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viernes, 30 de agosto de 2019

EDDY MERCKX, EL MITO QUE NACIÓ EN MOURENX


EDDY MERCKX, EL MITO QUE 
NACIÓ EN MOURENX
MARCOS PEREDA
Se queda, el líder se queda. Por primera vez en todo el Tour de Francia muestra fisuras, pierde unos metros con los demás, torna humano. Solo que la imagen es extraña. Incomprensible. Por delante Martin van den Bossche ha cogido un poco de ventaja, parece que coronará en solitario. Pero Martin es gregario del líder, y no lo espera. No hace falta. El maillot amarillo empieza a mover las piernas con esfuerzo, como si estuviera aplastando adoquines con sus pies. Ha cambiado de desarrollo. Mientras todos llevan metido el plato de 41 dientes, él acaba de engarzar el grande, el de 52. Por eso sus revoluciones parecen ir a cámara lenta. Por eso su velocidad se va haciendo cada vez más y más grande. Pasa a todos sus rivales. Impotentes, miran a otro lado, no es su guerra, ya no es su guerra. A apenas un centenar de metros de la cima llega a la altura de Martin. Lo mira fijamente. Y demarra con violencia.



Eddy Merckx cruza la cima del Tourmalet.

Es el comienzo de todo.

Aquel 15 de julio de 1969 el Tour de Francia está decidido. Tan solo restan las migajas, la victoria de etapa, los laureles que regalan viejos mitos hechos de piedra y nubes. Eddy Merckx, un chaval que cumplió los 24 años hace menos de un mes, está gobernando la Grande Boucle con mano de hierro. Es un ogro, un dictador, el más ambicioso de los megalómanos. Nada escapa a sus anhelos, a su necesidad casi patológica de ganar cada segundo, cada sprint, cada premio por pequeño que sea.

Ese año el belga está completando la que seguramente sea su mejor campaña. Victoria en París-Niza, Milán-San Remo, Lieja-Bastoña-Lieja, Tour de Flandes. Tan solo dos presas han escapado a su voracidad. París-Roubaix, donde fue segundo detrás de Godefroot. Y el Giro de Italia. Ay, el Giro de Italia… Allí pasó lo de Savona. Por no extendernos, expulsado al dar positivo en un control antidoping, Merckx lloró, primero; clamó por su inocencia, más tarde. Después, sencillamente, apretó los dientes y preparó su venganza…

La gran etapa de los Pirineos. La de siempre, la más clásica. Cuatro puertos, uno detrás de otro. Peyresourde, Aspin, Tourmalet, Aubisque. Principio en Luchon, final en Pau. Solo que esta vez los ciclistas se quedan en Mourenx, a una treintena de kilómetros de la villa borbónica. Da igual. Nadie espera demasiado de la jornada, más allá de otra victoria de Merckx al sprint. Como mucho una fuga consentida, como las de Delisle o Agostinho los últimos días. Nada más. Eddy ha sacado tiempo a sus rivales en absolutamente todas las etapas importantes del Tour. Desde el prólogo, segundo, hasta el Portillon, pasando por las llanuras belgas y holandesas, los Vosgos, los Alpes, la pequeña colina del Espigoulier asomándose a Marsella. El segundo de la general está a más de ocho minutos. Todo sentenciado.

Solo que…

Solo que él es Eddy Merckx. Lealtad y ambición. La segunda lo arrastra, la primera lo mantiene estable, fija su mente al mundo. Salvo cuando se siente traicionado. Entonces es su espíritu el que vuela en solitario. Sin cadenas. Sin frenos.

Y el 15 de julio de 1969 Eddy Merckx nota un vacío en su estómago. Unas horas antes, en el hotel, Martin van den Bossche, su hombre de más confianza en la Grande Boucle, le ha dicho que deja el equipo. A partir del año que viene correrá para la Molteni:  “Eddy, ellos me ofrecen más dinero y la posibilidad de ser jefe de filas. Anoche firmé el contrato en Superbagnères”.

Por eso Merckx reacciona con violencia al ver a su equipier adelantarse unos metros en pos de la cima del Tourmalet. El viejo puerto, el más legendario, el que más historia ha visto. No, no iba a dejar que Martin lo coronase en cabeza, no después de lo que ya sabe. Acelera, mira de reojo al flamenco, pasa antes que nadie por la curva a izquierdas que marca la cima.

Y se lanza en el descenso como si todo estuviera en juego aún.

Quedan 140 kilómetros hasta la meta.

En Esterre, Merckx tiene solo 45 segundos de ventaja. Guillaume Driessens, su director deportivo, acerca el coche. Para, espera, dice. A ellos. A los demás. Él no quiere. Goddet, el viejo Goddet, lo tiene claro. “Eddy sintió lo ridículo que sería esperar. No, más aún. Lo indigno que sería esperar”. Así que no lo hizo. Apretó y apretó en el valle, y empezó a subir el Aubisque con casi el doble de adelanto. Ahí, al fondo, la leyenda.

Merckx escala las pendientes del puerto venerable como si no hubiera un mañana, como si en realidad eso, lo que está protagonizando, fuese un duelo a vida o muerte y no una hazaña incomprensible, innecesaria. Pasa en solitario por el Circo de Littor, rumia el verde soleado más allá de las rocas. Serán cinco minutos los que tenga en Aubisque, cuando empiece a bajar con Eaux-Bonnes en la mente. Desde ahí hasta la meta quedan setenta kilómetros.

Al día siguiente un chascarrillo recorre el pelotón. Un chiste, uno que se cuenta a espaldas de los ases, no vaya a ser que se molesten. ¿Sabes que han sancionado a Poulidor y Gimondi con 100 francos? Sí, por subir el Tourmalet agarrados a un camión. ¿Y Merckx? Oh, Merckx….Merckx es el que arrastraba el camión con una cuerda…

A la altura de Laruns, Eddy Merckx empieza a mostrar signos de cansancio. Su pedalada deja de ser redonda, su mirada se nubla, los hombros se mueven en un vaivén que hace presagiar lo peor. ¿Habrá sido demasiado osado? ¿Estará a punto de perder ese Tour que solo su desmedida ambición podía arrebatarle? Driessens se acerca a su pupilo. No hay palabras. El gesto ausente de uno, el rostro preocupado de otro. Le pasa una ponchera. Va llena de champán. El ritmo vuelve a crecer, la sonrisa asoma a los labios del ciclista siempre serio. Redobla sus esfuerzos. Disfruta con ese gozo en el sufrimiento que se ha autoimpuesto. Debe superar las inmensas rectas que alejan al mundo de los Pirineos, que van dibujando lomas cada vez más redondeadas, puentes de piedra, pequeños villorrios aquí y allá. Terreno perfecto para un pelotón que persigue. Qué más da. Todo lo puede, él, todo lo puede.

Llegará a Mourenx destacado, claro. De los 214 kilómetros de la etapa ha hecho 140 en solitario. Siete horas sobre la bicicleta, más de cuatro sin otra compañía que su sombra y sus jadeos. Los siguientes clasificados entran a ocho minutos. Dancelli, su compañero van den Bossche, Bayssiere, Pingeon, Pulidor, Theilliere, Simmermann. Los otros, todos, pierden por encima de los catorce minutos. Solo 24 competidores llegan a menos de media hora… El destrozo es impensable, épico, inconcebible. Por grandioso, sí, pero también (y quizá sobre todo) por innecesario.

Eddy Merckx atiende a los periodistas. “Espero que después de hoy se me considere un ganador digno”, dice, respondiendo a quienes (Pingeon, van Looy) habían puesto en entredicho su victoria. Nadie más osará hacerlo. Nunca. Desde Mourenx, Eddy Merckx será, siempre, el gran favorito allá donde corra. El tipo más odiado. Aquel a quien todos temen.

Lo explicó mejor que nadie Antoine Blondin, que desgranaba imágenes cada mañana de julio en L´Equipe: “Desde ayer los Pirineos son, para nosotros, el planeta Merckx”.

Y luego siguió hablando de la Luna, y de astronautas, y de cosas banales. De las que importan menos.

De las que no son Merckx.

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