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jueves, 31 de octubre de 2019

LA CAJA DE BOMBONES DE JONATHAN ALLEN


LA CAJA DE BOMBONES DE 
JONATHAN ALLEN
(A PROPÓSITO DE LA NOVELA  LOS QUE LEEN)
POR EMILIO GONZALEZ DENIZ
Pocas veces he presentado una novela tan peculiar como Los que leen. No debiera sorprenderme, porque acercarse a la obra de Jonathan Allen es como escoger en una caja de bombones surtidos, nunca sabes qué sabor va a tocarte. Esto que digo podría interpretarse como algo negativo, porque se supone que un autor alcanza su estilo cuando su escritura es reconocible, pero esta idea suena muy recurrente porque en realidad no significa algo concreto.  Pensamos que hay unas constantes que se repiten  en ese escritor y que son las que determinan su singularidad, pero a menudo se confunde esta afirmación con la idea de que suele acercarse a los mismos temas, se mueve en los mismos ámbitos o se enreda en las mismas obsesiones.

También se suele llamar estilo a una manera especial y propia de escribir. Creo, sin embargo, que nada de lo que he mencionado determina a un autor, y eso que llamamos estilo es en realidad un concepto tan resbaladizo que resulta muy difícil de concretar. ¿De qué le sirve a Kafka su manera especial de usar de la lengua alemana cuando es traducido? El estilo, si es que existe como elemento diferenciador, es precisamente algo indefinible que se produce cuando percibimos el pálpito personal de quien escribe. Es la confluencia de la escritura, quien escribe y quien lee en una especie de acto mágico. ¿Por qué sentimos que un texto nos atrae porque lo aprehendemos como algo vivo y otro es solo un conjunto de palabras sin alma, si ambos responden a las reglas y los dos pretenden transmitir vida? Los superponemos y vemos que no existen formas especiales del uso del lenguaje que los diferencien. La respuesta es tan sencilla como inexplicable: uno es solo un ejercicio lingüístico, el otro es la expresión de la autenticidad. No se trata de eso que llaman escribir bien; si así fuera, los notarios y los registradores de la propiedad serían todos excelsos escritores, por rigor, precisión, eficacia, exactitud y escrupulosidad. El estilo vendría a ser la capacidad para transmitir, o si lo prefieren, el don de crear pequeños mundos de un instante que, juntos, componen un universo.

Este tal vez demasiado largo preámbulo es necesario para explicar que Jonathan Allen está en todo lo que escribe. Podríamos decir que nos muestra sin tardanza ese concepto difuso, el estilo. Sus argumentos, sus escenarios, sus obsesiones y hasta su manera de esconderse detrás de sus personajes nos llegan con sello de denominación de origen, porque estamos ante un escritor consumado, que conoce los entresijos de la escritura en varias lenguas (desconozco si también escribe en otras lenguas distintas del español, aunque podría), y los ha aprendido con años de academia e investigación, pero sobre todo de lectura. Con esas herramientas podría ser un excelente profesor o crítico literario, que lo es, pero la creación literaria requiere, además, ese don del que hablaba, que se puede pulir, ensanchar, atemperar y engrandecer, pero que, como la voz del barítono, se tiene o no se tiene. Es muy evidente que nuestro autor posee ese don.


Decía al principio que las narraciones de Jonathan son una caja de bombones. Sorprende porque se acerca a asuntos diferentes cada vez, sin dejar de ser él mismo. Es curioso que, al leer a un autor bilingüe nativo en español e inglés y adiestrado en la lengua de Moliére, se perciba una estructura centroeuropea de pensamiento, cuasi germánica podríamos decir.  Es evidente que en sus historias aparece el habla de Canarias, sus idiosincrasia y los episodios pasados que han conformado lo que somos, y se vislumbran también unas evanescentes cumbres borrascosas del romanticismo inglés,  pero siempre se siente concernido por la búsqueda de las raíces del dolor, la culpa y la redención, como si asistiera asiduamente a las reuniones de sacristía de un templo luterano.

Al adentrarnos en Los que leen, nos vemos rodeados de autores que, como profetas, adelantan los hechos que han de suceder a los personajes. Ramón Gómez de la Serna, Balzac, Bécquer, Tomás Morales, Cortázar, Lugones, Rubén Darío y los omnipresentes Borges y Kafka cohabitan la novela, pero los percibimos como libros, no como personas. Son las palabras que contienen sus profecías las que nos acompañan, en una especie de asamblea que relata a Gustavo y a Sofía, los protagonistas, su futuro y el pasado del que provienen. La ciudad de Las Palmas es en realidad una mezcla de los libros de su biblioteca familiar y la de su vecino, mientras que en su propia habitación familiar ha quitado todos los muebles para dar espacio a los libros, que también sirven de esqueleto de la memoria de los duros tiempos de la Guerra civil y las durísimas primeras décadas del Nacionalcatolicismo en España.

Argentina, que es otro de los escenarios de la novela, se representa por una librería en la que puede sentarse en la misma silla en la que se sienta el mejor cliente de la librería, Jorge Luis Borges, un explorador impenitente de espacios imaginarios en el terrible mundo argentino de principios de los años sesenta, con el autoritario gobierno de Frondizi como telón de fondo. Una selección de cuentos de Kafka, El castillo y  El proceso, del mismo autor, son los enganches entre todas esas librerías, que no se privan de libros tan curiosos como La sembradora de mal, del no menos curioso escritor colombiano de hace un siglo, el colombiano afincado en Barcelona José María Vargas Vila.

No es poco para una novela que se fecha en Arucas. Sin destripar su función literaria y de apoyo argumental, llamo la atención a futuros lectores sobre el papel de los espejos en esta obra. Aparecen poco, pero siempre generan una nueva curva en la historia, y conforman ese elemento fugaz pero determinante del romanticismo inglés en una novela germánica que es a la vez absolutamente atlántica. Por eso decía al principio que Los que leen es una de las novelas más peculiares que he presentado.

Dije antes que el protagonista de la novela era el joven Gustavo que tiene una historia de amor muy complicada con una mujer, Sofía, no menos complicada, en el que las circunstancias personales de ella y la distancia juegan un papel que tiñe de melancolía y a veces de dolor una relación que es el eje de la novela. Y dije mal, porque en realidad se trata de una novela coral en la que las voces son las que salen de los libros, y es tan importante El aleph de Borges y la angustia del kafkiano Joseph K. como el romance entre Gustavo y Sofía, una relación que sirve también para trasladar la zozobra de las elecciones difíciles, el desconsuelo de la distancia de los seres queridos y ese malestar sin definición que acompaña a los migrantes.


Podría pensarse que Los que leen es solamente un curioso ejercicio narrativo en el que el peso descansa sobre las líneas literaria de dos gigantes como Kafka y Borges. Pero es mucho más, se trata de una novela que escarba en sentimientos y sensaciones tan comunes como únicas, pero que cada persona es diferente. Vivimos leyendo el presente y encarando el futuro desde nuestra propia historia personal, y la especial característica de este libro es que  ese pasado proviene de una biblioteca que tiene sus anaqueles en la memoria de Gustavo, Sofía y también de otros personajes secundarios. Kafka y Borges funcionan como recursos del pasado, y al mismo tiempo se erigen en lanzaderas hacia un futuro que en condiciones normales sería incierto como corresponde al propio concepto, pero que en este caso ya está trazado desde una oscura habitación de la vieja Praga o desde la biblioteca heredada por Borges en el barrio bonaerense de Palermo.

Enhorabuena a Jonathan Allen, plácida lectura a quienes se acerquen a Los que leen y, vuelvo a insistir, no pierdan de vista los espejos.

***

(Este texto fue leído en la presentación de la novela que tuvo lugar el día 30 de octubre en la Casa-Museo Pérez Galdós).



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