LOS SIETE RISCOS...CONTINUARÁ
DUNIA SANCHEZ
Y corría el siglo XVI, los riscos se
amontonaban en siete , en siete diabólicas cavernas, según decían, de mujeres
expulsadas del pueblo. Siete eran ellas, Siete
almas vigilante de las cimas de todo lo que cursaba abajo, en la aldea.
Sus miradas se perdían en las nieblas de un otoño precoz, duro, cruel, sombra
de sus ojos blancos de tanta oscuridad. Fueron arrancadas de sus vidas
cotidianas con el rajar de sus quehaceres , de sus saberes. Una escribía lo
censurado, una leía lo prohibido, una sanaba con sus manos maduras en la noche
cuando lo prohibido saltaba la muralla, una era partera con los métodos por
ella misma creados y malignos ante la comunidad, una era música de las bellas
melodías en un convento donde todo era clausura, una era en sus pensamientos
vestía trajes de hombres y cabalgaba más allá del horizonte donde las olas
rajan la libertad y llegamos la última aquella que pintaba todo mal de aquella
sociedad y sus creencias. Ahora vivían
en el aislamiento, en esos riscos donde nadie podría llegar, donde nadie debía
ir.
Las llevaron para que ellas mismas se cruzarán con su propia muerte habiendo ya sido torturadas en esa atmósfera enrarecida de una aldea donde las órdenes la dictaba la iglesia. Una religión manoseteada por cruces en la deriva de todo lo que era pecado. Nacer mujer ya lo era en sí, catalogadas como bestias del callar y de la nada. Una sociedad marcada por hombres recelosos, envidiosos, usureros de su potencial, de su fuerza. Siete eran ellas, siete almas vigilantes en las cimas de los riscos. Mujeres con cicatrices ante la devastación de sus cuerpos ante el más cruel de los castigos. Amarradas por las manos, por las piernas, por el cuello, por la cintura. Arrastradas ante un público hermético , carcomidos por ideas erróneas. Pasadas por hogueras donde el fuego y la muerte jugaba a las carcajadas de las miradas que creían que serían su salvación, miradas hechizadas por el santo oficio. Siete riscos, siete mujeres. Desnudas, que solo se alimentaban de la dejadez de los campos cultivados cuando la noche llegaba.
Las llevaron para que ellas mismas se cruzarán con su propia muerte habiendo ya sido torturadas en esa atmósfera enrarecida de una aldea donde las órdenes la dictaba la iglesia. Una religión manoseteada por cruces en la deriva de todo lo que era pecado. Nacer mujer ya lo era en sí, catalogadas como bestias del callar y de la nada. Una sociedad marcada por hombres recelosos, envidiosos, usureros de su potencial, de su fuerza. Siete eran ellas, siete almas vigilantes en las cimas de los riscos. Mujeres con cicatrices ante la devastación de sus cuerpos ante el más cruel de los castigos. Amarradas por las manos, por las piernas, por el cuello, por la cintura. Arrastradas ante un público hermético , carcomidos por ideas erróneas. Pasadas por hogueras donde el fuego y la muerte jugaba a las carcajadas de las miradas que creían que serían su salvación, miradas hechizadas por el santo oficio. Siete riscos, siete mujeres. Desnudas, que solo se alimentaban de la dejadez de los campos cultivados cuando la noche llegaba.
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Los siete riscos
con formas dispares , con rocas amorfas y filamentosas que prohibía todo pasa
para cualquiera de la aldea. Una aldea grande, conformada por una iglesia donde
epicentro de sus movimientos. Una arquitectura amplia, convencida de que así
llegaría a su Dios ¡Qué Dios¡, me pregunto. Un Dios erguido en la conciencia de
sus fieles a ras de la muerte de la libertad, de la paz. Todos asentados en
ella como si fuera tempestad que no hay que despertar sino elogiarla,
levantarla, pulirla de rezos y rezos a cada momento cuando las campanas
replican. Todo lo demás era tierra, tierra fértil donde se quiera que se mirará
y más allá envuelta por un mar precipitado en cierto punto de un mundo donde se
creían únicos, exclusivos de su adorado Dios. Una isla, sí es solo una isla en
medio en el más extenso de los océanos y solo una orden inducida a las más
severas penas cuando alguna alma propagaba su lucidez. Todos ojos cerrados.
Todas riendas de una fe ciega. Todos ignorantes de las verdades de aquellas
siete mujeres de los siete riscos. Ahí la nada soportaba con todo su esplendor
el espectáculo más allá de las mareas. Ellas podían ver, cada una en su risco,
otras maneras de vida, otras formas de absorber la frenética brisa fuerte del
otoño, del invierno, de un día cualquiera. De los siete riscos caía en su larga
cabellera hasta llegar a la aldea todas las formas de naturaleza de aquella
ínsula. Tabaibas, cardones y un etc de
elementos nacidos de la madre naturaleza. Llegar a los sietes riscos era
prácticamente imposible, solo las siete mujeres, solo los aborígenes
antecesores de la mentira danzaban con
sus saltos en ellos ayudados por un palo, un palo grande. Nadie lo sabía pero,
allí, en los siete riscos ya había sido habitado. No por estas siete mujeres
sino por las vidas ahora esclavas de sus antecesores. Vidas calladas en el
tortuoso trabajo diario. Vidas amputadas ante el poder aberrante de unas creencias
que empoderaba el rechazo. Vidas tratadas como absurdas, bajas, menospreciados
por aquellos considerados avanzados.
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Los siete riscos
cuando eran amenizados por la corriente del alba tomaban la tonada de la madre
tierra, de esa siete mujeres presas en la soledad y el callar. Amanecía con la
tonada de un otoño soleado que incidía en una de las cuevas a medida que tiempo
recorría el horizonte eterno. Ellas, llevadas por el despertar esbozaban cierto
grito en medio de aquel virgen espacio. Las sietes se acercaban a la entrada de
la cueva y cerraban cada una mientras el movimiento del sol las seguía los
ojos. Elevaban los brazos como ola que viene y las llevan a una respiración
profunda en medio de rocas laváticas de miles de años. Ellas, las siete mujeres
, no se conocían , solo, el aliento gélido de la mañana llevaba cada una de sus
voces, sus siete voces a la otra. Por ello no se sentían solas en ese templo
natural del silencio. Solo, salpicado por algún ave a la caza de su presa.
Luego, se miraban sus manos, en ellas giraban todo el placer humano, de sus
sentidos destinado al aislamiento pero con la confluencia de la naturaleza.
Abrían los ojos, los catorce ojos paulatinamente y con el ritmo del astro rey y
examinaban todo lo que tenían a sus alrededores. Hondas, profundas se sentían
satisfechas, cada una en su risco. Riscos que marcaba el paso de horas a medida
que ellas cantaban la canción del abandono, del desahucio de la aldea donde
habían nacido, crecido con las vertientes negativas para otros. Ellas, las
siete mujeres de los siete ricos se hallaban en la plenitud, eran felices.
Aunque el otoño apriete el crepúsculo del día las atizabas de una alegría
inmensa. Una alegría ausente en las mentes escalabraras de la aldea, la enorme
aldea. Y el canto empezó cronometrado por la naturaleza, cada una anunciaba en
ese chillido desmesurado sus deseos, sus
propósitos. …
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He dicho tantas
cosas
En el moliente
sendero de alas caídas
Que soy encuentro
con la voz dormida
En los vientos
nortes.
He dicho tantas cosas
En la muralla de lo
oscuro
Que ahora me busco,
me encuentro
En los vientos
nortes.
He dicho tantas
cosas
Donde se agazapa
frágiles pensamientos
Que ya no escucho,
que ya no menciono
En los vientos
nortes.
He dicho tantas
cosas
Donde impera la
mentira de los amaneceres
Que en el silencio
despierto
En los vientos
nortes.
He dicho tantas
cosas
Muertas en el
olvido, desheredadas
Que soy espíritu
vertical
En los vientos
nortes.
He dicho tantas
cosas
Rotas en el empeño
sordo
Que ahora soy vigía
de luz
En los vientos
nortes.
He dicho tantas
cosas
Donde el cansar se
acuesta a mis espaldas
Que ahora libre
curso los deseos
En los vientos
nortes.
Y las siete mujeres
de los siete riscos así cantaban, cada una con su paso, cuando el turno las
alumbraba en el eco del amanecer. Se
acogían un cielo despejado pero de nubes venideras de lluvia. La aldea estática
parecía también circular en sus hábitos cotidianos, costumbres presas del
miedo, del terror a la cruz en llamas apagadas en cada recoveco de su
inmensidad. Ahí viene la lluvia, riscos plagados de arroyuelos aletargados que
ahora eclosionaban con el valor corriente abajo. Y las siente mujeres dde los
siete riscos continuaban cantando la misma balada del alba. El alba…el alba
impregnado por el renacer de lo verde en un lugar yermo, áspero, usurero.
Tierra agradecida cuando unas pocas gotas acarician su piel libre, a la
intemperie de las emociones. Libre como las siete mujeres de esos siete riscos.
Alimentadas por el delicioso y frágil aroma de la naturaleza, de lo salvaje…
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5
Los lamentos
aparte, desconocido para estas siete mujeres de los sietes riscos. Se sentían
conformes con las pisadas dadas cuando su vida se abriga de la aldea, de la
gran aldea. Ellas seguían con el tarareo inacabable con el paso de ese amanecer
tan pletórico para cada una de ellas,
como si nacieran de nuevo enroscadas a la fortaleza de lo bonancible, de lo
bueno para ese estado ahora de cárceles prendidas por cada uno de los siete
riscos. El remordimiento de cada una de sus hechos, de sus cavilaciones, de sus
actuaciones las llevaba a erupcionar como hijas de callados besos, de callados
caricias a medida que las estaciones pasaban. Sí, erupcionar con la respiración
profunda de sus sentidos, siempre, en vertical . Ausentes de la necesidad de comunicación
con cada uno de los aldeanos. Cada una de ellas sabía que se encontraban ahí,
en cada uno de los riscos al derredor del extenso pueblo. Es como si fueran
vigías eternas de lo que allí debajo pasaba. Satisfechas con cada acción del
ayer seguían con la tonada a medida que la mañana se estiraba hasta el gozo del
sol en su plenitud. Una plenitud que las llevaba a un canto unísono, un canto
que hacía siempre estremecer la faz donde ambulaba aquellos que se burlaron,
que atacaron, que manipularon para que las siete mujeres de los siete riscos
terminarán así. “ Vivir, vivir y vivir. Hemos vivido tantas cosas , tantos
hechos que ahora somos hijas de sutiles palpitaciones de las aves que nos
abrigan cuando la mañana gira y gira entornos a nuestras manos satisfechas,
sensibles, emocionadas cuando despertamos y somos reflejo de los soles
guardianas en la cumbre de su alegría. Ven sol…ven. Hemos vivido tantas cosas
que ya no buscamos. Nos encontramos en las entrañas recónditas de nuestros
latidos aun visibles, aun existentes en la conmemoración de una nueva jornada.
Nosotras mujeres, mujeres hechizadas por el curso de estos manantiales
secretos. De ellos beberemos. De ellos nos alimentaremos y llegará el día en
que nuestra vida sea espejo de otras, de muchas otras. Hemos vivido tantas
cosas que el soplo de este viento del norte nos anuncia ya el mañana. Un mañana
donde las flores maduras nos recogerán con sus brazos abiertos”. Y la altea temblaba, existía un cierto temor,
miedo a estas. Sangraban de prejuicios, de supersticiones elaborada por la
propia iglesia…
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Y todo era temblor,
tanto , que los árboles emanados en la misma aldea desprendían sus raíces de la
honda tierra y caía, tanto, que las hojas desparramadas a ras del suelo
agonizaban en un llanto de sangre. Los
rostros se paralizaban y estáticos miraban al cielo. Un cielo inmutable,
sereno, con el los filigranas solares deslumbrados los ojos abiertos de terror
de las gentes de ese pueblo. Se abría la superficie pero nadie caía muerto en
sus fosas, solo el temblor. La culpa los
espantaba, los escandalizaban. No se movían sino dejaba que la mañana dejara
como de costumbre de estremecer sus tullidas seseras. Sí, la culpa. Se sentían
pecadores ante la iglesia, ese gran iglesia construida en medio de esa especie
de ciudad. Cuando acababa, todos, con la celeridad de sus almas adulteradas
iban a ella. A esa iglesia de siglos donde seguro que con sus rezos de rodillas
los salvaría un día más. Entonces, por una de sus columnas salía el cura, el
sabedor de todos los hechos y tempestuoso declamaba una oración. “ Por la fe de
Dios, nuestro dios, nuestro padre nos reunimos aquí como verdad de la
purificación. El os perdona, os salva de cada pecado cometido mientras sigáis
con la promesa de profesar sus reglas, sus palabras ¡oh Díos¡ perdona a estas
personas , personas que algún mal han cometido y por ello perdónalos ¡Alabanza
al señor¡ nuestro Dios. Ya podéis ir tranquilos, la calma viene con el perdón
¡Alabanza al señor¡ Todos con la cabeza gacha murmurando la oración “ Alabanza
al señor, que nos pernode. Cual mía …culpa mía”. Cada cual iba a sus labores,
esos quehaceres propios como si no
hubiera pasado nada, como si ese perdón los aliviara por esa jornada de una
aldea destinada en una isla en medio de los océanos, rodeada por los sietes
ricos de las siete mujeres.
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Cuando todos los
feligreses se difuminaron en sus deberes el cura de la iglesia salió, silencio,
se dirigió al convento benedictino. Allí, los monjes estaban en consejo de
importancia después de los maitines reunidos donde comían. Conversando de los
sucesos que achacaban a la diminuta ciudad en esos meses. El abad tomaba la
palabra y preocupado por los hechos se llevaba las manos a la cabeza. El sabía
lo que ocurría, mientras, el cura ignorante no encontraba la solución del por
qué ese mal cuando la mañana asoma. Pidió el callar a los cenobitas que eran
monjes sujetos al abad y vivían en el convento. A un ermitaño que andaba de
paso lo miraba fijamente. Tú, serás el elegido ante este atropello de las
mañanas, ante este terror que vive está aldea pecadora en el continuar de los
días. Toco y toco la gran puerta de madera del monasterio pero nadie abrió, por
un momento se fijo en su alrededor y en
esos sietes riscos rodeando la aldea. Ellas culpables, se dijo para sí mismo.
Ellas, vengadoras de mi gente los ha cegado y creen que el infierno con el fin
de sus vidas se aproxima, lento, pero se aproxima. Ellas merecen el peor de
castigos, la muerte. El párroco al no sentir nada entró. Todo era vacío, nadie
ambulaba por aquella arquitectura monástica. Se dirigió al comedor, donde los
monjes se reunían pero la puerta de este también estaba cerrada. Puso su oída
en ella y escuchó una voz de su interior, era el abad. No distinguía muy bien
lo que hablaba pero sospechaba que sería algún tema relacionado con los movimientos
de tierra existentes, con el pánico suscitado en la población. Entró sin pedir
permiso lo que el abad con ojos de furia y severo lo miró. No, no se llevaban
bien. Un malestar existía desde hace años por esas condenas a los más
indefensos, por esas torturas habidas sin solidez que las amparara. Lo echó
como se echa la malévola presencia ante los ojos desteñidos de sufrimiento
¡Fuera¡ dijo. Estamos reunidos. Cuando acabe me conversaré con usted señor
cura. Un señor cura que se sintió tormentoso, tempestuoso, agrio, áspero, solo.
Fue hasta el patio central, miro el cielo las nubes espesas se iban acumulando
en la aldea ¡Brujas¡ ¡Más que malditas brujas¡ , se dijo en tono desaforado…
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En el origen
central del monasterio miro el pozo. Hacía allí se dirigía sus pisadas
cimbreantes, indecisas inmiscuidas en la celeridad de su razón. Una razón que
asoma a un pozo con agua y la lluvia empezaba y la lluvia vertiginosa y grosera
apaleaba su espaldas, sus ropas. No dejaba mirar el pozo, aguas turbias
desfiguraba su rostro. Se veía con un sudor febril que lo conducía a la
desorientación de sus dictámenes ¡ Tu, Dios ¡ ¡Me hostigas con el dolor de mi pueblo¡ ¡Qué decirles¡
¡Qué decirles, te lo suplico¡ El cura muerto en vida, con el temor de tumbas
sobre sus ojos gritaba y gritaba con una voz temblorosa, atizada por el pánico
y el terror. La aldea se hunde cada estación más y más. Y ahora rozando el
invierno que será de nosotros, los siete riscos donde andan esas malévolas
mujeres nos empujan al desorden, al caos ¡Ay Dios¡ no nos aflijas así.
Detenlas, amarraras en la nada, en las tinieblas de la inexistencia. Hay que
acabar con ellas, descuartizar cada parte de sus cuerpos y echarlos a la
hoguera ¡Ay Dios¡ No hay perdón para esas bestias del infierno. Y la lluvia cada
vez más densa, cada vez más desatinada aprisionaba más y más los ojos
descolocados del cura que se enfilaba al pozo. No se conocía, un estado
comatoso recorría su mente enferma, su
mente separada de la realidad ¡No¡ ¡No habrá perdón para esas almas de la mala
fortuna, de sanguinarios sentidos ¡ ¡No¡
¡No habrá perdón¡ ¡No¡ ¡No habrá perdón¡ De rodillas cayó al suelo donde el
barro y la impertinente lluvia hace de él un amasijo de alma en pena que vaga
en el sin orientación. De pronto, el abad asomado a la puerta lo divisa. Por
sus pensamientos no discurre nada, enfurecido y energético ante la escena
deprimente, calamitosa se dice ¡Pobre diablo¡ Ante la mirada atónita del abad y
sin darse cuenta que se acercaba a él se erguió de nuevo. Otra vez sus ojos descoloridos,
desorbitados se cayeron en ese pozo ¡No¡ ¡No habrá perdón¡ ¡No¡ ¡No
habrá perdón¡…
9
Los ecos del curo
se escuchaban las siete mujeres de los sietes riscos. No, no había pena. Su
dolor era consecuencia de cada castigo aberrante, sangriento de sus ayeres. Su
grito escupía cada alma estrangulada en el ayer, cada rajada esencia en el
curso de su vida. Lo envolvía una lluvia feroz y ante su final la bruma volvía.
En sus ojos se construían espíritus moribundos con sus quejidos. Las siete
mujeres de los sietes riscos reían y reían y cuanto más su alegría era más
potente más contagiaba al cura de fantasmas del ayer, del hoy. Ellas, no
culpaban a los aldeanos en sí. Toda culpa era de él y de sus antecesores. Las
siete mujeres de los sietes riscos con la visión de la bruma que hacía de velo
para el pueblo bajaron un poco de sus alturas, dejaron sus respectivas caverna para observar como las cabras
descendían por esos siete riscos hasta que la pesada bruma las hacía invisible.
Ellas se quedaron en el límite. Bebían de esa agua purificada y de la leche que
estas habían dejado en unos cuencos de piedra ¡La naturaleza¡ Compenetradas con
ellas , con las siete mujeres de los sietes riscos. Se ayudaban de un gran palo
para sus bajadas y subidas. Un palo preparado ante cualquier tormenta en medio
de alguna noche de luna al son de los movimientos de una hoguera. Las mujeres
de los siete riscos no se encontraban, solo con el canto y sus deseos el efecto
de hacer y saber que se encontraban allí. No había caminos para llegar donde
ellas estaban y sus pies abrigados con piel de cabra eran los únicos que
conocían a la perfección ese remoto
sitio. Durante esa mañana y muchas, tras su canto se sentaban en una roca y
silbaban a la brisa. Numerosas especies de pajarillos se arriban a ellas. Sí, a
ellas, a las mujeres de los siete riscos. Con ellas conversaba lo que la una
quería decir a la otra, lo que la otra
quería decir a una. Respiraban profundamente y el aislamiento al que habían sido
sometidas no lo detectaban en sus rutinas
diarias. No, no lo palpaban, la madre tierra les respondía cuando anhelaban
algo, la madre tierra de acuerdo con todos los seres de aquel lugar las acogía
como circulo de bellos respeto mutuo. Para las siete mujeres de los sietes
riscos era una cura, una cura ante todo ese pasado agónico…
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Llega la calma allí
en los sietes riscos, allí en la aldea. La lluvia enmascarada por un cielo
fielmente celeste perfecto. Una limpieza que hace que todos miran hacía él y
arrodillarse ¡Bendito sea Dios¡, se escucha la voz acoplado a un murmullo
incesante en la aldea. La niebla invisible ahora hace que todos vivarachos se
encadenen a sus rutinas. Las siete mujeres de los siete riscos miran
maravilladas por lo agraciada, por el don de esa tierra. Todo verde que en
contraste con la bóveda celeste daba un cierto aroma a equilibrio, a paz. Se
recogían a las puertas de cada una sus cuevas y desde allí vigilaban el
tranquilo océano, el cotidiano andar de la aldea. Un océano cuya calma les
hacia respirar a las siete mujeres de los siete risco bienestar, benevolencia.
No sabían cuando se verían , pero algún día cuando las normas de la naturaleza
les indicará y se encontrarían. Se darían las manos, se abrazarían, se besarían
y después el retorno a cada una de sus grutas. Cuevas donde ellas hacían cada
una lo que más le gustaba. Comienza una música bella, con sus manos rasgueaba
un arpa construido por ella misma ahí, donde la insonoridad y el sonido de las
olas era sutil. Un arpa con ojos cerrados danzando la melodía de la buenaventura,
de las dulces aves que se posaban a
escucharla. Una música que resonaba en aquellos siete riscos oyéndola
aquellas seis mujeres. Ellas quedaban embelesadas con la exquisitez poblando
cada uno de sus espíritus. Y les entraba
ganas de bailar, así, al son de la mañana, al son del arco iris bienvenido en
aquellos lares. Y bailaban, se dejaban ir en el curso de la música, con su
ritmo, con esas notas agraciadas de calma. Unas notas que se alargaban hacían
debajo de los riscos y llegaba al pueblo. Algunos la escuchaban, otros no. Solo
aquellos que están en discordia con lo que le habían hecho oían la armonía de
su arpa y se alegraban porque aun estaba rondando la existencia y, otros
lloraban por el aislamiento que estaba sometida. Melodía voladora, impregnada
de pétalos de amor para cada uno de los oyentes.
11
La jornada
continua, las ballenas que escuchan salen a la superficie y con un canto a la
vez de gratitud y melancólico callan al arpa. Las siete mujeres de los siete
riscos las siente y una de ellas, la que escribe se ve envuelta en las mareas
del ayer. Esas mareas en estado tempestuoso que le arrebataron a su amado. Como
sumisa a un sueño largo comienza a escribir, comienza a recitar ese pasado
arrasado por las corrientes marinas, por un mar de fondo revuelto y mentiroso
que se lo llevo.
Te veo
Imagen condicionada
por el rumor de las ballenas
Que aquí están.
Llorar y llorar
En el auge de sus
cantos penosos
En lo ancho y
mortal del oleaje.
Te veo
Vienes a mí,
Lánguido, con los
labios atados al adiós.
Adiós al amor.
Adiós a las
caricias de tus labios
Adiós al perfume de
tu vientre.
Te veo
Vienes a mí,
Con el amargo
aliento del tiempo pasado.
Las ballenas azules
se callaron ante la triste palabra de esa mujer. Todas, eran lágrimas por la angustia de sus versos.
Y el arpa trato de arreglarlo con una balada danzarina, risueña en aquellos
siete riscos. Entonces, la escritora como si de una pesadilla se tratase
despertó. Escucho el ritmo feliz y fue olvido de su pesar. Pesares y pesares,
las siete mujeres de los siete riscos tenían de alguna manera un pesar. Un pesar llevado por el viento
fuerte de las estaciones que pasaban por sus cuerpos. Un pesar lejano que
alguna que otra vez venía pero se iba como portentosa amabilidad y concordia a
su hoy. Un pesar que todos llevamos pero que no se delata de manera
maliciosa sino efervescente construcción
de nuestros pilares en las singladuras que quedan por vivir. Un pesar de todos
los errores de ese ayer de esas siete mujeres de los siete riscos. Sí, ese
ayer, por qué también nos equivocamos y a veces en una infinidad de ocasiones.
Pero bien, así es la existencia, rectifican, borran y toman el relevo bueno
para seguir. Sí, seguir como siete mujeres de los siete riscos en valentía y
fortaleza...Y el arpa era caravana de inquietantes sonrisas para todas, reírse
solas, por qué no. Todo es saludable en esos siete riscos donde todo a veces es
quietud enhebrada por la visión de las sietes mujeres del todo, de la nada…
12
¡Márchese¡, calmo
le dijo el abad al cura. Su aspecto es lamentable, ha perdido la razón. Por la
sangre de Cristo, nuestro Dios, ¡márchese¡ Ya tendremos un diálogo usted y yo
cuando su mente se centre, cuando se asee, cuando se limpie de un cavilar
enrarecido en lodazales que usted mismo ha creado ¡Márchese¡ ya es hora, no
quiero que los monjes lo vean así, no soy capaz de dar respuesta a su estado
caótico, destrozado, esto desfavorece a nuestra comunidad. Cúrese primero de
pensamientos nefastos y luego conversaremos. Ya pasaré por la iglesia, cuando
usted se sirva de la buena voluntad y del atemperar de su sesera. Ahora,
¡márchese¡ se lo ruego. El párroco alzo su cuerpo y con su desastrosa sotana,
pálido, mediocre, tambaleándose se fue. Salió confuso del monasterio. El abad
lo vigilaba, lo examinaba de lejos y comentó para sí mismo “ Pobre criatura
nacida de las infernales patrañas del correr de los siglos. Todavía…sí, todavía
estamos atravesados por lanzas deprimentes de juicios falsos, de ideas
equivocadas que se han apoderado de su razón. Una razón que ha extendido en
cada sermón a sus feligreses” Se aproximó al pozo, ese pozo donde el cura
miraba y miraba y se arrodillaba. La lluvia fuerte ya no era presencia, un haz
de un sol otoña incidía en sus ojos claros, en su tez madura. Miro dentro y vio
reflejada la luz del día, la nitidez de su agua. Con sus manos en forma de
cuenco bebió de él, sabía que los monjes desinquietos estaban presenciando el
acto. Un acto efímero, un acto de un pequeño instante donde el tomaba la
sabiduría de la vida mientras escuchaba el arpa. Sí, el también lo sentía y le
daba gusto. La verdad se encontraba en esos siete riscos de las siete mujeres.
Un dolor hondo lo embargó. La desdicha de aquellas mujeres, de esas siete
mujeres de los siete riscos lo aprisionaba en una impotencia. Bebió más agua de
ese pozo mientras meditaba, mientras una pequeña gracia se volcaba a su corazón
¡Qué pasaría por la mente de aquellos monjes en su actitud¡ Se hacía como el
despistado, disimulando que a sus espaldas todos lo observaban dudosos del
continuar de la jornada.
13
Los siete riscos de
las siete mujeres, un templo mirando al mar, a la tierra de esas islas perdidas
en la inmensidad de un mundo observado por astros a medida del paso del tiempo.
Desconocidas montañas que barranco abajo, que barranco arriba respiran
lentamente cada instante que concurre en sus raíces. Las siete mujeres, de los
siete riscos abogando por la sonoridad de sus deseos, de esos sueños reales que
tatúan sus venas. Ellas tendrán que da un giro al desorden de una cultura
compulsiva en restos del ayer. Y allí nada cambiaba, todo igual, el mismo
paisaje donde rocas estáticas y flora amarilla como escoba o azul como el
trajinaste lo impregnaba de una sabiduría rara. Dragos en cada secuela de su
piel, agrietado, escarpado, de difícil acceso solo para aquellas siete mujeres
de los siete riscos. Dragos abrazados al lugar como hijos de la tierra , con
sus raíces bien amarradas aquellos terrenos vacíos de amo. Y las siete mujeres
de los siete riscos es a lo único que poseían respecto. Porqué ellos,
dragos cientos de años , las curaban de
todo malestar en sus cuerpos, en su sangre. De cada daño causado en su vida
casi en la intemperie. Incluso bebiendo de el cuando el agua era escasa, cuando
la estación del sol y sequía discurría apresándolas en un calor chillón,
terrible. Así eran mujeres, siete mujeres sanas, verticales, escudos a
cualquier tormenta viniera de donde viniera. Mujeres que abogaban por dignidad
de sus días, esos días enclavados en los siete riscos. Bajaban y subían, subían
y bajaban pero nunca rondaban la aldea.
Por la vertiente norte, por la vertiente sur o como según se mire de sus
riscos iban hasta donde las olas inmersas en nobleza las atendía para que sus
cuerpos desnudos se sumergieran al son de las lunas, de los soles que andaban
amenizando las horas en aquella isla. Era curioso pero ese baño era igual para
todas ellas, a la hora exacta, en el día exacto. La tentación las sacudidas
como hechizo de las olas, de la espuma blanca acariciando la orilla y un jardín
de nubes animadas al son de su entereza. Cuerpos que se sumergían, cuerpos que
emergían con la danza desigual de las mareas.
14
Ah, ya estoy aquí,
en mi aldea ¡Ciudadanos¡ Pueblo mía, salid. Salid aquí donde la ejecución será
eminente. Tengo que hablaros, contaros. Todo esto tiene que acabar. Las
malditas hechiceras con olor invisible,
con una maldición callada nos han llevado a la confusión, a un enfebrecido
sudor que nos acorrala ¡Basta¡ Y grito ¡Basta¡ Tenemos que pararlas ¡Detenerlas
en su afán de destrucción, del mal¡ Los
jardines del infierno borraran sus secuelas. Ah, ¡Ciudadanos¡ amigos míos, las
cazaremos como batida de lobas que dan nauseas con sus colmillos . Sí, vosotros
no veis sus colmillos pero yo lo sé, sé que los tienen arrebatados de sangre.
Quieren acaban con esta aldea y ser ellas resonar del poder ¡Venid¡ ¡Venid a
mí¡ No me veis, el insolente insomnio ante las tétricas maldades de estas nos
no dejan respirar, nos asfixiaran hasta que nuestra lengua sea arrancada
¡Ciudadanos¡ Pueblo mío, venid. Ir preparando las antorcha para cuando la noche
llegue a nosotros y ascenderemos a esos siete riscos al encuentro de esas.
Mujeres mundanas, mujeres violentas, mujeres embrujadas en las artes de la
magia negra ¡Ciudadanos de este mundo¡ Miradme, mirad como estoy , como están
ustedes. El terror mordiente nos azota y hay que acabar con él. Preparad en el
centro de la plaza las hogueras para cuando sean cazadas. Qué el rumor pase de
unos a otros, todos iremos a esos siete riscos donde Lucifer las oculta. Y así
llego el cura a la aldea, cubierto de barro y desolación, con un quejido que
hizo que todos se arremolinarán a su derredor. Los más creyentes tiritaban de
pánico, aquellos que la fe los cegaba a las palabras de este hombre. Los que no,
lamentaban los gritos, estos no querían la muerte de las siete mujeres de los
siete riscos. Y seguía , y seguía…preparad todo para la noche sin luna
venidera, azadas, cuchillos, espadas, lo más dañino y amenazante que tengáis en
mano. Todos pueden ir, incluso los más pequeños para que vean la verdad ¡La
verdad de Dios¡ Repetir conmigo ¡La verdad de Dios¡ No, su estado era anormal,
su blancura verdina los asustaba, sus gritos desesperado los atormentaba.
¡Muerte ven¡ arrímate a esas malhechoras mujeres y estrangúlalas ¡Sí¡
quemarlas, que no quede rastro de ellas. Por los sietes riscos arrastraremos
sus cuerpos de serpiente hasta aquí, hasta esta plaza donde el fuego las espera
y solo serán cenizas. Barrer y barrer ese jardín marmóreo de la mala fortuna en
el saltar de sus ojos huecos ante las llamas. Así será, Dios mío…así será.
15
Emergieron de las
aguas infinitas, eternas de aquel océano. Desnudas, en la orilla, las caracolas
rezumaba un aviso, una alerta que ellas solemnes escucharon. El canto de las
caracolas a la deriva de la tristeza, con una cierta melancolía y dejadez las
capturaba en un cierto desconsuelo. “ Y vendrán…y vendrán las tempestades de la
mentira y os rasgarán las espaldas, pesadas, livianas hacia una fosa anónima en
el paso de la memoria. Y vendrán…y vendrán las llamaradas que arderán en
vuestras carnes, en vuestros sentidos. Huid…huid por el amplio monte donde la
espesura de las arboledas es oscuridad a quien intente tocaros. Huid..huid
mujeres donde lo cierto ambula en vuestros corazones. “ Sintieron la voz del peligro, de la alerta.
Inmediatamente el cielo se volvió cenizo, otra vez venía la lluvia. Ellas, las
siete mujeres de los siete riscos , miraban esas nubes violentadas por el gris
más embustero, por el gris más enfermo como la aldea. Sí, una aldea enferma,
diezmada por el correr de los siglos y siglos, estancada en el miedo a un Dios
inexistente, solo, devorador en las palabras de un cura atrofiado “ Y vendrán y
vendrán los hombres y mujeres de hiel, hienas ensangrentadas del castigo
impuesto” Las siete mujeres de los siete riscos abrieron los ojos cuando la
lluvia temperamental aguijoneaba sus cuerpos. Las siete mujeres de los siete
riscos estiraron sus brazos en forma de cruz y giraron sobre sí mismas. El
océano detrás que se había vuelto de repente plomizo, revuelto, violentado por
la tronadora ventolera que venía “ Y vendrán y vendrán risco arriba a vuestro
encuentro, arrasando el todo, dejando la nada, el vacío ..” Callaron las
caracolas y un quejido agónico se desprendió del mar, eran las ballenas en su
grito incompresible del por qué, del por qué tanta sangre derramada
incoherente, ilegible para ellas. Las siete mujeres de los sietes riscos se
detuvieron, con sus manos a ese cielo impertinente, austero se transmitieron
sus ideas, pensamientos consecuentes tras aquella llamada a la huida. ..
16
Nos ausentaremos en
cavernas donde el milagro del olvido nos conquiste, seremos esclavas de la
libertad, del alma acogidas por racimos de paz.
Dormiremos hasta que la noche nos avise, una noche de luna huída por las
tierras aplastadas por terror. Vendrán con sus antorchas y quemarán estos siete
riscos donde nosotras somos aves inquietas con la sensación de la sabiduría.
Dormiremos como muertas en el largo sueño otoñal de las esferas de la soledad.
Vendrán a por nosotras y la fuga será invisible a esos que nos castigan, que
nos calumnias con sus llamas de un infierno inexistente. Las siete mujeres de
los siete riscos ascendieron a sus respectivas cuevas, se envolvieron en el
sueño oportuno de la mañana, de la espera que el redoblar de las campanas las
avisarán para el escape. No, no querían morir aun sin dejar huellas de ellas,
deseaban que su rastro fuera ciego solo para aquellos entorpecido, obtuso,
obsoleto en la lucha por el bien y el mal de su Dios. No , no se dejarían cazar
por aquellos inversos a sus creencias. Dejarían que la verdad la esculpiera el
tiempo, un tiempo que recorre cada una de las siete mujeres por igual, cada una
con sus conocimientos compartidos por la fragancia del otoño. Umh, el otoño
acecha voraz, feroz cada lágrima derramada en el monasterio. Las noticias han
llegado y el abad confuso pero vertical lo asume. Todavía en ese pozo donde la
lluvia desbaratada cae con sus pedruscos se deja ir en su cavilar. Siempre lo mismo
, historia tras historia, este mundo estrecho en sus actos, en sus
pensamientos. Siempre lo mismo, la verdad oculta son aguijones que apresa a la
mayoría de estos aldeanos. Una verdad oculta que enfermiza febrilmente ,
contundente al guía espiritual de estas gentes. Pobres gentes consumidas por
ideas fallidas. Siempre lo mismo, todo se repite, todo es cíclico, un acto
criminal es opresor de la libertad, de lo cierto donde quiera que estemos
establecidos. No, no hay paz ni la habrá…CONTINUARÁ
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