INFORMAR ES CONSPIRAR
ANÍBAL MALVAR
Nuestros periódicos
de toda la vida han puesto cara como de asquito ante uno de los mayores
atentados contra la libertad de expresión desde que Liberty Valance arrasara el
Shinbone Star. Me refiero a la detención de dudosa legalidad de Julian Assange
en la embajada londinense de Ecuador. El fundador de Wikileaks se refugió allí
para evitar una persecución judicial orquestada desde EEUU que incluía
conspiración, violaciones falsas y otras lindezas. Durante los últimos siete
años, esa embajada fue su particular castillo de If, y en el momento de su
detención pudimos ver a un hombre físicamente destruido, un anciano de 48 años,
un muñeco roto y desgreñado que en nada recordaba al apuesto y arrogante
periodista que desveló las atrocidades del ejército estadounidense en sus
excursiones internacionales o el espionaje masivo a la población civil. En la
historia reciente de la humanidad solo otro tío ha proporcionado tanta y tan
buena información en tan poco tiempo. Aunque este útimo en plan menos
glamuroso, más torrentiano y bastante más viscoso. Hablo, como ya habréis
imaginado, del comisario Villarejo. No hace falta que os matice aquí las
notables diferencias entre uno y otro personaje.
El País trató el
tema de Assange con indiferencia, con un editorial blandito y muy lacayo con el
imperio, a pesar de que, en su día, el rubio australiano era uno de los suyos.
Con el diario de Prisa conocimos en 2010 los papeles del Departamento de Estado
yanqui. Una joya para los amantes de la verdad. Pero Washington no paga
traidores, y El País prefiere convertir el atropello en un asonante ni fu ni fa
de bonitas y vacuas palabras: “Assange merece un procedimiento justo [risas],
donde tenga la oportunidad de defender sus tesis y bajo ningún concepto puede
ser sometido a un proceso secreto, relacionado con la seguridad nacional de
Estados Unidos […]. Otra decisión daría crédito a la tesis de Assange de que
todo se trata de una argucia legal de EEUU para lograr castigar sus
revelaciones”. Me dicen fuentes de la Casa Blanca que, cuando leyó Donald Trump
estas bravas admoniciones, arrojó el peluquín rojo a la chimenea.
ABC, por su parte,
comprendió lo que había que escribir cuando Bieito Rubido se calzó la gorra de
marine: “La justicia cae sobre Assange tras perder el apoyo de Ecuador”. Su
columnista Hugues retrata al personaje como “genio infantil que pasó de hacker
a estrella política del planeta sin saber distinguir el materialismo histórico
de una nuez”.
Juan Luis Carrasco,
en La Razón, nos informa de que “ya ni siquiera le queda el gato que endulzó
sus últimos meses en la embajada”. En El Mundo se le califica de hombre “sin
patria”. Ni una opinión al respecto.
Lo cual que todos,
panfletos fachitas y panfletos progres, consideran inadecuado en este asunto
siquiera una línea sobre lo que significa libertad de expresión. Esos términos
son populistas, supongo, para la prensa actual. Ningún periodista jalea al gran
informador del siglo XXI. No es uno de los nuestros. Algo parecido nos ha
sucedido aquí con nuestra policía patriótica. Cosillas de Villarejo y tal. Nada
importante. Perro no come perro. Ferreras no come Inda.
Con este
precedente, informar y conspirar se han convertido en sinónimos. Y el
periodista puede ser destruido por famoso y chic que haya sido, por muchas
portadas de Time que haya acumulado, si el gobierno de un fascista se siente
molesto por alguna causa. Vergüenza, repugnancia, rabia y miedo en el siglo de
la información.
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