A LAS QUE SIRVEN LAS MESAS
ANDREA MOMOITIO
Periodista.
Coordinadora de 'Pikara Magazine'
A todas vosotras,
en primer lugar, mis más sinceras disculpas: por la falta de reconocimiento,
por no querer parecerme a vosotras, por no valorar vuestro trabajo ni soñar con
vuestros futuros. Conozco a muchas mujeres que, como yo, no hemos
querido/sabido aprender lo que teníais que enseñarnos. Mujeres que nunca nos
hemos interesado por coser, por aprender a cocinar o a limpiar como “Dios
manda”; que no sabemos planchar bien las camisas, mujeres que hemos rechazado
los aprendizajes de nuestras madres (y a ellas mismas) por creer que
representaban el pasado, una especie de mala suerte de la que nosotras sí
podríamos deshacernos. Mujeres que, en palabras de Gioconda Belli, peleamos
contra nuestras madres y por todas ellas:
Esta mujer de pechos en pecho
y caderas anchas
que, por mi madre y contra ella,
Cuántos saberes
populares, no reconocidos siquiera como oficio por ser labores, sus labores,
las que sigue siendo nuestras, han desaparecido en las últimas décadas a esta
orilla del mundo. Mi madre y mi abuela trataron de enseñarme alguna receta, que
no he aprendido, cuando me fui de casa. Ellas aprendieron, antes de que yo
entendiese cómo funcionaba una olla a presión, que estaba muy ocupada para
cocinar. Eso les hice creer, todo el día
de acá para allá, sin tiempo para nada, ocupada en asambleas,
manifestaciones, en un trabajo de verdad. Aprendieron ellas, antes de que yo
aprendiese lo importante que es hacer un buen guiso o cómo se pone bien la
mesa, que algo se había roto en la cadena familiar de transmisión de saberes. Y
de cuidados, claro. Porque son esos
trabajos los que sostienen el mundo. Y somos nosotras o, son ellas, las que
sostienen con su trabajo invisible este planeta. Yo, cada vez que decimos que
somos nosotras las que sostenemos el mundo, me muero de vergüenza y arrojo
lejos esa primera persona del plural. Son ellas. Las que sirven las mesas.
No siempre ha sido
así. Las mujeres no hemos estado tradicionalmente vinculadas a las esfera de lo
privado, de lo de doméstico. Beatriz Gimeno, en su polémico artículo sobre si
es compatible ser feminista y tener empleada doméstica en Pikara, aseguraba que
“el trabajo doméstico tal como lo conocemos ni ha existido siempre ni las
mujeres han estado siempre adscritas a él, sino sólo desde que se produce la
polarización extrema en la construcción del género, hacia el siglo XV; y sólo
también desde que el capitalismo define el trabajo abstracto y lo vincula a la
producción de mercancías, desde el XVII. Antes de eso, la contribución de las
mujeres a la reproducción material era considerada de similar importancia a la
del hombre”. Es curioso porque, a pesar de ser algo relativamente reciente, el
trabajo reproductivo es quizá una de las principales herramientas de este
sistema cultural y político, al que llamamos patriarcado, para mantenernos
sometidas o, al menos, intentarlo. Cuántas hemos crecido sin valorar esas
tareas, sin reconocer su importancia, sin darles la dimensión política que
merecen, dando la espalda a la tradición, a la genealogía, a la femineidad, al
punto de cruz, a lavar la ropa a mano para que no se estropee tanto, a las
vajillas que pasan de generación en generación hasta que preferimos una más bonita
de Ikea. Cuántas nos arrepentiremos de todo lo que no hemos aprendido, de todo
lo que no hemos querido aprender.
Teorizada la cadena
global de cuidados y la dimensión política del trabajo reproductivo, ¿cómo
vamos ahora a recuperar el tiempo perdido? ¿Cómo vamos ahora a pedir perdón a
todas las mujeres a las que hemos invisibilizado e infravalorado, consciente o
inconscientemente, obsesionadas por crecer, por volar, por romper con lo
establecido, por sentirnos diferentes y libres? ¿Cómo vamos ahora a recuperar todo esos pequeños saberes
cotidianos que nadie ha recogido hasta ahora? ¿Cómo vamos a enfrentarnos al
capitalismo voraz sin herramientas para sostener la vida en lo cotidiano?
¿Quién nos hizo creer que alguna podríamos ser igual que ellos? Me contaba
Federici hace unos que en los años 70, tanto en Estados Unidos como en Europa,
“el movimiento feminista abandonó por completo el terreno de la reproducción y
se empeñó, casi exclusivamente, en el trabajo fuera de casa. El objetivo era
conquistar la igualdad a través del terreno laboral”. Aquel mundo que quisimos
conquistar, sigue Silvia Federici, estaba plagado de lógicas de dominación que
sufrimos también nosotras hoy. En la actualidad, sin embargo, nos encontramos
con cierta vanaglorizacion de esos saberes tradicionalmente considerados
femeninos en una nueva versión muy al estilo cupcakes. “Es un tipo de
valoración del trabajo a nivel psicológico, pero no hay ninguna ruptura a nivel
político. Todo lo contrario. Es una válvula de seguridad. No es una cuestión
transformadora ni nada rupturista. Sólo significa que si tienes tiempo y dinero
puedes hacer tus pasteles en casa”, dice Federici. Porque no, no se trata de
que ahora nos pongamos a llamar de otra manera y a tratar de hacer preciosas
las magdalenas de toda la vida, se trata de que volvamos a casa a preguntar
cuál es la receta de nuestra familia.
Gracias a todas
esas mujeres que cuidan incluso estando enfermas. Incansables. Invisibles. Yo
que me paso la vida obsesionada por aprender, ansiosa por saber cosas nuevas
continuamente, por crecer y cuestionarlo todo y, sin embargo, tengo que
reconocer que no sé cuidar ni valoro lo suficiente a quien lo hace. No más allá
de los instintivo, claro. Qué verbo tan difícil de poner en práctica. No
pretendo defenderme, pero también es cierto que no se nos enseña a cuidar. En
el colegio aprendemos el sintagma nominal, los invertebrados, el despotismo
ilustrado, memorizamos el ante-bajo-cabe-con, dibujamos con perspectiva, nos
enseñan las tablas de multiplicar y las fuerzas aquellas raras de física, la
tabla periódica y el abecedario; aprendimos los False Friends, el subjetivo en
euskera, una versión de la Guerra Civil y tres millones de cosas más que luego
nunca nos sirven para gran cosa. Pero no aprendemos a cuidar. Mientras tanto,
es la vida la que está en juego.
Te acaricio ahora, y sé que no nacimos mañana,
y que de algún modo tú y yo nos ayudaremos a vivir,
y en algún lugar nos ayudaremos tú y yo a morir.
(Adrienne Rich)
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