BESOS ROBADOS
JONATHAN MARTÍNEZ
En un pasaje
inolvidable de Cinema Paradiso, el sacerdote de un pequeño pueblo siciliano
supervisa las películas que van a ofrecerse al público y sacude una campanilla
en cuanto los protagonistas se besan. Entonces, la tijera del proyeccionista
identifica los fotogramas pecaminosos y los amputa sin miramientos. Estamos en
los años cuarenta, la Segunda Guerra Mundial ha terminado y los parroquianos
del cine Paradiso montan en cólera cada vez que la censura les roba un beso.
“Nos reprimieron el amor, nos cortaron ese trozo de la película”, cantaba Joxe
Ripiau a finales de los noventa. También después de la Segunda Guerra Mundial
llegaba Gilda al cine Callao de Madrid y el público, muerto de hambre y
franquismo, abarrotaba las salas para ver a Rita Hayworth. En la escena más
memorable del filme, Gilda canta Put The Blame On Mame mientras se desprende de
sus guantes al ritmo de la música. Y claro, el escándalo fue mayúsculo. La
Iglesia calificó la cinta como “gravemente peligrosa” y algunos jóvenes
falangistas la recibieron cantando el Cara el sol. El caso es que aquella
pataleta puritana sirvió para excitar aún más la curiosidad de la audiencia.
Incluso llegó a correrse el rumor de que Gilda habría terminado de desnudarse
por completo si no hubiera sido por la tijera eclesiástica. Ahí tenemos en
precario eso que la era de internet ha llamado efecto Streisand. La censura que
se vuelve en contra del censor.
CHAPLIN, QUE EN
1940 HABÍA PROTAGONIZADO EL GRAN DICTADOR, UNA SÁTIRA FEROZ CONTRA EL NAZISMO,
ERA OTRO DE LOS AUTORES FULMINADOS. AQUELLA PELÍCULA SOBRE EL ASCENSO DE HITLER
NO PUDO ESTRENARSE EN ESPAÑA HASTA 1976
La caza franquista
de inmoralidades en el cine ha dejado para la historia algunos episodios
siniestros y muchos otros más bien entrañables. En la primera posguerra,
algunos nombres de Hollywood como los de Bette Davis o Joan Crawford fueron
extirpados de las carteleras. Charles Chaplin, que en 1940 había protagonizado,
con El gran dictador, una sátira feroz contra el nazismo, era otro de los
autores fulminados. Aquella película sobre el ascenso de Hitler no pudo
estrenarse en España hasta 1976. La alteración caprichosa de los diálogos
mediante el doblaje también hizo de las suyas. Una de las anécdotas más
conocidas corresponde al malabarismo censor de Casablanca. Si la versión
original definía a Rick como un tipo que “luchó contra el fascismo en España”,
el doblaje franquista lo convertirá en alguien que “luchó con el Anschluss
austriaco”. En La dama de Shanghai, el personaje interpretado por Orson Welles
se revela como un combatiente de las Brigadas Internacionales que mató a un
espía de Franco en Murcia y que no tendría inconveniente en volver a hacerlo.
El doblaje franquista nos arrebata esta confesión y Murcia se convierte en la
ciudad libia de Trípoli por arte de birlibirloque. Más torpe aún fue la censura
de Mogambo. Con la intención de camuflar un amorío adúltero, los centinelas del
orden y la ley convirtieron en hermanos a la pareja protagonista y lo que al
principio era una inocente historia de cuernos derivó hacia un revolcón
incestuoso.
En este clima
persecutorio, los creadores más díscolos se vieron obligados a aguzar el
ingenio y recurrieron a toda clase de triquiñuelas. Luis Buñuel, por ejemplo,
entregó a la censura franquista una versión más bien aséptica del guión de
Viridiana. Cuando por fin culminó el rodaje, transportó a escondidas la
película a París y la presentó al Festival de Cannes sin el visto bueno del
Ministerio. Viridiana resultó ser un filme blasfemo y anticlerical y además se
llevó la Palma de Oro. José Muñoz Fontán, director de Cinematografía del
gobierno franquista, subió al estrado a recibir el galardón sin ser consciente
del berenjenal en el que estaba a punto de meterse. Al día siguiente, en cuanto
regresó a Madrid, el ministro Arias Salgado lo destituyó de su cargo. Después,
el diario oficial del Vaticano reclamó la excomunión de Buñuel y Franco mandó
destruir los negativos. El resto es historia. Ya en las postrimerías del
franquismo, el director Carlos Saura y el productor Elías Querejeta conformaron
un tándem bien engrasado que aprovechó la atmósfera aperturista para burlar la
censura y burlarse del régimen. En 1974, tras el estreno de La prima Angélica,
los Guerrilleros de Cristo Rey llegaron a robar el rollo del cine Amaya de
Madrid. El Cine Balmes padeció un ataque con explosivos. A la ultraderecha no
le gustó ver en la pantalla a un falangista de camisa azul con el brazo
escayolado a la romana. El mismo marchamo simbólico tiene Ana y los lobos,
donde tres hermanos que representan tres pilares del franquismo –Iglesia,
Fuerzas Armadas y represión sexual– asedian a una joven extranjera.
LA LEY GENERAL DE
LA COMUNICACIÓN AUDIOVISUAL HA ENTREGADO LA CINEMATOGRAFÍA A LAS CADENAS DE
TELEVISIÓN, DE MODO QUE RESULTA BASTANTE IMPROBABLE RODAR UNA PELÍCULA DE ÉXITO
SIN HABER PASADO POR LOS DESPACHOS DE MEDIASET, MEDIAPRO O TVE
Ha pasado mucho
tiempo desde entonces pero la censura, como la energía, ni se crea ni se
destruye. Solamente se transforma. Así lo explica Víctor Erice, que en 1973
consiguió sortear todos los controles con El espíritu de la colmena, una
película que mitificaba a los maquis. La censura de nuestros días, dice Erice,
obedece a las leyes del libre mercado. La economía es una modalidad atroz de
censura porque acude al origen de la cadena y consigue que la película jamás
llegue a rodarse. Y si se rueda, consigue que la película jamás llegue a
distribuirse. La paradoja está servida. En un mundo donde se ha abaratado el
acceso a la tecnología y donde todos nos hemos convertido en creadores
espontáneos de contenido audiovisual, parece más difícil que nunca hacer cine
contestatario. La Ley General de la Comunicación Audiovisual ha entregado la
cinematografía española a las cadenas de televisión, de modo que resulta
bastante improbable rodar una película de éxito sin haber pasado por los
despachos de Mediaset, Mediapro o TVE. En otras ocasiones, los obstáculos son
de distribución. En 2014, Aitor Merino explicaba que la mayoría de exhibidores
se habían negado a poner en cartel su obra Aitor eta biok. Todo esto a pesar
del éxito que terminó cosechando en los cines donde sí se atrevieron. Han
pasado cinco años desde el estreno y ninguna cadena estatal ha querido emitir
aún este trabajo. Malos tiempos para la lírica documental vasca. Es fácil
recordar la que le montaron en 2003 a Julio Medem cuando quiso presentar su
película coral La pelota vasca, la piel contra la piedra.
Por suerte, quedan
algunos resquicios para la esperanza. Al menos este año pasado hemos disfrutado
de un thriller valiente como El reino, de Rodrigo Sorogoyen, que mete el dedo
en el ojo al caso Bárcenas y a la trama Gürtel sin necesidad de mencionarlas.
La película es tan flexible que nos permite acomodarla a muchas otras tramas.
El propio Sorogoyen menciona los EREs de Andalucía. De hecho, desde que se
escribió el guión hasta hoy, tanto Mariano Rajoy como Susana Díaz han pasado a
mejor vida. Otra película de 2018 que cruza todas las líneas del atrevimiento
es El rey, una pieza que Alberto San Juan, Luis Bermejo y Willy Toledo han
llevado a la pantalla grande después de haber arrasado durante dos años en el
Teatro del Barrio de Madrid. El formato escénico, la línea argumental
demoledora contra la monarquía y la presencia de un actor proscrito como Toledo
no han contribuido a que el filme haya tenido una distribución normalizada. Nos
quedan, eso sí, algunas salas valientes. Más o menos las mismas que han
ofrecido Black is Beltza, el largometraje animado de Fermin Muguruza. No todos
los días tenemos la ocasión de ver películas que combinan los Sanfermines con
Malcolm X, Angela Davis y las Panteras Negras.
Venimos de una
oleada de censura. La persecución contra los titiriteros. Los procesos contra
Pablo Hasél, Valtònyc, César Strawberry y los doce de La Insurgencia. La
Operación Araña contra tuiteros. El año de prisión para Alfredo Remírez.
Cassandra Vera y los chistes de Carrero Blanco. Los estragos indiscriminados de
la Ley Mordaza. Parece que el mundo del cine, tal vez más amodorrado y
acrítico, se ha librado de la cacería. Es cierto que se han registrado algunos
capítulos de boicot ideológico. Existen, por ejemplo, un puñado de películas y
series que TVE compró pero que el Gobierno popular nunca terminó de emitir. La
cadena pública mantuvo secuestrado desde 2012 El precio de la libertad, biopic
inspirado en la vida de Mario Onaindia. Fue necesario esperar a que el PP
abandonara La Moncloa para que esta miniserie de Ana Murugarren viera la luz.
Siete años después. Un buen puñado de obras han pasado por el mismo trance. Ahí
tenemos Volveremos, La Conspiración, La República o Tres días de abril, series
históricas que no encajaban en la línea política de los inquilinos de Génova.
En el pasaje más
emblemático de Cinema Paradiso, un viejo rollo de celuloide reúne todos los
besos prohibidos que la censura sacerdotal se había llevado por delante treinta
años atrás. Ojalá todo cambie para que expresar en libertad nuestras ideas deje
de salirnos tan caro. Que se carguen de una vez la ley mordaza y los falsos
delitos de apología y los de injurias a la corona. A ver si hay suerte y
alguien se toma la molestia de empalmar en un solo rollo de película todas las
canciones censuradas, todos los tuits fiscalizados, todas las opiniones
pisoteadas, para que dentro de treinta años, cuando ya nada importe, podamos
reírnos en paz de todo lo que no nos permitieron ser.
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