MARCHENA Y LOS TITIRITEROS
JUAN CARLOS ESCUDIER
En torno a la
figura de Manuel Marchena, el flamante y novísimo adalid de la independencia
judicial, existen dos hechos irrefutables. El primero es su indiscutible
calidad técnica como jurista, algo que sus colegas le reconocen casi por
unanimidad; el segundo es su adscripción ideológica al PP, casi tan
incuestionable como lo anterior. En el seno del Supremo abundan los magistrados
conservadores pero Marchena es el PP en mayúsculas, su nuncio en el Tribunal,
su togada referencia con puñetas de encaje.
Marchena tiene sus
obsesiones. La más conocida se llama Garzón, al que trajo por la calle de la
amargura con una instrucción de tres años por aquellos cursos de Don Baltasar
en Nueva York a cuenta del Banco Santander, la famosa causa del “querido
Emilio”, que acabó archivando por prescripción no sin antes atribuirle un
delito de cohecho impropio. Y también tiene sus detractores, que le buscan la
vueltas a cuenta de la creación de una insólita plaza de fiscal para su hija
Sofía gracias a los oficios de la directora de la Escuela Judicial de
Barcelona, Gema Espinosa, a la sazón esposa del magistrado Pablo Llarena. Que
Marchena esté llamado a presidir el juicio a los líderes del procés encausados
por Llarena ha servido para alimentar la maledicencia.
Desde este martes
Marchena es, además, espejo de rectitud por su renuncia a prestarse al enjuague
con el que PP y PSOE habían aliñado la composición del Consejo General del
Poder Judicial en el que se le reservaba su presidencia y la del Tribunal
Supremo. No es habitual que en medio del cambio de cromos uno de ellos salga
respondón y arruine el cambalache, aunque hay veces que no sólo obliga la
nobleza sino también las circunstancias.
Lo que ha molestado
al juez no ha sido una componenda de la que hay que suponerle informado, si no
por Pedro Sánchez, que es de los que le organiza a Portugal un Mundial de
fútbol sin que se entere, sí por quienes le creían en la nómina de sus afectos.
Con lo que no ha podido tragar es con el papel de capataz que le asignaba el
portavoz del PP en el Senado, Ignacio Cosidó, que debería haber dimitido ayer
mejor que hoy pero los miembros del Opus conjugan mal ese verbo. Al magistrado
le ha podido la humillación de verse retratado como la marioneta perfecta para
controlar “desde atrás” la Sala de lo Pena y la del 61, es decir las que juzgan
a políticos y deciden sobre los partidos. Su arranque de dignidad es una
reacción epidérmica que no hay que interpretar como independencia sino como urticaria.
Marchena ha
intentado escapar a la deshonra a la que le condenaban unos desvergonzados
titiriteros que nada más conocer su insólita abdicación preventiva se rasgaban
las vestiduras y se culpaban mutuamente del estropicio. En su huida se ha
encaramado a un pedestal y ha empezado a ser adorado como la encarnación del
libre albedrío. No es que los dioses estén locos; los que están de la olla son
los creyentes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario