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sábado, 13 de abril de 2019

JAVIER MUGUERZA, AMABLE DISENSO


JAVIER MUGUERZA,  AMABLE
 DISENSO
JUAN CLAUDIO ACINAS

         Escultura de Santiago Sierra, Carrara (Italia), 2010

Fue algún día de 1973, una mañana, en La Laguna. Durante la clase de filosofía, el profesor, Javier Muguerza, había insistido en la necesidad de la reflexión crítica. A la salida, algo azorado, me atreví a dirigirme a él y comentar: “Bueno, sí, crítica…, pero tiene que ser constructiva, ¿no?”. A lo que respondió: “No, no, la destructiva, también”. Lo que me sorprendió (al estar anestesiado por demasiados tópicos) e hizo que, hasta hoy, cavile alguna que otra vez sobre aquel asunto… Aunque, en realidad, no debí haberme asombrado tanto: Muguerza había elegido precisamente la máxima destruam et aedificabo (Pierre-Joseph Proudhon) como uno de los lemas de nuestro Departamento (efectivamente lo era, nuestro, de estudiantes y profesores), el Departamento de Filosofía de la ULL.
Sin embargo, con la perspectiva que da el tiempo, sí sorprende que Muguerza planteara todo aquello muchos años antes de que elaborase lo que llamaría “el imperativo de la disidencia”, cuyo carácter principalmente “destructivo” (en sintonía con las tesis de Felipe González Vicén, también desde La Laguna) antes que fundamentar la obligación de obedecer ninguna ley (por consensuada o promulgada que esté), autoriza a desobedecer cualquier ley que el individuo crea en conciencia que es inmoral o contradiga sus convicciones más profundas. Un individuo (cualquier sujeto moral autónomo) que siempre ha de ser reconocido como un fin en sí o, de manera negativa, “como algo contra lo que no se debe actuar en ningún caso”. Tal es así que, por extensión, todo eso condujo a Muguerza hacia una fundamentación disensual (asimismo, negativa) de los derechos humanos, considerados como la expresión y el resultado de las luchas que, a lo largo de la historia, tienen lugar en situaciones donde prevalecen la indignidad, la falta de libertad o la desigualdad.
Así que aquella mañana de 1973, la simple observación de aquel maestro, hizo que, por mi parte, apreciara mucho más (no justo en aquel momento) a Sócrates (y su recurso a la reducción al absurdo para concluir que no siempre sabemos lo que creemos saber), que entendiera algo mejor a autores tan dispares como Friedrich Nietzsche (“derribar ídolos, eso sí forma parte de mi oficio”) o  Jiddu Krishnamurti (“decir ‘no’ requiere la más alta forma de pensar”), que admirara bastante más a Franz Kafka (“un libro debe ser el hacha que quiebra el mar helado que tenemos dentro”) o Karl Popper (“la irrefutabilidad no es una virtud, sino un vicio”). Incluso me permitió comprender a cineastas como Glauber Rocha (“no sé a dónde voy pero sé que allí no iré”) o músicos como Bob Dylan (“no sé dónde está la cosa, pero sé dónde no está”). Aún más, me persuadió de que la formulación negativa de la que se conoce como regla de oro de le ética (“no hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti”) parece mucho más prometedora que su versión positiva (“haz a los demás lo que quieras que te hagan a ti”), por lo menos, en caso de adoptar aquella estaremos seguros de que nadie nos atiborre a comer carne o a soportar algunos latigazos que puede que no deseemos pero por lo que se privan carnívoros y masoquistas.
Un asunto este (el de la crítica) que el propio Muguerza dejó muy claro al escribir que filosofar es una actividad más destructiva (preocupada por advertir el peligro de los pasos en falso) que constructiva (predispuesta a ofrecer a todos la ilusión de soluciones verdaderas). “Una empresa (la filosofía) destinada no tanto a urdir argumentos que nos ayuden a orientarnos desde el punto de vista de la teoría o de la praxis cuanto a echar abajo aquellos argumentos insatisfactorios que, incapaces de satisfacer nuestras necesidades en uno y otro sentido, tan sólo contribuyen a sembrar entre nosotros la desorientación”. Desde este enfoque, por ejemplo, contempló el sentimiento moral de la indignación, del que entendió que “no se halla tanto promovido por el sentido de la justicia cuanto por el sentido de la injusticia”. Pues mientras que sobre lo que la justicia significa es probable que existan encontrados desacuerdos, en cambio, “la injusticia es inmediatamente perceptible, sobre todo para quienes la padecen, y el espectáculo del sufrimiento de esas víctimas dispara de manera irresistible la solidaridad para con ellas”. De modo que la lucha contra la injusticia es la que, decisivamente, puede favorecer que construyamos una idea compartida de justicia hacia la que aproximarnos más y más, indefinidamente, una y otra vez. Algo, en general, muy en la línea de José Luis Aranguren, quien apostaba por la utopía negativa, consistente en “decir ‘no’ a todo lo que, siendo de temer que ocurra, se ha de luchar para que no ocurra”.
Tras lo cual, a mi juicio, habría que añadir que en cualquier acción negativa se perfila (implícita, borrosa, indirectamente) cierta afirmación positiva, el dibujo de otra cosa, de otra posibilidad (puede que ahora mismo imposible, no permisible o altamente improbable). Opinión esta con la que no estoy seguro que Muguerza estuviera al completo de acuerdo. Pero no puedo dejar de reparar en aquello de Marcel Schwob: “destruye, porque toda creación procede de la destrucción”; o, posteriormente y con otros afanes, Paul Virilio: “la negatividad es una tarea positiva”… Bueno, de algún modo, algo similar a destruam et aedificabo, ¿no?... Pensemos en muchos escultores, su trabajo consiste en crear suprimiendo lo que sobra de la materia que tienen a mano. Pensemos en los templos de Ellora (India) o Labilela (Etiopía) excavados y emergiendo íntegramente de entre las rocas de las montañas. Pensemos, en fin, que eliminar una injusticia hará siempre del mundo, por poco que sea, un lugar más soportable, un lugar algo mejor.
Sí, un lugar mejor, que podemos divisar en el horizonte hacia el que Javier Muguerza, pese a sus reticencias, nos enseñó a dirigirnos al avanzar. Aquel donde las discrepancias fueran tan amables como estimulantes y necesarias. Un lugar, para decirlo con Thomas Szasz, donde exista el derecho a pensar lo impensable, a discutir lo indiscutible y a desafiar lo indesafiable. No es poco. Y por esto (y por otros muchos motivos) siempre le estaremos agradecidos y, por supuesto, siempre en deuda con él.


         Foto: Sergio Urday

(Regalaba ramos de flores a la telefonista por las molestias que le causaba, celebraba el año nuevo chino en El rey de los pinchitos, en La Cuesta, dejaba billetes en cajas de resistencia por los pasillos de la universidad para sacar a los estudiantes de comisaría, se personaba allí para interesarse por ellos, llamaba “cipayos” a los ineptos políticos canarios afines al régimen, dimitió cada vez que quisieron que comulgara con ruedas de molino, era alérgico a la burocracia, finalizó el prólogo de La razón sin esperanza señalando que lo redactaba en el fin de curso de 1976, el vigésimo día de encierro del alumnado de filosofía en defensa de su derecho a continuar estudiando en Canarias… Un “máquina”, un caballero… Pablo Ródenas sabe mucho más sobre él, y conoce más anécdotas… Saludos).

Juan Claudio Acinas

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