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sábado, 29 de diciembre de 2018

LOS SIETE RISCOS...(NARRATIVA)


LOS SIETE RISCOS...(NARRATIVA)
DUNIA SÁNCHEZ
Y  corría el siglo XVI, los riscos se amontonaban en siete , en siete diabólicas cavernas, según decían, de mujeres expulsadas del pueblo. Siete eran ellas, Siete  almas vigilante de las cimas de todo lo que cursaba abajo, en la aldea. Sus miradas se perdían en las nieblas de un otoño precoz, duro, cruel, sombra de sus ojos blancos de tanta oscuridad. Fueron arrancadas de sus vidas cotidianas con el rajar de sus quehaceres , de sus saberes. Una escribía lo censurado, una leía lo prohibido, una sanaba con sus manos maduras en la noche cuando lo prohibido saltaba la muralla, una era partera con los métodos por ella misma creados y malignos ante la comunidad, una era música de las bellas melodías en un convento donde todo era clausura, una era en sus pensamientos vestía trajes de hombres y cabalgaba más allá del horizonte donde las olas rajan la libertad y llegamos la última aquella que pintaba todo mal de aquella sociedad y sus creencias.  Ahora vivían en el aislamiento, en esos riscos donde nadie podría llegar, donde nadie debía ir. Las llevaron para que ellas mismas se cruzarán con su propia muerte habiendo ya sido torturadas en esa atmósfera enrarecida de una aldea donde las órdenes la dictaba la iglesia. 
Una religión manoseteada por cruces en la deriva de todo lo que era pecado. Nacer mujer ya lo era en sí, catalogadas como bestias del callar y de la nada. Una sociedad marcada por hombres recelosos, envidiosos, usureros de su potencial, de su fuerza. Siete eran ellas, siete almas vigilantes en las cimas de los riscos. Mujeres con cicatrices ante la devastación de sus cuerpos ante el más cruel de los castigos. Amarradas por las manos, por las piernas, por el cuello, por la cintura. Arrastradas ante un público hermético , carcomidos por ideas erróneas. Pasadas por hogueras donde el fuego y la muerte jugaba a las carcajadas de las miradas que creían que serían su salvación, miradas hechizadas por el santo oficio. Siete riscos, siete mujeres. Desnudas, que solo se alimentaban de la dejadez de los campos cultivados cuando la noche llegaba.



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Los siete riscos con formas dispares , con rocas amorfas y filamentosas que prohibía todo pasa para cualquiera de la aldea. Una aldea grande, conformada por una iglesia donde epicentro de sus movimientos. Una arquitectura amplia, convencida de que así llegaría a su Dios ¡Qué Dios¡, me pregunto. Un Dios erguido en la conciencia de sus fieles a ras de la muerte de la libertad, de la paz. Todos asentados en ella como si fuera tempestad que no hay que despertar sino elogiarla, levantarla, pulirla de rezos y rezos a cada momento cuando las campanas replican. Todo lo demás era tierra, tierra fértil donde se quiera que se mirará y más allá envuelta por un mar precipitado en cierto punto de un mundo donde se creían únicos, exclusivos de su adorado Dios. Una isla, sí es solo una isla en medio en el más extenso de los océanos y solo una orden inducida a las más severas penas cuando alguna alma propagaba su lucidez. Todos ojos cerrados. Todas riendas de una fe ciega. Todos ignorantes de las verdades de aquellas siete mujeres de los siete riscos. Ahí la nada soportaba con todo su esplendor el espectáculo más allá de las mareas. Ellas podían ver, cada una en su risco, otras maneras de vida, otras formas de absorber la frenética brisa fuerte del otoño, del invierno, de un día cualquiera. De los siete riscos caía en su larga cabellera hasta llegar a la aldea todas las formas de naturaleza de aquella ínsula. Tabaibas, cardones y un etc  de elementos nacidos de la madre naturaleza. Llegar a los sietes riscos era prácticamente imposible, solo las siete mujeres, solo los aborígenes antecesores de la  mentira danzaban con sus saltos en ellos ayudados por un palo, un palo grande. Nadie lo sabía pero, allí, en los siete riscos ya había sido habitado. No por estas siete mujeres sino por las vidas ahora esclavas de sus antecesores. Vidas calladas en el tortuoso trabajo diario. Vidas amputadas ante el poder aberrante de unas creencias que empoderaba el rechazo. Vidas tratadas como absurdas, bajas, menospreciados por aquellos considerados avanzados.


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Los siete riscos cuando eran amenizados por la corriente del alba tomaban la tonada de la madre tierra, de esa siete mujeres presas en la soledad y el callar. Amanecía con la tonada de un otoño soleado que incidía en una de las cuevas a medida que tiempo recorría el horizonte eterno. Ellas, llevadas por el despertar esbozaban cierto grito en medio de aquel virgen espacio. Las sietes se acercaban a la entrada de la cueva y cerraban cada una mientras el movimiento del sol las seguía los ojos. Elevaban los brazos como ola que viene y las llevan a una respiración profunda en medio de rocas laváticas de miles de años. Ellas, las siete mujeres , no se conocían , solo, el aliento gélido de la mañana llevaba cada una de sus voces, sus siete voces a la otra. Por ello no se sentían solas en ese templo natural del silencio. Solo, salpicado por algún ave a la caza de su presa. Luego, se miraban sus manos, en ellas giraban todo el placer humano, de sus sentidos destinado al aislamiento pero con la confluencia de la naturaleza. Abrían los ojos, los catorce ojos paulatinamente y con el ritmo del astro rey y examinaban todo lo que tenían a sus alrededores. Hondas, profundas se sentían satisfechas, cada una en su risco. Riscos que marcaba el paso de horas a medida que ellas cantaban la canción del abandono, del desahucio de la aldea donde habían nacido, crecido con las vertientes negativas para otros. Ellas, las siete mujeres de los siete ricos se hallaban en la plenitud, eran felices. Aunque el otoño apriete el crepúsculo del día las atizabas de una alegría inmensa. Una alegría ausente en las mentes escalabraras de la aldea, la enorme aldea. Y el canto empezó cronometrado por la naturaleza, cada una anunciaba en ese  chillido desmesurado sus deseos, sus propósitos. …


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He dicho tantas cosas
En el moliente sendero de alas caídas
Que soy encuentro con la voz dormida
En los vientos nortes.
He dicho tantas cosas
En la muralla de lo oscuro
Que ahora me busco, me encuentro
En los vientos nortes.
He dicho tantas cosas
Donde se agazapa frágiles pensamientos
Que ya no escucho, que ya no menciono
En los vientos nortes.
He dicho tantas cosas
Donde impera la mentira de los amaneceres
Que en el silencio despierto
En los vientos nortes.
He dicho tantas cosas
Muertas en el olvido, desheredadas
Que soy espíritu vertical
En los vientos nortes.
He dicho tantas cosas
Rotas en el empeño sordo
Que ahora soy vigía de luz
En los vientos nortes.
He dicho tantas cosas
Donde el cansar se acuesta a mis espaldas
Que ahora libre curso los deseos
En los vientos nortes.

Y las siete mujeres de los siete riscos así cantaban, cada una con su paso, cuando el turno las alumbraba en el eco del amanecer.  Se acogían un cielo despejado pero de nubes venideras de lluvia. La aldea estática parecía también circular en sus hábitos cotidianos, costumbres presas del miedo, del terror a la cruz en llamas apagadas en cada recoveco de su inmensidad. Ahí viene la lluvia, riscos plagados de arroyuelos aletargados que ahora eclosionaban con el valor corriente abajo. Y las siente mujeres dde los siete riscos continuaban cantando la misma balada del alba. El alba…el alba impregnado por el renacer de lo verde en un lugar yermo, áspero, usurero. Tierra agradecida cuando unas pocas gotas acarician su piel libre, a la intemperie de las emociones. Libre como las siete mujeres de esos siete riscos. Alimentadas por el delicioso y frágil aroma de la naturaleza, de lo salvaje…


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Los lamentos aparte, desconocido para estas siete mujeres de los sietes riscos. Se sentían conformes con las pisadas dadas cuando su vida se abriga de la aldea, de la gran aldea. Ellas seguían con el tarareo inacabable con el paso de ese amanecer tan pletórico para cada una de  ellas, como si nacieran de nuevo enroscadas a la fortaleza de lo bonancible, de lo bueno para ese estado ahora de cárceles prendidas por cada uno de los siete riscos. El remordimiento de cada una de sus hechos, de sus cavilaciones, de sus actuaciones las llevaba a erupcionar como hijas de callados besos, de callados caricias a medida que las estaciones pasaban. Sí, erupcionar con la respiración profunda de sus sentidos, siempre, en vertical . Ausentes de la necesidad de comunicación con cada uno de los aldeanos. Cada una de ellas sabía que se encontraban ahí, en cada uno de los riscos al derredor del extenso pueblo. Es como si fueran vigías eternas de lo que allí debajo pasaba. Satisfechas con cada acción del ayer seguían con la tonada a medida que la mañana se estiraba hasta el gozo del sol en su plenitud. Una plenitud que las llevaba a un canto unísono, un canto que hacía siempre estremecer la faz donde ambulaba aquellos que se burlaron, que atacaron, que manipularon para que las siete mujeres de los siete riscos terminarán así. “ Vivir, vivir y vivir. Hemos vivido tantas cosas , tantos hechos que ahora somos hijas de sutiles palpitaciones de las aves que nos abrigan cuando la mañana gira y gira entornos a nuestras manos satisfechas, sensibles, emocionadas cuando despertamos y somos reflejo de los soles guardianas en la cumbre de su alegría. Ven sol…ven. Hemos vivido tantas cosas que ya no buscamos. Nos encontramos en las entrañas recónditas de nuestros latidos aun visibles, aun existentes en la conmemoración de una nueva jornada. Nosotras mujeres, mujeres hechizadas por el curso de estos manantiales secretos. De ellos beberemos. De ellos nos alimentaremos y llegará el día en que nuestra vida sea espejo de otras, de muchas otras. Hemos vivido tantas cosas que el soplo de este viento del norte nos anuncia ya el mañana. Un mañana donde las flores maduras nos recogerán con sus brazos abiertos”.  Y la altea temblaba, existía un cierto temor, miedo a estas. Sangraban de prejuicios, de supersticiones elaborada por la propia iglesia…


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Y todo era temblor, tanto , que los árboles emanados en la misma aldea desprendían sus raíces de la honda tierra y caía, tanto, que las hojas desparramadas a ras del suelo agonizaban en un llanto  de sangre. Los rostros se paralizaban y estáticos miraban al cielo. Un cielo inmutable, sereno, con el los filigranas solares deslumbrados los ojos abiertos de terror de las gentes de ese pueblo. Se abría la superficie pero nadie caía muerto en sus fosas, solo el temblor.  La culpa los espantaba, los escandalizaban. No se movían sino dejaba que la mañana dejara como de costumbre de estremecer sus tullidas seseras. Sí, la culpa. Se sentían pecadores ante la iglesia, esa gran iglesia construida en medio de esa especie de ciudad. Cuando acababa, todos, con la celeridad de sus almas adulteradas iban a ella. A esa iglesia de siglos donde seguro que con sus rezos de rodillas los salvaría un día más. Entonces, por una de sus columnas salía el cura, el sabedor de todos los hechos y tempestuoso declamaba una oración. “ Por la fe de Dios, nuestro dios, nuestro padre nos reunimos aquí como verdad de la purificación. El os perdona, os salva de cada pecado cometido mientras sigáis con la promesa de profesar sus reglas, sus palabras ¡oh Díos¡ perdona a estas personas , personas que algún mal han cometido y por ello perdónalos ¡Alabanza al señor¡ nuestro Dios. Ya podéis ir tranquilos, la calma viene con el perdón ¡Alabanza al señor¡ Todos con la cabeza gacha murmurando la oración “ Alabanza al señor, que nos perdone. Cual mía …culpa mía”. Cada cual iba a sus labores, esos quehaceres propios  como si no hubiera pasado nada, como si ese perdón los aliviara por esa jornada de una aldea destinada en una isla en medio de los océanos, rodeada por los sietes ricos de las siete mujeres.


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Cuando todos los feligreses se difuminaron en sus deberes el cura de la iglesia salió, silencio, se dirigió al convento benedictino. Allí, los monjes estaban en consejo de importancia después de los maitines reunidos donde comían. Conversando de los sucesos que achacaban a la diminuta ciudad en esos meses. El abad tomaba la palabra y preocupado por los hechos se llevaba las manos a la cabeza. El sabía lo que ocurría, mientras, el cura ignorante no encontraba la solución del por qué ese mal cuando la mañana asoma. Pidió el callar a los cenobitas que eran monjes sujetos al abad y vivían en el convento. A un ermitaño que andaba de paso lo miraba fijamente. Tú, serás el elegido ante este atropello de las mañanas, ante este terror que vive está aldea pecadora en el continuar de los días. Toco y toco la gran puerta de madera del monasterio pero nadie abrió, por un momento se fijo en su alrededor  y en esos sietes riscos rodeando la aldea. Ellas culpables, se dijo para sí mismo. Ellas, vengadoras de mi gente los ha cegado y creen que el infierno con el fin de sus vidas se aproxima, lento, pero se aproxima. Ellas merecen el peor de castigos, la muerte. El párroco al no sentir nada entró. Todo era vacío, nadie ambulaba por aquella arquitectura monástica. Se dirigió al comedor, donde los monjes se reunían pero la puerta de este también estaba cerrada. Puso su oída en ella y escuchó una voz de su interior, era el abad. No distinguía muy bien lo que hablaba pero sospechaba que sería algún tema relacionado con los movimientos de tierra existentes, con el pánico suscitado en la población. Entró sin pedir permiso lo que el abad con ojos de furia y severo lo miró. No, no se llevaban bien. Un malestar existía desde hace años por esas condenas a los más indefensos, por esas torturas habidas sin solidez que las amparara. Lo echó como se echa la malévola presencia ante los ojos desteñidos de sufrimiento ¡Fuera¡ dijo. Estamos reunidos. Cuando acabe me conversaré con usted señor cura. Un señor cura que se sintió tormentoso, tempestuoso, agrio, áspero, solo. Fue hasta el patio central, miro el cielo las nubes espesas se iban acumulando en la aldea ¡Brujas¡ ¡Más que malditas brujas¡ , se dijo en tono desaforado…


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En el origen central del monasterio miro el pozo. Hacía allí se dirigía sus pisadas cimbreantes, indecisas inmiscuidas en la celeridad de su razón. Una razón que asoma a un pozo con agua y la lluvia empezaba y la lluvia vertiginosa y grosera apaleaba su espaldas, sus ropas. No dejaba mirar el pozo, aguas turbias desfiguraba su rostro. Se veía con un sudor febril que lo conducía a la desorientación de sus dictámenes ¡ Tu, Dios ¡ ¡Me hostigas  con el dolor de mi pueblo¡ ¡Qué decirles¡ ¡Qué decirles, te lo suplico¡ El cura muerto en vida, con el temor de tumbas sobre sus ojos gritaba y gritaba con una voz temblorosa, atizada por el pánico y el terror. La aldea se hunde cada estación más y más. Y ahora rozando el invierno que será de nosotros, los siete riscos donde andan esas malévolas mujeres nos empujan al desorden, al caos ¡Ay Dios¡ no nos aflijas así. Detenlas, amarraras en la nada, en las tinieblas de la inexistencia. Hay que acabar con ellas, descuartizar cada parte de sus cuerpos y echarlos a la hoguera ¡Ay Dios¡ No hay perdón para esas bestias del infierno. Y la lluvia cada vez más densa, cada vez más desatinada aprisionaba más y más los ojos descolocados del cura que se enfilaba al pozo. No se conocía, un estado comatoso recorría su mente  enferma, su mente separada de la realidad ¡No¡ ¡No habrá perdón para esas almas de la mala fortuna, de  sanguinarios sentidos ¡ ¡No¡ ¡No habrá perdón¡ ¡No¡ ¡No habrá perdón¡ De rodillas cayó al suelo donde el barro y la impertinente lluvia hace de él un amasijo de alma en pena que vaga en el sin orientación. De pronto, el abad asomado a la puerta lo divisa. Por sus pensamientos no discurre nada, enfurecido y energético ante la escena deprimente, calamitosa se dice ¡Pobre diablo¡ Ante la mirada atónita del abad y sin darse cuenta que se acercaba a él se erguió de nuevo. Otra vez sus ojos descoloridos, desorbitados  se cayeron  en ese pozo ¡No¡ ¡No habrá perdón¡ ¡No¡ ¡No habrá perdón¡…
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Los ecos del curo se escuchaban las siete mujeres de los sietes riscos. No, no había pena. Su dolor era consecuencia de cada castigo aberrante, sangriento de sus ayeres. Su grito escupía cada alma estrangulada en el ayer, cada rajada esencia en el curso de su vida. Lo envolvía una lluvia feroz y ante su final la bruma volvía. En sus ojos se construían espíritus moribundos con sus quejidos. Las siete mujeres de los sietes riscos reían y reían y cuanto más su alegría era más potente más contagiaba al cura de fantasmas del ayer, del hoy. Ellas, no culpaban a los aldeanos en sí. Toda culpa era de él y de sus antecesores. Las siete mujeres de los sietes riscos con la visión de la bruma que hacía de velo para el pueblo bajaron un poco de sus alturas, dejaron sus respectivas  caverna para observar como las cabras descendían por esos siete riscos hasta que la pesada bruma las hacía invisible. Ellas se quedaron en el límite. Bebían de esa agua purificada y de la leche que estas habían dejado en unos cuencos de piedra ¡La naturaleza¡ Compenetradas con ellas , con las siete mujeres de los sietes riscos. Se ayudaban de un gran palo para sus bajadas y subidas. Un palo preparado ante cualquier tormenta en medio de alguna noche de luna al son de los movimientos de una hoguera. Las mujeres de los siete riscos no se encontraban, solo con el canto y sus deseos el efecto de hacer y saber que se encontraban allí. No había caminos para llegar donde ellas estaban y sus pies abrigados con piel de cabra eran los únicos que conocían  a la perfección ese remoto sitio. Durante esa mañana y muchas, tras su canto se sentaban en una roca y silbaban a la brisa. Numerosas especies de pajarillos se arriban a ellas. Sí, a ellas, a las mujeres de los siete riscos. Con ellas conversaba lo que la una quería decir a  la otra, lo que la otra quería decir a una. Respiraban profundamente y el aislamiento al que habían sido sometidas no  lo detectaban en sus rutinas diarias. No, no lo palpaban, la madre tierra les respondía cuando anhelaban algo, la madre tierra de acuerdo con todos los seres de aquel lugar las acogía como circulo de bellos respeto mutuo. Para las siete mujeres de los sietes riscos era una cura, una cura ante todo ese pasado agónico…


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Llega la calma allí en los sietes riscos, allí en la aldea. La lluvia enmascarada por un cielo fielmente celeste perfecto. Una limpieza que hace que todos miran hacía él y arrodillarse ¡Bendito sea Dios¡, se escucha la voz acoplado a un murmullo incesante en la aldea. La niebla invisible ahora hace que todos vivarachos se encadenen a sus rutinas. Las siete mujeres de los siete riscos miran maravilladas por lo agraciada, por el don de esa tierra. Todo verde que en contraste con la bóveda celeste daba un cierto aroma a equilibrio, a paz. Se recogían a las puertas de cada una sus cuevas y desde allí vigilaban el tranquilo océano, el cotidiano andar de la aldea. Un océano cuya calma les hacia respirar a las siete mujeres de los siete risco bienestar, benevolencia. No sabían cuando se verían , pero algún día cuando las normas de la naturaleza les indicará y se encontrarían. Se darían las manos, se abrazarían, se besarían y después el retorno a cada una de sus grutas. Cuevas donde ellas hacían cada una lo que más le gustaba. Comienza una música bella, con sus manos rasgueaba un arpa construido por ella misma ahí, donde la insonoridad y el sonido de las olas era sutil. Un arpa con ojos cerrados danzando la melodía de la buenaventura, de las dulces aves que se posaban a  escucharla. Una música que resonaba en aquellos siete riscos oyéndola aquellas seis mujeres. Ellas quedaban embelesadas con la exquisitez poblando cada uno de sus espíritus.  Y les entraba ganas de bailar, así, al son de la mañana, al son del arco iris bienvenido en aquellos lares. Y bailaban, se dejaban ir en el curso de la música, con su ritmo, con esas notas agraciadas de calma. Unas notas que se alargaban hacían debajo de los riscos y llegaba al pueblo. Algunos la escuchaban, otros no. Solo aquellos que están en discordia con lo que le habían hecho oían la armonía de su arpa y se alegraban porque aun estaba rondando la existencia y, otros lloraban por el aislamiento que estaba sometida. Melodía voladora, impregnada de pétalos de amor para cada uno de los oyentes.


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La jornada continua, las ballenas que escuchan salen a la superficie y con un canto a la vez de gratitud y melancólico callan al arpa. Las siete mujeres de los siete riscos las siente y una de ellas, la que escribe se ve envuelta en las mareas del ayer. Esas mareas en estado tempestuoso que le arrebataron a su amado. Como sumisa a un sueño largo comienza a escribir, comienza a recitar ese pasado arrasado por las corrientes marinas, por un mar de fondo revuelto y mentiroso que se lo llevo.
Te veo
Imagen condicionada por el rumor de las ballenas
Que aquí están.
Llorar y llorar
En el auge de sus cantos penosos
En lo ancho y mortal del oleaje.
Te veo
Vienes a mí,
Lánguido, con los labios atados al adiós.
Adiós al amor.
Adiós a las caricias de tus labios
Adiós al perfume de tu vientre.
Te veo
Vienes a mí,
Con el amargo aliento del tiempo pasado.
Las ballenas azules se callaron ante la triste palabra de esa mujer. Todas,  eran lágrimas por la angustia de sus versos. Y el arpa trato de arreglarlo con una balada danzarina, risueña en aquellos siete riscos. Entonces, la escritora como si de una pesadilla se tratase despertó. Escucho el ritmo feliz y fue olvido de su pesar. Pesares y pesares, las siete mujeres de los siete riscos tenían de alguna manera  un pesar. Un pesar llevado por el viento fuerte de las estaciones que pasaban por sus cuerpos. Un pesar lejano que alguna que otra vez venía pero se iba como portentosa amabilidad y concordia a su hoy. Un pesar que todos llevamos pero que no se delata de manera maliciosa  sino efervescente construcción de nuestros pilares en las singladuras que quedan por vivir. Un pesar de todos los errores de ese ayer de esas siete mujeres de los siete riscos. Sí, ese ayer, por qué también nos equivocamos y a veces en una infinidad de ocasiones. Pero bien, así es la existencia, rectifican, borran y toman el relevo bueno para seguir. Sí, seguir como siete mujeres de los siete riscos en valentía y fortaleza...Y el arpa era caravana de inquietantes sonrisas para todas, reírse solas, por qué no. Todo es saludable en esos siete riscos donde todo a veces es quietud enhebrada por la visión de las sietes mujeres del todo, de la nada…


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¡Márchese¡, calmo le dijo el abad al cura. Su aspecto es lamentable, ha perdido la razón. Por la sangre de Cristo, nuestro Dios, ¡márchese¡ Ya tendremos un diálogo usted y yo cuando su mente se centre, cuando se asee, cuando se limpie de un cavilar enrarecido en lodazales que usted mismo ha creado ¡Márchese¡ ya es hora, no quiero que los monjes lo vean así, no soy capaz de dar respuesta a su estado caótico, destrozado, esto desfavorece a nuestra comunidad. Cúrese primero de pensamientos nefastos y luego conversaremos. Ya pasaré por la iglesia, cuando usted se sirva de la buena voluntad y del atemperar de su sesera. Ahora, ¡márchese¡ se lo ruego. El párroco alzo su cuerpo y con su desastrosa sotana, pálido, mediocre, tambaleándose se fue. Salió confuso del monasterio. El abad lo vigilaba, lo examinaba de lejos y comentó para sí mismo “ Pobre criatura nacida de las infernales patrañas del correr de los siglos. Todavía…sí, todavía estamos atravesados por lanzas deprimentes de juicios falsos, de ideas equivocadas que se han apoderado de su razón. Una razón que ha extendido en cada sermón a sus feligreses” Se aproximó al pozo, ese pozo donde el cura miraba y miraba y se arrodillaba. La lluvia fuerte ya no era presencia, un haz de un sol otoña incidía en sus ojos claros, en su tez madura. Miro dentro y vio reflejada la luz del día, la nitidez de su agua. Con sus manos en forma de cuenco bebió de él, sabía que los monjes desinquietos estaban presenciando el acto. Un acto efímero, un acto de un pequeño instante donde el tomaba la sabiduría de la vida mientras escuchaba el arpa. Sí, el también lo sentía y le daba gusto. La verdad se encontraba en esos siete riscos de las siete mujeres. Un dolor hondo lo embargó. La desdicha de aquellas mujeres, de esas siete mujeres de los siete riscos lo aprisionaba en una impotencia. Bebió más agua de ese pozo mientras meditaba, mientras una pequeña gracia se volcaba a su corazón ¡Qué pasaría por la mente de aquellos monjes en su actitud¡ Se hacía como el despistado, disimulando que a sus espaldas todos lo observaban dudosos del continuar de la jornada.


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Los siete riscos de las siete mujeres, un templo mirando al mar, a la tierra de esas islas perdidas en la inmensidad de un mundo observado por astros a medida del paso del tiempo. Desconocidas montañas que barranco abajo, que barranco arriba respiran lentamente cada instante que concurre en sus raíces. Las siete mujeres, de los siete riscos abogando por la sonoridad de sus deseos, de esos sueños reales que tatúan sus venas. Ellas tendrán que da un giro al desorden de una cultura compulsiva en restos del ayer. Y allí nada cambiaba, todo igual, el mismo paisaje donde rocas estáticas y flora amarilla como escoba o azul como el trajinaste lo impregnaba de una sabiduría rara. Dragos en cada secuela de su piel, agrietado, escarpado, de difícil acceso solo para aquellas siete mujeres de los siete riscos. Dragos abrazados al lugar como hijos de la tierra , con sus raíces bien amarradas aquellos terrenos vacíos de amo. Y las siete mujeres de los siete riscos es a lo único que poseían respecto. Porqué ellos, dragos  cientos de años , las curaban de todo malestar en sus cuerpos, en su sangre. De cada daño causado en su vida casi en la intemperie. Incluso bebiendo de el cuando el agua era escasa, cuando la estación del sol y sequía discurría apresándolas en un calor chillón, terrible. Así eran mujeres, siete mujeres sanas, verticales, escudos a cualquier tormenta viniera de donde viniera. Mujeres que abogaban por dignidad de sus días, esos días enclavados en los siete riscos. Bajaban y subían, subían y bajaban pero nunca rondaban la aldea.  Por la vertiente norte, por la vertiente sur o como según se mire de sus riscos iban hasta donde las olas inmersas en nobleza las atendía para que sus cuerpos desnudos se sumergieran al son de las lunas, de los soles que andaban amenizando las horas en aquella isla. Era curioso pero ese baño era igual para todas ellas, a la hora exacta, en el día exacto. La tentación las sacudidas como hechizo de las olas, de la espuma blanca acariciando la orilla y un jardín de nubes animadas al son de su entereza. Cuerpos que se sumergían, cuerpos que emergían con la danza desigual de las mareas.



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Ah, ya estoy aquí, en mi aldea ¡Ciudadanos¡ Pueblo mía, salid. Salid aquí donde la ejecución será eminente. Tengo que hablaros, contaros. Todo esto tiene que acabar. Las malditas hechiceras con  olor invisible, con una maldición callada nos han llevado a la confusión, a un enfebrecido sudor que nos acorrala ¡Basta¡ Y grito ¡Basta¡ Tenemos que pararlas ¡Detenerlas en su afán de destrucción, del mal¡  Los jardines del infierno borraran sus secuelas. Ah, ¡Ciudadanos¡ amigos míos, las cazaremos como batida de lobas que dan nauseas con sus colmillos . Sí, vosotros no veis sus colmillos pero yo lo sé, sé que los tienen arrebatados de sangre. Quieren acaban con esta aldea y ser ellas resonar del poder ¡Venid¡ ¡Venid a mí¡ No me veis, el insolente insomnio ante las tétricas maldades de estas nos no dejan respirar, nos asfixiaran hasta que nuestra lengua sea arrancada ¡Ciudadanos¡ Pueblo mío, venid. Ir preparando las antorcha para cuando la noche llegue a nosotros y ascenderemos a esos siete riscos al encuentro de esas. Mujeres mundanas, mujeres violentas, mujeres embrujadas en las artes de la magia negra ¡Ciudadanos de este mundo¡ Miradme, mirad como estoy , como están ustedes. El terror mordiente nos azota y hay que acabar con él. Preparad en el centro de la plaza las hogueras para cuando sean cazadas. Qué el rumor pase de unos a otros, todos iremos a esos siete riscos donde Lucifer las oculta. Y así llego el cura a la aldea, cubierto de barro y desolación, con un quejido que hizo que todos se arremolinarán a su derredor. Los más creyentes tiritaban de pánico, aquellos que la fe los cegaba a las palabras de este hombre. Los que no, lamentaban los gritos, estos no querían la muerte de las siete mujeres de los siete riscos. Y seguía , y seguía…preparad todo para la noche sin luna venidera, azadas, cuchillos, espadas, lo más dañino y amenazante que tengáis en mano. Todos pueden ir, incluso los más pequeños para que vean la verdad ¡La verdad de Dios¡ Repetir conmigo ¡La verdad de Dios¡ No, su estado era anormal, su blancura verdina los asustaba, sus gritos desesperado los atormentaba. ¡Muerte ven¡ arrímate a esas malhechoras mujeres y estrangúlalas ¡Sí¡ quemarlas, que no quede rastro de ellas. Por los sietes riscos arrastraremos sus cuerpos de serpiente hasta aquí, hasta esta plaza donde el fuego las espera y solo serán cenizas. Barrer y barrer ese jardín marmóreo de la mala fortuna en el saltar de sus ojos huecos ante las llamas. Así será, Dios mío…así será.


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Emergieron de las aguas infinitas, eternas de aquel océano. Desnudas, en la orilla, las caracolas rezumaba un aviso, una alerta que ellas solemnes escucharon. El canto de las caracolas a la deriva de la tristeza, con una cierta melancolía y dejadez las capturaba en un cierto desconsuelo. “ Y vendrán…y vendrán las tempestades de la mentira y os rasgarán las espaldas, pesadas, livianas hacia una fosa anónima en el paso de la memoria. Y vendrán…y vendrán las llamaradas que arderán en vuestras carnes, en vuestros sentidos. Huid…huid por el amplio monte donde la espesura de las arboledas es oscuridad a quien intente tocaros. Huid..huid mujeres donde lo cierto ambula en vuestros corazones. “  Sintieron la voz del peligro, de la alerta. Inmediatamente el cielo se volvió cenizo, otra vez venía la lluvia. Ellas, las siete mujeres de los siete riscos , miraban esas nubes violentadas por el gris más embustero, por el gris más enfermo como la aldea. Sí, una aldea enferma, diezmada por el correr de los siglos y siglos, estancada en el miedo a un Dios inexistente, solo, devorador en las palabras de un cura atrofiado “ Y vendrán y vendrán los hombres y mujeres de hiel, hienas ensangrentadas del castigo impuesto” Las siete mujeres de los siete riscos abrieron los ojos cuando la lluvia temperamental aguijoneaba sus cuerpos. Las siete mujeres de los siete riscos estiraron sus brazos en forma de cruz y giraron sobre sí mismas. El océano detrás que se había vuelto de repente plomizo, revuelto, violentado por la tronadora ventolera que venía “ Y vendrán y vendrán risco arriba a vuestro encuentro, arrasando el todo, dejando la nada, el vacío ..” Callaron las caracolas y un quejido agónico se desprendió del mar, eran las ballenas en su grito incompresible del por qué, del por qué tanta sangre derramada incoherente, ilegible para ellas. Las siete mujeres de los sietes riscos se detuvieron, con sus manos a ese cielo impertinente, austero se transmitieron sus ideas, pensamientos consecuentes tras aquella llamada a la huida. ..
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Nos ausentaremos en cavernas donde el milagro del olvido nos conquiste, seremos esclavas de la libertad, del alma acogidas por racimos de paz.  Dormiremos hasta que la noche nos avise, una noche de luna huída por las tierras aplastadas por terror. Vendrán con sus antorchas y quemarán estos siete riscos donde nosotras somos aves inquietas con la sensación de la sabiduría. Dormiremos como muertas en el largo sueño otoñal de las esferas de la soledad. Vendrán a por nosotras y la fuga será invisible a esos que nos castigan, que nos calumnias con sus llamas de un infierno inexistente. Las siete mujeres de los siete riscos ascendieron a sus respectivas cuevas, se envolvieron en el sueño oportuno de la mañana, de la espera que el redoblar de las campanas las avisarán para el escape. No, no querían morir aun sin dejar huellas de ellas, deseaban que su rastro fuera ciego solo para aquellos entorpecido, obtuso, obsoleto en la lucha por el bien y el mal de su Dios. No , no se dejarían cazar por aquellos inversos a sus creencias. Dejarían que la verdad la esculpiera el tiempo, un tiempo que recorre cada una de las siete mujeres por igual, cada una con sus conocimientos compartidos por la fragancia del otoño. Umh, el otoño acecha voraz, feroz cada lágrima derramada en el monasterio. Las noticias han llegado y el abad confuso pero vertical lo asume. Todavía en ese pozo donde la lluvia desbaratada cae con sus pedruscos se deja ir en su cavilar. Siempre lo mismo , historia tras historia, este mundo estrecho en sus actos, en sus pensamientos. Siempre lo mismo, la verdad oculta son aguijones que apresa a la mayoría de estos aldeanos. Una verdad oculta que enfermiza febrilmente , contundente al guía espiritual de estas gentes. Pobres gentes consumidas por ideas fallidas. Siempre lo mismo, todo se repite, todo es cíclico, un acto criminal es opresor de la libertad, de lo cierto donde quiera que estemos establecidos. No, no hay paz ni la habrá…
17
Lluvia torrencial imparable para luego sangrar por la boca, por corazones, por pulmones, por el alma caída en el abismo. La muerte negra había llegado de manera insospechada, de manera silenciosa. La muerte negra, la negra muerte reventando cuerpos que huían a no sabe donde en el eco del mediodía. En su celeridad, en su devastación impertinente, inesperada fueron olvido de la cacería de la noche sin luna. Un gemido hosco y cruel emanaba de las gentes de aquel pueblo asentado entre los siete riscos de las siete mujeres en medio del océano. El cura miraba fijamente la figura de un Cristo que también sangraba por sus poros. El terror y la desesperación lo poseyeron de nuevo. No, no alcanzaba el por qué de toda esta circunstancia materializada en sus cuerpos.  Poco a poco la iglesia se fue llenando de vagabundos de la muerte negra, de la negra muerte. Niños, mujeres, hombres, todos caían en los precipicios de una fosa común emanando por la boca imparables hemorragias, imparables de inteligencia rota. La nada. Toda la aldea enferma un castiga del cielo se les había enviado, un azotar de Dios. El cura, lívido, febril, atónito abrazó los pies de la figura que veía insana, enferma en la decadencia, en la tristeza. “La maldición esta corrompiendo nuestros ciudadanos. Cristo, mi amor ¿qué hemos hecho ahora? No comprendo, no alcanzo a entender esta persecución del mal sobre estos pobres. Todo es rojo, rojo oscuro. Dime, dime algo. Construiremos una ermita allí. Sí, allí, donde los cuerpos de las almas perdidas caen. Solo quejido y más quejido bajo este techo, tu casa. Solo muerte y más muerte en estas tierras sombreadas por el poder oscuro, por el poder de las tinieblas en la destrucción, en la ruptura de la vida. “ Rápido el párroco reaccionó, campanas al galope anunciando el horror, el miedo, la muerte. Ordenó la construcción de una especie de ermita en una zona ajena a la aldea y que llevaran a los poseídos por el diablo allí, a todos indicó que los enterrasen para edificar esa especie de santuario a Dios para el perdón de los pecados.


18
Deus ad jutorium meum intende. La lluvia era torrencial a eso del mediodía. El abad desde su celda concurrió a las campanas dando la orden del rezo, de ese ofrecimiento a Dios de todos los monjes estuvieran lo que estuvieran haciendo. Era la hora sexta, hora donde todos con sus quehaceres oraban. El abad de aquel pequeño monasterio llegadas las noticias de la aldea no muy lejos suplicaba por la cordura de los que la habitaban y más para el cura que los guiaba en su comunión con Dios. Se sentía en la pena, baldío, envejecido. Umh, como le gustaría que todos se enterasen que la naturaleza había enviado la muerte oscura, esa epidemia que iba gangrenando a cada uno de ellos. El sabía dónde estaba la cura, quien podría pararla. Respice,quasumus, domine, super hane familiam tuam. Proqua Dominus noster Jesús Christus non dubatavit manibus tradi nocentium, et crucis subiré tormentun… Y cómo llegar  se preguntaba, como hacer para que aquellas siete mujeres de los siete riscos  fueran sanadoras de esa población. Esa población ofuscada por la palabra hipócrita, por la idolatría, por la locura de la religión. En su rezo pedía perdón por ese estado inconsciente de una aldea dislocada, destartalada.  María, madre de gracia. Madre de misericordia defiéndenos del enemigo en nuestra última hora. Cuando terminó de orar se arrodilló frente una pequeña ventana de su celda. Desde allí el humo resquebrajaba sus sentidos. Todos los cenobitas del monasterio lo sabían. Una catástrofe estaba matando a los aldeanos, a ese pueblo entre los siete riscos de las siete mujeres. La peste toma acción en  su detrimento, su fallecer, su decadencia, su caída. Una mezcla de cuerpos quemados y hojas húmedas penetra en su pausada respiración. Umh, se dice para sí mismo inspirar y espirar hasta que la calma acuchille su estómago. Meditabundo mira el crucifijo sobre su camastro la luz de la virgen , de los ángeles rebota por las paredes de su cuarto. Umh, se siente observado por la salvación, por la idea precisa para erradicar la muerte oscura de esas gentes.
19
La luminosidad tórrida, gris, apagada, lánguida de la aldea llegó aquellos siete riscos de las siete mujeres. Ellas , en la cima, con un mar de nubes bajo sus pies no eran capaces de ver lo que ocurría. Pero las noticias, el mensaje llega a esos siete riscos de las siete mujeres. Un mensaje enviado por el abad a través de sus sentidos, un pinzón azul se posó en cada uno de los hombros de aquellas mujeres. Un pinzón azul que irradiaba energía, la luz eclipsada de las campanas del monasterio naufragas de algún mal. Espíritus flotantes las abrazaban y ellas como hijas de aquellas tierras, de aquellos siete riscos se abrazaron a un drago. Dragos que les ofrecían el poder de la sanación, de la curación de aquella aldea enferma. Sí, la savia que corría por aquellas venas de aquellos fuertes arboles les servirían de escudo ante la devastación, ante el terror inundado aquellas gentes. Dirigidas por el motivo y las sensaciones de la partera hicieron de igual manera los cortes aquellos dragos. Cogieron sus respectivos cuencos y bebieron de él y cantaron y cantaron hasta que la sexta se prodigará en el monasterio.
Te llamamos a ti madre tierra con el suculento palpitar de nuestras almas a que sacudas el mal infundado en esas gentes. Que la mala muerte se desvanezca hasta tus entrañas y se aleje de este jardín de los mares. Te llamamos a ti madre tierra con el latido de corazones rajados a que evoques el bien para estos inocentes. Que la mala muerte sea vencida por la claridad de sus miradas animadas al son de una vida que retorna después de la lucha. Te llamamos a ti madre tierra con el purificar de este aire que respiran hasta caer en las tumbas del abismo. Que la mala muerte sea huida lejos, muy lejos donde no haya cabida para el recuerdo, solo, el olvido.
Los pinzones azules retornaron a la abadía  y le dieron de beber gotas de los dragos al abad y a todos los monjes que allí convivían. Y todos oraron por aquellas siete mujeres de los siete riscos. Y el abad inmerso en felicidad se ilumino de un halo especial, de un halo blanco que le dio paz y serenidad. Y el abad toco de manera especial las campanas, seguían un cierto ritmo musical que hacía que los monjes sonrieran como guiño a lo misterioso, a lo indómito. Y chaparrón se detuvo, esas nubes tétricas dieron paso a un sol radiante, maravilloso, bello , cómplice de aquel abad y las siete mujeres de los siete riscos.  Una potencia casi imbatible, pensaba. Miraba la ermita de donde los muertos habían sido resucitados como si la nada los atemperase, como si el silencio contundente de su razón los hubiera abrazado.


20
Un astro rey dando alimento a la aldea después de la tormenta otoñal. Una ermita edificada en la fosa de la muerte. Y todo parece detenerse, y todo parece volver a la normalidad. Manos como raíces saliendo de esa tumba común con ojos vibrantes en existencia ¡La vida¡ El cura no puede creer lo que ante sus ojos late ¡La vida otra vez¡ Una estrella de no sabe donde se evapora en aquella aldea donde, astros que en su efímero estado atenúan el desorden, el caos y muertos renacidos de las entrañas de la tierra como si no hubiese pasado nada.  Todos volvieron a sus labores desmemoriados del suceso espantoso. En un mundo aparte el párroco, con su sotana raída estaba incrédulo. Por sus arterias corría desenfrenadamente la maldición. Las fuerzas demoniacas se habían apoderado de aquella aldea de los siete riscos, creía. . Una potencia casi imbatible, pensaba. Miraba la ermita de donde los muertos habían sido resucitados como si la nada los atemperase, como si el silencio contundente de su razón los hubiera abrazado. ¡La magia negra a caído sobre nosotros, sobre ellos¡ Pobres criaturas de Dios, amnésicos en lo ocurrido. La ermita está ahí a medio construir, sus cimientos no son fuertes y veo como se derrumba en la vida de estos. El pueblo, mis ciudadanos están ciegos. Yo haré que regresen a la realidad ¡A la caza¡ ¡A la caza imperdonable¡ Son ellas. Sí, ellas las que traen la locura, el desbaratar de estas gentes. Me arrodillo ante ti, Dios. Haré todo lo imperioso posible por acabar con esta tempestad de hechizos oscuros. Nada comprendo señor mío. Estoy confuso, se desencadena cierta inestabilidad en mi cabeza y extasiado fervientemente espero tu ayuda. Socórrame señor ante esta embestida. Dime los pecados de estos ignorantes para tanto y tanto azotamiento desbocado. En cruz y boca abajo calló en la tierra. No, no entendía lo ocurrido , neblinas emparedaban sus ojos, sus oídos, sus bocas.

21
Se hizo una pausa, un tiempo que se paraba y distanciaba cada suceso transcurrido en el curso de las almas de esa aldea de las siete mujeres de los siete riscos. Una detener que hacía que las olas callasen, que hacía que los pajarillos silenciaran, que hacía que el abad estático visionara lo que no es posible ver, el milagro, que hacía que el cura absorto y paralizado se introdujera en un ronronear de vacío, que hizo que todos los aldeanos, todos los lugareños se quedaran quieto mientras el sol de filigranas incidentes sobre aquella isla no avanzara en el tiempo. Un tiempo en quietud, con la solemne eternidad de movimientos eclipsados. Las siete mujeres de los siete riscos en sus respectivas cuevas lloraban y lloraban  mientras el todo era la nada. Arroyuelos salados desembocando en la calma de aquel jardín sin flores del pueblo. Diminutos ríos que llevaban el hechizo a todas las gentes de manera ferviente, viva, alegre. La alegría de la vida repartiéndose en todas las casas. Luces y sombras vivían juntas en el recorrer de los años. Luces y sombras amparados en el regazo de un sueño que ahora agazapaba a las siete mujeres de los siete riscos antes de la partida, de esa huída verdadera ante sus opresores. Muy vitales para la muerte circulaba por la mente de cada una. Un aliento lanzado a las mareas, un suspiro…uhm…alcanzando el sosiego, la tranquilidad de puentes girando en torno a la existencia en vertical. Un horizonte también lisiado de armonía. Solo un arco iris daba animadas sonrisas a estas siete mujeres de los siete riscos. Un arco iris cuasi eviterno en ese otoño involucrado en la lucha. Todos quieren vivir, que la mortandad no sea ajustada hora de sus singladuras. La respiración atenuada, vendada para todos. Una descomunal insonoridad inundaba aquella pequeña ciudad de los siete riscos de las siete mujeres.  Y un aliento lanzado a las mareas, un suspiro…uhm…


22
La masa solar se evade, ¿vendrá mañana? ¿seremos crepúsculo de su tibieza o oscuros lodos arrollando hasta expirar? Un horizonte magnífico entablaba conversación con el abad. Sí, ere abad incrustado en sus estudios de la razón humana, de su historia. Eran horas de vísperas  de nuevo las campanas trotaron de manera calma, de manera nostálgica sin saber muy bien, de manera melancólicas. Los monjes las escuchaban y todos fueron conducidos a la oración cada uno de su celda. Un firmamento violáceo anaranjado los venia a visitar como de costumbre en esa estación, un firmamento donde la llamada a las estrellas era temprana, precoz. Todos rezaban mientras el abad profundamente aturdido, confuso, inmerso en sus pensamientos le llegaba el perfume de los siete riscos de las siete mujeres. Ellas, salvadoras de todo mal que rondaba la aldea sin que nadie se diese cuenta, solo él. Puede ser que el tiempo las salve, se decía. Sí, el tiempo. Ahora la oscuridad es sombra que viene, una oscuridad que nos mece en la duda Qué será…qué será del nuevo día, si viene. Hoy ha ocurrido un milagro, un milagro que logro entender pero que se me escapa de las manos. Ellos no se dan cuenta, solo están comprometidos con la sangre, con una religión, nuestra religión, como si fuera látigos a la diversidad del ser. Qué Dios me perdone, pero estas tierras están mal, muy mal. Un atraso certero las empobrece en la razón de sus habitantes. Lunáticos, diría. Sí, digo. Te digo a ti señor que se que me escuchas donde está la verdad sin ellos o si en ellas. Según mis indagaciones, mis contemplaciones, la verdad y la realidad están en esos siete riscos. No comprendo por qué lo justo lo abandonas, lo marginas. Está noche irán a por ellas y qué ser …qué será de sus luchas, de su verdad. Lo siento mi señor por no ser alabanza en la caída del sol. No…no puedo. No comprendo cómo dejas almas al abandono, a la soledad, al aislamiento. Y no es que haya puesta cerrojos hacia ti pero, me haces caer, dudar. Mira, mira mis lágrimas. Ahhh…no…no puedo creerte. Ahhh…tanto y tanto sufrimiento.


23
La noche , la noche. Su llegada es infernal. Todos estaban a las órdenes del párroco incluso aquellas que no lo creían, el miedo tomaba poder ante alguna represalia, ante algún duro castigo. Todos se amontonaban en la plaza donde giraba aquella aldea con las siete cruces preparadas para cuando las encontrarán. El cura se subió sobre un pedestal y con crucifijo en mano dictó las órdenes. Parecía seguro, un tanto agresivo, mostrando una cierta serenidad para darle impulso aquellos habitantes de los siete riscos.  Todos con antorchas, todos con sus utensilios punzantes, amenazantes se tornaron a la caza en la noche oscura del otoño. Deprisa, deprisa, decía este. Y cada grupo , divido en siete fueron hacia esos siete riscos de las siete mujeres. Y las siete mujeres adivinas de todo movimiento de aquel desbaratado representante de Cristo huyeron de los siete riscos. Cogieron sus largos palos y de roca en roca se adentraron en la masa arbórea de la Laurisilva.  Helechos gigantes, musgo en cada pisada, arboles que se ramificaban a ras de la tierra, hojas casi muertas crujiendo en sus pasos y la nada y el vacío. Imposible de hallarlas en aquel enredo de árboles milenarios, imposible de avistarlas en la noche absoluta.  De repente un pájaro negro voló en cada uno de aquellos riscos haciendo sombra espectral a esos que querían  apresarlas. La superstición decía que si te encuentras con tal ave caerían desgracias infinitas sobre aquellos ojos que lo avistan. No, no las encontraron, dieron media vuelta y volvieron a la aldea pausados, cohibidos, sin palabras. Allí estaba el cura con su sotana despedazada negra. Los miraba severo, violento, convencido de que otro mal había caído sobre ellos. Una magia negra que los hacía volver con las manos vacías, con las antorchas apagadas, con un silencio estremecedor, agujereando sus sentidos. ¡La cobardía se ciñe en vuestras carnes¡ ¡Venid aquí si sois valientes¡ ¡Traerme esas antorchas porque las cruces comenzarán a llamear¡ ¡Yo, hijos de Dios iré a buscarlas¡ ¡Venid aquí si sois valientes¡ La noche no es eterna y tenemos que hallarlas, ellas son la maldición, la muerte fehaciente de este lugar. Y aun así ¿tenéis miedo? ¡No¡ Sus cenizas las repartiremos en ese mar que nos rodeas para que las abriguen el abismo, la putrefacción ¡Dadme ya un cuchillo¡ La luz no la necesito. Con mi olfato las encontraré y las traeré con el cuello rebanado hasta estos fuegos. No, no os necesito. Pero quien se considere lo suficientemente recto en su fe a Dios que venga conmigo ¡Ya es la partida¡ Todos agacharon la cabeza. El partió en su soledad, con la venganza puesta en sus sienes sudorosas. No miraba para atrás, le daba igual que vinieran o no. Iba a por ellas, por cada una esas siete mujeres de los siete riscos. En sus pisoteadas iba declamando un rezo, un orar en voz alta que a todos los mecían un crítico pavor. Se preguntaban dudosos qué hacer, qué hacer. Cruenta mors est infernum, repetía sin cesar.  Y sin parar su paso tomo la celeridad del rayo. Los aldeanos levantaron la cabeza y lo escuchaban y algunos lo siguieron.


24
Cazadas. Amarradas . Arrastradas. Sangre que manaba como ríos hasta  llegar a la plaza del pueblo. Todos ya lo sabían, incluso, los monjes benedictinos. El abad en medio de la oración de despedida de la jornada solo rogaba por la pérdida de esas almas en la ignorancia. En el monasterio todos asumían la derrota humana ante la mentira, ante los ataques imparables de las supersticiones. Todo había acabado, las traían pueblo como saco de excrementos que han de quemar para la liberación de sus pecados. El cura, orgulloso, con el odio en sus venas las mando atar a cada una de las siete mujeres de los siete riscos en las cruces donde las llamas ya alcanzaban su pie. Ellas estaban con los ojos abiertos, ojos que miraban a cada uno de los asesinos, de los cobardes. Y el fuego fue creciendo, un olor carne braseada despuntaba en la noche. Y de repente sus vientres se abrieron y sus ojos se cerraron, de ellos, manaron plateados pinzones proclamando el fin, el fin de aquella aldea en el océano remoto. Esa aldea de los siete riscos de las siete mujeres. La tierra se rajo y abrió y el magma de las profundidades de sus entrañas comenzó a vomitar sobre aquella pequeña ciudad, sobre aquellos ojos aterrados ante el error. Y los monjes decían la oración del adiós, de la muerte.
v. Deus, in adjutorium meum intende.
r. domine, ad adjuvandum me festina.
v. Gloria Patri, et filio, etc.
Dadnos, señor, buena muerte por vuestra santísima muerte.
María madre de gracia,
Madre de misericordia,
Defiéndenos del enemigo
En nuestra última hora.
v. christus factus est pro nobis obediens usque ad morten.
r. morten autem crucis.
r. ut digni efficiamur promisionibus Christi.
            Oremus
Respice, queasumus, domine, super hanc familiam tuam, pro qua dominus noster Jesus Christus non dubitavit minibus tradi nocentium, el crucis subire tormentum.
Defende, quaesumus, Domine, B.P.N. Benedicto intercedente, istam ab omni adversitate familiam, et tibi toto corde prostratm ab hostium, et in hora mortis, tuere clementer indiis. Per Christum Dominum nostrum. Amen.
Y la isla quedó envuelta en una masa de tinieblas, neblinas, con un olor ácido que solo podía respirar aquellos pinzones plateados que volaron lejos , muy lejos. Más allá del horizonte donde los sueños de las ballenas cabalgaban junto a ellos.

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