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domingo, 20 de octubre de 2019

LA DOBLE INCOMPETENCIA DEL TRIBUNAL SUPREMO


LA DOBLE INCOMPETENCIA DEL 
TRIBUNAL SUPREMO
BARTOLOMÉ CLAVERO
Conforme al Estatuto de Autonomía de Cataluña, en las causas contra autoridades catalanas aforadas “es competente el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña”, salvo para casos de “fuera del territorio de Cataluña”, en cuyo supuesto la competencia recae “en la Sala de lo Penal de Tribunal Supremo” (arts. 57.2 y 70.2). No hay nada en la Constitución que permita otra cosa. Para personas no aforadas, la competencia corresponde a las Audiencias Provinciales, la de Barcelona en el caso. ¿Cómo entonces es que dicha Sala del Supremo se ha hecho cargo del principal juicio sobre responsabilidades penales por el procés de independencia de Cataluña? Muy sencillo. Porque el Tribunal Supremo así lo ha decidido.

En conformidad con el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, que, como todo tratado ratificado por España, forma parte del “ordenamiento interno” según la Constitución (art. 96.1), “toda persona declarada culpable de un delito tendrá derecho a que el fallo condenatorio y la pena que se le haya impuesto sean sometidos a un tribunal superior, conforme a lo prescrito por la ley”, tribunal, se entiende, del propio Estado (art. 14.5; concuerda el art. 2.1 del Protocolo Séptimo al Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y Libertades Fundamentales). El juicio por el Tribunal Supremo resulta de única instancia interior. Todos y todas los convictos se encuentran sin posibilidad de un recurso ordinario ante instancia estrictamente judicial. El Tribunal Constitucional no lo es. ¿Cómo puede entonces haberse hecho el Tribunal Supremo con esa competencia en primera y única instancia? Muy sencillo. Porque así lo ha decidido el propio Tribunal Supremo.


Nada de esto por supuesto se le escapa a tan alta instancia judicial. La sentencia, aparte de pretender que las conductas sometidas a juicio se han cometido dentro y fuera de Cataluña, argumenta que, precisamente por ser Tribunal Supremo, no hay otro tribunal en España, inclusive expresamente el Superior de Cataluña, que pueda cuestionar ni condicionar sus propias decisiones respecto a su propia competencia. Respecto al problema de la “doble instancia” como derecho fundamental en materia penal, lo que sustancialmente arguye es que queda suplido por otra garantía que entiende superior, la de la propia calidad de la justicia que imparte el propio tribunal, el Supremo y solo el Supremo por supuesto. Alega cantidad de jurisprudencia propia para armarse de razón, pero estamos en las mismas. Sus propias decisiones anteriores no pueden servir por sí solas de refuerzo para la actual. Lo sabe y no deja de buscar otros fundamentos.

El que ciertamente le presta, por una parte, la Ley de Enjuiciamiento Criminal, y por otra, la jurisprudencia constitucional, en todo lo cual insiste, tampoco debiera valer frente al Estatuto de Autonomía de Cataluña o, en verdad, frente a la totalidad del diseño constitucional del Estado de las Autonomías. He repetido intencionadamente el adjetivo de posesión propio porque por ahí anda una clave. Como si estuviéramos en el constitucionalismo del siglo XIX, el Tribunal Supremo se entiende a sí mismo como el señor del derecho, como su copropietario junto a las Cortes o incluso por encima de ellas. En aquellos tiempos creaba doctrina legal, lo que no era exactamente doctrina conforme a ley, sino doctrina con valor de ley. Por entonces era la última instancia jurisdiccional. No lo es en el mismo grado hoy, pues existe la jurisdicción constitucional y las jurisdicciones internacionales, pero actúa como si lo fuera. Bajo una Constitución, la actual, que trajera otro diseño del derecho y de la justicia, el Tribunal Supremo ha recuperado prácticamente, con ayuda ciertamente de legislación orgánica y complicidad de la jurisprudencia constitucional, dicha posición decimonónica de poder propio.

Esta sentencia es la prueba definitiva si todavía hiciera falta. También lo es de que el Tribunal Supremo no las tiene, a estas alturas, todas consigo. Trasluce una cierta conciencia de que su propia posición ya no es tan cómoda o de que incluso resulta insostenible. Diga lo que diga la misma Constitución, ya no es tan supremo. Gracias a las alegaciones de las defensas, que así se preparan para recurrir ulteriormente ante instancias supraestatales, la sentencia se ve obligada a habérselas de continuo con la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos e incluso con doctrinas de algún comité de tratados de derechos humanos de Naciones Unidas. Es la primera vez en la historia que una sentencia de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo se embriaga con derecho internacional de derechos humanos, un derecho respecto al cual de lo que venía dando muestras es de desprecio y de ignorancia. Y he aquí ahora una verdadera borrachera. Se nota a lo largo de la sentencia tanto el ansia como la improvisación.


La sentencia procura curarse en salud. Intenta blindarse frente a la eventualidad de recursos ante instancias supraestatales superponiendo y acoplando a sus argumentos caseros respuestas a todas y cada una de las alegaciones de las defensas que pudieran tener algún recorrido internacional. Superpone y acopla. Siguiendo en esto sus posiciones anteriores de cuando despreciaba estas alegaciones, trata a la jurisprudencia europea de derechos humanos y a algún pronunciamiento de los comités de tratados de Naciones Unidas como si fuera un material exterior al derecho español, como si no rigiera el citado artículo de la Constitución que lo integra en el “ordenamiento interno”. Regir, rige la jurisprudencia española, la propia presuntamente suprema y la constitucional. El resto parece adjetivo, un adjetivo incómodo con el que ha de bregarse ahora. Y la improvisación se nota. Con decir que el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y Libertades Fundamentales se cita por la sentencia con diversos nombres y hasta con distintas fechas. A veces, con los materiales internacionales la sentencia lo que hace es copiar y pegar, sin intentar nunca integrar.

La calidad del Tribunal Supremo como presunta instancia de garantía que se permite incluso prescindir de otras que, como la doble instancia, debieran constituir, por incorporación de ordenamiento supraestatal, derecho fundamental, brilla por su ausencia. En realidad, dicha función de garantía por encima hasta de derechos humanos el Tribunal Supremo se la arroga al efecto sin ninguna base constitucional. También movido por alegaciones de las defensas, parte de la sentencia se explaya con doctrinas constitucionales como si fuera un tribunal constitucional. No quiere ser menos que el Tribunal Supremo de Canadá con su famosa sentencia sobre Quebec. Sólo que en la española opera a fondo un soberanismo de signo español sin correspondencia en la canadiense. Sí lo hay, un fondo soberanista, en el secesionismo de Quebec, que se manifiesta particularmente frente a los pueblos indígenas que preceden en el territorio al colonialismo francés. Aunque por diversas razones, he aquí un punto en el que concuerdo con la sentencia, el de la impertinencia de colacionar casos como el de Quebec, o como los de Escocia, Montenegro y Kosovo, para el de Cataluña. Pero no vamos aquí a meternos en otras historias.

Ante la sentencia, el asunto que encuentro esencial, por primario, es el de la incompetencia del Tribunal Supremo, pues esto solo ya la daña de raíz. Si la Comunidad Autónoma de Cataluña necesitaba otra prueba de que su Estatuto de Autonomía está quedando fuera de juego no sólo por la opción soberanista de una estrecha mayoría del Parlament, sino también y con anterioridad, desde hace años, por la deriva recentralizadora del legislativo, del ejecutivo y, sobre todo, del judicial españoles, ahí la tiene, en la asunción de competencia para el principal proceso sobre el procés por parte de un Tribunal Supremo incompetente. Para quienes aún defendemos el constitucionalismo español teóricamente en vigor, el de 1978, no el desnaturalizado actual, la sentencia de marras es una pésima noticia ante todo por sí misma, porque exista, no sólo por su contenido, que también. No niego que no se hayan cometido unos delitos que merezcan enjuiciamiento. Lo que afirmo es que el juicio habido no aporta solución alguna, ni siquiera judicial, y recrudece el problema de fondo.

Preocupan, deben preocupar, ambas cosas, la sentencia y su contenido, porque la incompetencia del Tribunal Supremo es doble, la procesal y la sustantiva, tan importante la una como la otra. Se ha arrogado una competencia que, en el diseño constitucional y estatutario de la autonomía catalana, no le corresponde. La ha ejercido encima de forma incompetente en cuanto a la dirección del proceso y al manejo del derecho. Hay un tufo incluso de mala fe. El mantenimiento de una acusación de rebelión finalmente descartada le ha servido para aplicar medidas desproporcionadas de privación de libertad a personas en condición todavía de presunción de inocencia sentando un pésimo precedente. La condena final por sedición la efectúa mediante una interpretación extensiva de este tipo penal que pone en peligro el mero ejercicio del derecho de manifestación. Con esta jurisprudencia no va a hacer falta en el futuro ley mordaza. Entiende de un modo tan restrictivo la recusación de jueces respecto a sí mismos que abunda en la degradación de las garantías procesales. La sentencia se jacta de que el presidente del tribunal corrigió a un abogado de la defensa por referirse como “ley de ritos” a una legislación que, como la procesal, es clave para la garantía de derechos fundamentales. No nos dejemos engañar. Lo que quiso y quiere es humillarlo.

La jactancia campea por doquier en la sentencia. ¿Otra prueba? Se dirige a la fiscalía para que considere la “persecución de un delito de falso testimonio”, el prestado por un testigo de parte soberanista catalana. A quienes han seguido el juicio les consta que estuvieron tanto más elusivos o nada colaboradores el anterior presidente del Gobierno español, su vicepresidenta y su ministro del Interior. El juicio se transmitió en streaming y está grabado para quienes quieran comprobarlo. Impasible, la sentencia asegura que tales otros testimonios, los de Mariano Rajoy, Soraya Sáenz de Santamaría y Juan Ignacio Zoido fueron impecables. Llega al extremo de una falsedad pura y dura, la de que Rajoy habría aceptado en su deposición que el presidente del Gobierno vasco medió entre el español y el catalán. A partir de la sentencia, la verdad judicial es esa falsedad. Búsquese en youtube “Mariano Rajoy comparece en el juicio del procés”. Lo que ahí se ve nunca ha ocurrido por decisión del Tribunal Supremo. Tiene ese poder.

¿Dónde queda la calidad de la propia justicia de la que igualmente se jacta el Tribunal Supremo incluso a los efectos de pretender que con ella puede relajar garantías más acreditadas y tangibles? Tengo una cartilla militar de tiempos franquistas que de mí dice: “Valor, se le presume”. Lo propio parece pensar este Tribunal: “Calidad, se me presume”. Los supremos presumen de sí mismos. Con esta mentalidad preside más de lo que constitucionalmente debiera el sistema judicial español. No está solo. Una tríada de tribunales, el Constitucional, el Supremo y un tercero que ni siquiera tiene cabida en la Constitución, la Audiencia Nacional, al tiempo que presumen ser el baluarte de defensa del constitucionalismo español, vienen minándolo desde hace años.

Ahí, en este orden de cosas de unos hechos consumados creando derecho contra Constitución se sitúa a mi entender esta sentencia. Importa a las personas condenadas e importa a la ciudadanía toda, a la catalana y a la española, doblemente a la primera. Los ciegos voluntarios dicen que es una sentencia equilibrada; los fanático de un signo, que es cruel y provocadora; los de otro, que es débil y entreguista. Nadie de entre ellas y ellos mira la historia más larga de un constitucionalismo en progresiva degradación por el empecinamiento cruzado de dos soberanismos, el español y el catalán. Por medio, atrapados, nos encontramos muchos y muchas, catalanes y otros españoles.

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Bartolomé Clavero es jurista e historiador, especialista en historia del derecho. Es catedrático de la Universidad de Sevilla

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