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martes, 8 de octubre de 2019

"EL ARRORRÓ DEL CABRERO", DE VÍCTOR RAMÍREZ:


"EL ARRORRÓ DEL CABRERO", 
DE VÍCTOR RAMÍREZ:
POR ISAAC DE VEGA
Nuevamente con nosotros una obra de Víctor Ramírez, EL ARRORRÓ DEL CABRERO, una más entre las tantas que nos ha dado movido por ESE AFÁN, POR ESA FUERZA QUE A ALGUNOS EMPUJA INEXORABLEMENTE POR LOS A veces difíciles caminos de la Literatura, caminos que a tantos ha llamado pero que, también, no les ha llevado a destino satisfactorio.               
El fracaso literario puede acompañar a la más alta vocación. Ésta es una tragedia que queda lejos, afortunadamente, a Víctor Ramírez, quien, desde sus primeros vuelos, ya mostró una gran capacidad de dominio del idioma, de sus convenientes sintaxis, de las adecuadas palabras.
Acaso todo ello por su gran compenetración con los personajes que maneja, que tan íntegramente conoce, que de forma tan penetradora posee. Son gentes populares que constituyen esa gran masa en apariencia anodina, sin importancia, pero que lleva en sí unos sentimientos que, al fin, son los únicos ciertos y constantes entre nuestro pueblo y que se repiten de generación en generación a través de los muchos años, siempre ahí resonando, dejándose sentir y comprender por todos nosotros.


Un pueblo que, como seguramente todos los pueblos, se limita a sí mismo. Que tiene un círculo muy propio dentro del cual se desarrolla, se siente vivir con un propio calor, y que le salvaguarda de extrañas influencias que de nada le servirían, si no es llevar a una indeseada confusión y a la pérdida de su verdadera conciencia, esa conciencia que le hace sentirse y desarrollarse en los ámbitos de un conocido y deseado hogar.

Todo lo demás es noticia que puede alterarle unos tiempos pero que luego desaparece y queda la paz propia de su hogar.

* * *

Ya sabemos lo resobado que está que cada cual depende mucho del contorno que le rodeó, que influye de modo notable en sus costumbres y pensamientos. Un contorno no únicamente físico de montañas y barrancos, sino también el que forman los hombres que nos rodearon, ciertos árboles, ciertas plantas, algunos casas. Y hasta los vientos que soplan continuos durante meses, el color del mar que nos limita.

Todo ello tiene un influjo capital sobre nosotros, que perturba o altera, o desvía un tanto, la educación y directrices que nos quisieran imponer. Lo que es nuestra tierra y nuestro ambiente se infiltra profundo, marca con fuerza y para siempre.

Como dijimos, Víctor Ramírez ha sido un escritor en el que resuenan constantemente esas piedras y esas gentes. Acaso la visión que él tenga no será idéntica a la de los demás.

Algún filósofo ha dicho que el saber mirar con exactitud lo externo, el fenómeno que tenemos ante nosotros, nos transforma, transforma nuestra mente y la capacita para penetrar en algunos misterios que comúnmente quedan ocultos, que no se llega fácilmente a ellos.

Esa ampliación del espíritu, pudiéramos decir, da una mayor potencia a la capacidad de conocer esos fenómenos externos y se llegue a ellos mediante una nueva y más exacta transformación.

Ya ellos no poseen, no desprenden, la misma significación para todos; unos son capaces de una entrañable penetración y otros quedarían en lo agradable, nuevo o pintoresco.

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De estos libros de Víctor Ramírez podría extraerse una filosofía completa, una información básica de los pueblos que se reparten por esos lugares, a veces perdidos y otras incluidos casi en el corazón de las ya más impersonales ciudades.

Que no lo son tanto, también tienen su fuerte personalidad a pesar del forzado cosmopolitismo a que conduce esta vida moderna y su forma de desarrollarse, una fuerza que tiende a nivelar, a hacer comunes muchas cosas y a hacer desaparecer otras tantas, dándonos una vida casi banal que en ocasiones se hunde en una universal indiferenciada chabacanería.

O son aires que pasan, corrientes del momento que desaparecen y dejan su lugar a esas fuertes formas propias a quienes son inútilmente se procuró destruir.

Aquí, Víctor Ramírez, se nos aparece como su mejor conservador, mejor que otros muchos que nos atosigan con desconocidos lenguajes, con machacados sucesos, con inventadas verdades.

Víctor nos da lo que en verdad existe por todas esas partes, nos hace sentir las atmósferas peculiares de los grupos y de las personas, los sentimientos y sus formas de manejarlos, de esos personajes tan reales que transcurren por sus obras.

Personajes que ya todos nosotros hemos oído y visto y que de inmediato reconocemos, claramente, en sus páginas tan lejanas de cualquiera artificiosidad o de presión adaptativa a la forma de ser y de hablar de nuestro pueblo. Y en esta obra que ahora presentamos, Víctor Ramírez no sigue llevando por esos sus mundos, que a todos pertenecen.
*
En EL ARRORRÓ DEL CABRERO, en que sigue la línea que muestra en SIETESITIOS QUEDA LEJOS, crea unos aparentes extraños personajes y les infunde natural vida. A pesar de sus poco comunes características no son artificiosos ni forzados sino que se nos presentan con una fácil realidad. Ello significa un esfuerzo y una capacidad grandes.

Es un buen arte mantener el equilibrio de esos personajes, conservarlos sin que degeneren en payasos o marionetas. Nunca dejan de poseer una realidad fuertemente acusada.

Víctor, como siempre, se vierte generoso en sus personajes, comunica un tremendo calor humano, baña a todo su contorno con los amplios latidos su corazón, y al mismo lector le hace sucumbir con ellos. Esas gentes, tan gentes nuestras, a pesar de los personajes que encarnan, que las estamos viendo y hasta oímos el acento peculiar de sus palabras, el mover sus brazos, los gestos de su cara, la variable mirada de sus ojos.

Ese mundo tan propio que ha sabido crear a partir de esa realidad que ha sido una constante a través de los años y esos hombres y mujeres portadores de nombres tan bien escogidos, tan propios y hasta musicales, esos nombres dobles que ya se han hecho tan comunes en sus últimas obras, de gentes buenas aunque a veces parezca que asome en ellos algún recóndito geniecillo malévolo.

Y el aire que nos rodea, las nubes blancas que discurren por lo alto; y el mar, siempre algo más lejos, resonando con su incansable música de fondo.

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