Sólo hay que imaginar la cárcel como una lentísima cámara de adiestramiento forzoso. En estos momentos hay siete españoles en el correccional de Fuchu, uno de los más estrictos del mundo. “El control mental es una de las herramientas que utilizan en esta cárcel para vigilar a los reos que cumplen una condena. Al levantarse, los presos deben recoger su cama estilo militar y sentarse en una silla de frente a la puerta en posición de loto. Sólo cuando les dan una señal pueden hacer sus necesidades, peinarse o lavarse los dientes. Luego marchan por las instalaciones en formación militar con los brazos y piernas en 90 grados. Tienen 15 minutos para comer y está prohibido que hablen entre sí. Los que trabajan de pie reciben un menú de 1.600 calorías exactas. Los que trabajan sentados, otro con menos calorías, y los que trabajan en sus celdas un tercero con menor aporte calórico- No pueden mirar a los ojos de los vigilantes en ningún momento y deben mantenerse siempre a una distancia nunca inferior a metro y medio”, explica. Muchos no salen de allí. Las estadísticas hablan de presos que no resisten y se quitan la vida. “Y los que regresan, de Asia o Latinoamérica, lo hacen con problemas psicológicos. Casi todos tienen dolencias de este tipo”, añade.

Javier Casado se he recorrido casi todas las prisiones del mundo en los últimos años, visitando a los reclusos en cualquier rincón del planeta para que no pierdan el ánimo. “¿Sabes por qué empecé?”, pregunta ante el silencio de un testigo que se encoge de hombros. “Porque el 11 del 11 de 2011 detuvieron a un buen amigo en Australia y decidimos que algo había que hacer para ayudarle”. Entonces, regentaba uno de los concesionarios de coches más importante de Valladolid y ganaba un buen sueldo. Lo dejó todo y se puso manos a la obra. Colaboró en la creación de la Fundación +34, “el prefijo telefónico internacional de España, algo que nadie olvida, un nexo identificativo”, y hoy asegura ser una persona feliz. Asesoran a las familias afectadas, mitigan los vacíos del preso, se estudian los convenios de extradición, buscan médicos. “Si ir a la cárcel es terrible, imagínate estar en una asiática donde por 3 kilos de metanfetamina te pueden condenar a 15 años de reclusión pero quienes más sufren son las familias”, asegura. 

Como Mónica, 30 años, a la que una noche de 2012 despertó su propia madre Isabel para anunciarle por teléfono que estaba retenida en Ecuador. El motivo: una bolsa que llevaba en su maleta con 350 gramos de clorhidrato de cocaína. La pena: cinco años en la megacárcel de Guayaquil, un correccional pavoroso. El desconcierto se entrelazó con el drama en sus adentros y se convirtió en un doloroso nudo. Embarazada, maltratada, desempleada y al cuidado de su hermano de 13 años, se enfrentó sola al desahucio de su casa, la causa última por la que su madre decidió jugársela a la ruleta rusa. Solo una vez y al trullo. “¿De verdad quieres que te cuente lo infernal que fue para mí no ver a mi madre durante los dos años siguientes?”, pregunta Mónica. “Todo es jodido en la cárcel, pero allí, en Ecuador, mucho más”, dice. Sus grandes ojos negros se nublan, le tiemblan los labios y se echa a llorar. Entonces, una amiga se acerca y le acaricia la mejilla, después la abraza y le dice palabras cariñosas al oído. Los recuerdos, a veces, deben excluir cosas para digerir el dolor. Pero tanto Mónica como Francisco Javier se han reconstruido. A base de voluntad han recobrado el aura, como si hubiesen vuelto a nacer.

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