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lunes, 24 de junio de 2019

REGRESO A ALCÀSSER JONATHAN MARTÍNEZ


REGRESO A ALCÀSSER

JONATHAN MARTÍNEZ
El 13 de noviembre de 1992, tres chicas del municipio valenciano de Alcàsser desaparecieron cuando se dirigían a la discoteca Coolor de Picassent. El 27 de enero de 1993, dos meses y medio más tarde, dos apicultores hallaron los cuerpos enterrados en el barranco de La Romana de la localidad de Tous. Las autopsias revelan que las jóvenes fueron violadas, torturadas y asesinadas. Se llamaban Miriam García, Desireé Hernández y Toñi Gómez. Miriam y Desirée tenían catorce años. Toñi tenía quince. El suceso escandalizó a la opinión pública hace ahora veintiséis años y el debate regresa en estos días debido a una miniserie documental producida por Ramón Campos y dirigida por Elías León Siminiani para Netflix.

A lo largo de cinco episodios, El caso Alcàsser nos conduce por un paisaje ruinoso de salas de fiesta demolidas y carreteras que ya no existen. Desfila ante nuestros ojos aquella España de los primeros noventa, el optimismo triunfal de Curro y de Cobi, el gobierno ya decadente de González y Corcuera. Resuena el eco techno de la ruta del bakalao y vemos un panorama de medias melenas, cazadoras vaqueras y chándales de táctel. El pueblo de Alcàsser, con poco más de 7.000 habitantes, iba a convertirse en la nueva capital de la crónica negra. La masacre de Puerto Hurraco había encabezado el podio tan solo un par de años atrás.

Llama la atención la inmensa cantidad de metraje disponible sobre los avatares de la investigación. Las televisiones recogieron con todo lujo de detalles tanto la noticia de la desaparición como las pesquisas hasta que por fin, en un clímax de sordidez jamás conocido hasta entonces, el duelo de las familias terminó convertido en espectáculo de masas. La serie de Netflix se detiene en la pugna de audiencias y recuerda el protagonismo de dos programas. Por un lado, Paco Lobatón lideraba en TVE el semanario Quién sabe dónde. Por otro lado, en plena emergencia de las nuevas cadenas privadas, Nieves Herrero conducía De tú a tú para Antena 3.

El tiempo, que es un tribunal inflexible, ha terminado por crucificar a Nieves Herrero como responsable de uno de los episodios más bochornosos de la historia de la televisión. Todo el mundo recuerda aquella retransmisión en directo desde el propio pueblo de Alcàsser. Las familias acababan de conocer que las niñas estaban muertas. “Vamos a compartir ese dolor”, dice la presentadora mientras las cámaras se adentran en la intimidad llorosa de los abrazos. Después llegó el funeral televisado, la multitud cabizbaja y los tres ataúdes llevados en volandas hacia el cementerio. Es difícil rememorar las escenas sin que nos preguntemos cómo fuimos capaces de participar de aquel circo despiadado.

Nieves Herrero, ella misma lo reconoce, actuó con una voracidad censurable. Pero no es menos cierto que la vorágine engulló de una forma u otra a toda la prensa oficial de aquellos tiempos. El propio portavoz de las familias y padre de Miriam, Fernando García, asume que la única forma de involucrar a la sociedad en la búsqueda de las niñas pasaba por alimentar el engranaje de los medios. Escucho a distintos periodistas de la época y todos reconocen que el caso había suscitado un interés insano y una competición encarnizada por arrancar una primicia o desvelar alguna pista novedosa. La audiencia, en última instancia, es una bestia hambrienta.


Puestos a despellejar a Nieves Herrero, no está mal recordar en qué canal se emitía su programa. Los autores del documental, que en cierto modo se ensañan con Tele 5, ni siquiera mencionan a Antena 3 y es comprensible. Al fin y al cabo, Bambú Producciones vende buena parte de su mercancía a Atresmedia. Ahí tenemos Velvet, Gran Hotel, Fariña, 45 revoluciones o Lo que la verdad esconde: Caso Asunta. Como estas páginas no las financia ningún magnate del oligopolio televisivo, podemos permitirnos el lujo de señalar a los inversores de Antena 3 que hicieron caja con el dolor de las familias. Estaba Mario Conde. Estaba el multimillonario thatcherista Rupert Murdoch. Estaba el emporio venezolano de Gustavo Cisneros. Presidía el tinglado Antonio Asensio.

Una vez aparecen los cuerpos, el festín mediático se desplaza hacia las teorías conspirativas. La serie que dirige Elías León Siminiani se demora en los aspectos más dudosos de la investigación y recupera la figura del criminólogo Juan Ignacio Blanco. Fernando García ya había manifestado su descontento con el relato oficial y Blanco llega para dar impulso a una investigación paralela. Noche tras noche, ambos fueron desgranando los pormenores de sus indagaciones en el programa Esta noche cruzamos el Mississippi de Pepe Navarro. La figura de Blanco no está exenta de controversia y sus adversarios lo consideran un beneficiario más del lucrativo negocio del dolor ajeno.

El guionista Álex Mendíbil advierte sobre el sesgo que proyecta la serie en el tratamiento de los testimonios. Así, las entrevistas con Blanco se presentan bajo luces duras y claroscuros que nos invitan a pensar en la guarida secreta de un villano. Fernando García, por su parte, aparece empequeñecido en un plano picado sobre un fondo industrial de colchones. También Luis Frontela, el forense que puso en duda la diligencia de las autopsias, interviene sobre un escenario caótico, asimétrico, que nos sugiere inestabilidad y desconfianza. Al contrario, los portavoces de la versión oficial se desenvuelven en entornos luminosos de alcurnia y prestigio, investidos en todo caso de dignidad en la puesta en escena.

Fernando García siempre tuvo la convicción de que la investigación se había cerrado en falso. Que Miguel Ricart, el único sospechoso encarcelado, no era más que el chivo expiatorio de una trama más compleja en la que pudieron haber intervenido altas personalidades. Uno de los giros de guión más desconcertantes tiene que ver con la tercera declaración de Ricart. Sostiene su abogado que la autoinculpación de su cliente ha sido arrancada mediante amenazas y bajo tortura. Dice que le han obligado a firmar una confesión falsa y menciona la asfixia mediante bolsa de plástico. Aquel viraje bien pudo ser una estrategia procesal, pero como hipótesis no resultaba descabellada. En 1993, Amnistía Internacional recoge en un informe numerosas denuncias de torturas y malos tratos en comisarías españolas. Un estudio forense del Gobierno vasco ratifica 62 casos de tortura solo durante ese año. A lo largo de 1993, mueren bajo custodia policial Gurutze Iantzi, Xabier Kalparsoro y Juan Calvo.

Aunque la serie de Netflix sugiera lo contrario, Ricart ha mantenido su inocencia desde entonces. La periodista del diario Levante-EMV, Teresa Domínguez, deduce que Ricart mostró arrepentimiento ante el fotógrafo Fernando Bustamante en una conversación de la que no existe ningún registro. Sin embargo, las cámaras de Antena 3 que persiguieron a Ricart tras la excarcelación obtienen otras declaraciones que el documental omite. “Mantengo lo que dije en su día. Que soy una puta cabeza de turco. Primero tengo que demostrar que yo no fui. Los hijos de puta que lo hicieron no tenían que salir de la cárcel en su puta vida. Lo que hicieron con esas chicas no tiene perdón de Dios”.

Es verdad que los cabos sueltos de la investigación han suministrado combustible para fantasías desmesuradas y acusaciones sin fundamento. La dinámica insaciable de la telebasura terminó instalando en el imaginario colectivo un cóctel de prohombres depravados, rituales satánicos y películas snuff. La fuga del principal sospechoso, Antonio Anglés, contribuyó a azuzar toda clase de especulaciones. Por si fuera poco, el crimen de Alcàsser se entrecruza con la leyenda negra del bar España, que nos persigue desde finales de los años noventa. Según las denuncias de las familias afectadas, unos ochenta niños de la residencia de Baix Maestrat de Vinaròs habrían sido torturados, violados y registrados en vídeo en orgías comandadas por autoridades del País Valenciano. La justicia ha desechado las acusaciones.

Pero si las teorías de la conspiración pueden parecernos excesivas, no es menos cierto que el relato oficial sobre el crimen de Alcàsser se muestra plagado de fisuras. Como mínimo podemos asegurar que persiste un ancho margen de impunidad. Que uno de los condenados permanece desde 1992 en busca y captura. Que la causa continúa abierta en un juzgado de Alzira y que no hay forma de descartar la participación de otras personas. Tal vez la condena contra Ricart sirvió para tranquilizar conciencias y restaurar la fe en los cuerpos policiales y en la judicatura. La realidad es que el caso Alcàsser representa el fracaso de las instituciones así como la bancarrota moral del entramado mediático.

La serie de Netflix concluye con un pegote postizo que encaja aquel triple crimen en la genealogía del movimiento #MeToo. Dice Layla Martínez que no hay forma de salvar los muebles cuando el documental prescinde hasta los últimos minutos de la mirada de género. Hubiera sido enriquecedor, explica, hablar de Alcàsser como paradigma de disciplinamiento para las mujeres. La España engorilada de la Expo, los Juegos Olímpicos y el Quinto Centenario tenía un reverso oscuro de jóvenes aleccionadas para el miedo. Lo cuenta Nerea Barjola en Microfísica sexista del poder: el relato mediático sobre Alcàsser es una forma de violencia sexual porque sirve para restringir la libertad de las mujeres mediante un pánico inducido. En tiempos de transgresión feminista, la historia oficial emerge para recordar a las adolescentes de los noventa que las calles no les pertenecen.

Al tiempo que conocemos la condena contra los cinco violadores de San Fermín, la miniserie El caso Alcàsser resucita viejos debates sobre la alianza entre la violencia sexual y el periodismo necrófago. Las mismas cadenas de televisión que en los años noventa convirtieron un pequeño pueblo valenciano en un plató, todavía hoy engordan las audiencias con vísceras de otros crímenes. Dentro de algunos años, alguien nos recordará la historia de Marta del Castillo. O la de Mari Luz Cortés. O la de Laura Luelmo. Y la Nieves Herrero de otros tiempos será la Ana Rosa Quintana de nuestros días. Y nos llevaremos las manos a la cabeza. Y nos preguntaremos cómo pudimos permitirlo.



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