¿ES ESTO EL VERANO?
SANTIAGO
ALBA RICO
Empezaré de un modo
fúnebre: el verano está dominado por la idea de la muerte. Thomas de Quincey,
el extravagante escritor inglés (muerto en 1859) autor de El asesinato
considerado como una de las bellas artes, insistió en esta idea en dos de sus
obras autobiográficas: “Cuando paseo a solas en los días interminables del
verano”, dice en Confesiones de un opiómano inglés, “me es imposible proscribir
la idea de la muerte”. ¿Por qué esta relación, a su juicio natural e
irreprimible? En primer lugar por el triunfo veraniego de la desnudez. No me
refiero, no, a la desnudez de los cuerpos, más expuestos que nunca en su
carnalidad elemental, sino a la del cielo. El cielo, despojado de nubes, está
altísimo y vacío, y siempre corremos el peligro de una pedrada –o una
revelación– caídas o lanzadas desde allí: o el no menor de ser absorbidos sin
resistencia por su profundidad infinita. Las nubes pueden ser tristes, pero son
un techo: nos protegen de la mirada del dios colérico y de las tentaciones de
la eternidad. Y si en las tardes de invierno anhelamos el verano es porque en
todo caso preferimos a un sillón una emboscada, aunque nos cueste la vida.
Porque el verano,
estación de la muerte, lo es también de su antídoto gemelo: el amor. Esta es la
razón de que la poeta Violeta Parra, en su mejor canción, Maldigo del alto
cielo, fruto de un amor despechado, llame al verano “embustero”, en un
provocativo y certero oxímoron: pues verano guarda un parentesco remoto con la
raíz latina “ver” (“verdadero”) y tildar al verano de embustero es como nombrar
la verdad más verdadera: la de que la verdad es, en realidad, embustera. Este
“embuste” del amor se expone de manera jocosa y saltarina en Sueño de una noche
de verano, del inmortal Shakespeare, donde la reina de las hadas, víctima del
hechizo de Puck, se enamora de un hombre con cabeza de asno. Pero el verano
puede ser también un embuste trágico: promete el amor y nos trae la muerte.
Otra conocida pieza teatral, ahora del siglo XX, De repente el último verano,
del estadounidense Tennessee Williams, trenza hasta el límite la intimidad
entre el verano, el amor y la muerte.
Decía Proust que
“cada día es un país distinto”. Lo que yo quiero decir es que cada estación es
una época o civilización diferente. El otoño es medieval (quizás por culpa de
Huizinga), el invierno germánico, la primavera renacentista, el verano
ineludiblemente pagano. Nada sintetiza mejor este espíritu veraniego que el
poema sinfónico de Debussy, Preludio a la siesta de un fauno, inspirado en la
obra homónima de Mallarmé, con esa flauta pánica inicial que todos hemos creído
escuchar alguna vez, mientras los padres dormían, durante nuestras perrunas
siestas caniculares de la infancia, en las que el ilimitado aburrimiento
pegajoso sólo dejaba tres alternativas: la masturbación, el asesinato de un
insecto (o una rana) y la lectura. Muchos nos resignamos entonces a leer –luego
goce infinito–, culpablemente cansados de no distinguir en la mano entre
nuestro sexo y una lagartija.
Esto que vengo
diciendo ceñiría algo así como una “fenomenología del verano”, cuyas promesas y
amenazas se siguen filtrando por todas partes. Pero el verano tiene además una
historia y esa historia nos cuenta cómo el capitalismo ha domado el verano
convirtiéndolo en veraneo. El veraneo, digo, conserva algo de ese cielo y esa
alegría mortal, pero en formas amortiguadas e industriales que, sobre todo en
las últimas décadas, se manifiestan al modo de una persecución implacable del
aburrimiento canicular y sus siestas terroríficas.
Ahora bien, ¿desde
cuando veraneamos? Los ricos veranearon siempre, como lo demuestran los
patricios romanos que, huyendo de las miasmas de la capital, buscaban refugio,
antes y después de Augusto, en sus fincas rústicas de la Campania. Pero la
experiencia del “veraneo” en Europa sólo se generaliza –y se convierte en
“placer vertebral” de las clases medias– a partir de dos progresos innegables:
la escuela obligatoria y las vacaciones pagadas, conquista que, también en
España, se establece por ley a finales de los años 30 del siglo pasado. La
guerra civil en nuestro país, la guerra mundial en Europa, interrumpen momentánea
y brutalmente esa nueva atmósfera de “veraneo” de la clase trabajadora europea,
atmósfera frívola, alegre, libre y frustrante, muy bien recogida en la película
alemana de 1930 Gente en domingo, dirigida por Robert Siodmak y en cuyo guión
colaboró un jovencísimo Billy Wilder.
La escuela
obligatoria con vacaciones estivas es una de las matrices de producción de eso
que llamamos “infancia”. Apartados del trabajo precoz por los estudios y
agraciados con larguísimos asuetos estivales, los niños de clase media de la
segunda mitad del siglo XX asociaron por primera vez los “peligros mortales”
del verano al tiempo muerto en su desnudez más viscosa. El veraneo, como la
guerra, era un estado de excepción, con algunas escaramuzas intensas y muchas
horas de trinchera. El agua era invencible, el sol implacable, el silencio
ensordecedor, las siestas muy largas. Entre una naturaleza muy grande y una
familia asfixiante (que aún creía en los “cortes de digestión”), el veraneo
infantil ha quedado en nuestra memoria -la de las personas de mi edad- como una
herida iniciática, un reloj de carne y una
brutal caída en el cielo.
Las vacaciones
pagadas, por su parte, convirtieron el “veraneo” en una experiencia familiar
escandida por rutinas que reproducían e invertían las laborales: se volvía al
mismo pueblo (que era a veces el de los padres, hoy desaparecido), se leía el
mismo periódico, se volvía a ver a los mismos amigos –y enemigos– de todos los
veranos, se ajustaba la vida a las mismas horas de baño, de sueño y de comidas.
El veraneo no era placentero por su intensidad explosiva sino por su
regularidad positiva –de la que tanto la madre, encadenada a las tareas
domésticas de siempre, como el padre, con vocación de rodríguez, acababan hasta
las narices.
Sólo se puede sentir
nostalgia de algo que te cansa: es decir, de una costumbre. Eso se ha
terminado. A partir ya de los años 70 del siglo XX, pero de forma acelerada en
las dos últimas décadas, el capitalismo ha acabado por domar definitivamente el
verano a través de una transformación decisiva: el desplazamiento de la
explotación económica del tiempo de trabajo al tiempo “libre”, que se vuelven
de algún modo indiscernibles entre sí. Es lo que el filósofo francés Bernard
Stiegler ha llamado “proletarización del ocio” para denunciar la expropiación
–equivalente a las de los medios de producción– de nuestros medios de recreo y
recreación. Las nuevas tecnologías cierran este proceso de mercantilización de
la muerte y del amor que hace casi imposible –pues el cielo y el calor nos
siguen tocando– la experiencia de los peligros y las rutinas. El ocio se vive
como un imperativo de felicidad, esa enfermedad que mide todos los años la casa
Coca-Cola; y la infelicidad, al contrario, no menos que el aburrimiento, como
un crimen y un pecado: el desgraciado y el aburrido son, sí, monstruos
antiguos, fenómenos de feria que hay que aislar y exterminar.
El veraneo como
costumbre no volverá; ahora, corto y ansioso, se vive como intensidad
imperativa. Sin pueblos a los que volver, sin vacaciones pagadas, con asuetos
cada vez más breves, uncidos nuestros egos, como bueyes en serie, a las nuevas
tecnologías y sus redes, ningún amor de verano quedará eternamente impreso en
nuestro pasado; ninguna muerte amiga vendrá a recordarnos que, como los
cuerpos, también las vacaciones se acaban.
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