V. S. NAIPAUL, MONSTRUO
PERFECTO
DAVID TORRES
V. S. Naipaul no
tenía pelos en la lengua porque los escupía todos. Los escupía, además, en
todas direcciones, al primero que se le ponía por delante, ya fuese en
cuestiones políticas, literarias o religiosas. Entrevistarlo era un deporte de
riesgo, porque al periodista le podía caer el escupitajo en cualquier momento,
desde cualquier ángulo y por cualquier motivo, sobre todo cuando se publicó The
World Is What It Is, la escandalosa biografía de Patrick French que lo retrata
como un Minotauro. Naipaul podía haberle ahorrado mucho trabajo a Florie
Rotondo, aquella niña que inventó Capote para el primer párrafo de Plegarias
atendidas y que en una redacción colegial escribió: “Si pudiese hacer lo que
quisiera, me iría al centro de la Tierra, nuestro planeta, y buscaría uranio,
rubíes y oro. Intentaría encontrar Monstruos Perfectos”.
Ahora que se ha
puesto de moda la confusión entre autor y obra, Naipaul resulta un blanco
perfecto para esos guardianes de la moral que leen Lolita como la confesión
directa de un pedófilo y pretenden prohibir la filmografía completa de Woody
Allen en nombre de unos supuestos abusos infantiles que cada vez parecen menos
verídicos. Naipaul no publicó ningún libro tan polémico, que yo sepa, como la
obra maestra de Nabokov, pero su vida tiene episodios suficientes para que
Borges -a quien no entendió- hubiera incluido un resumen en Historia universal
de la infamia.
No sólo maltrató y
despreció olímpicamente a su primera esposa, Patricia Hale, sino que en su
lecho de muerte, mientras ella se recuperaba de una masectomía, alardeó en una
entrevista en The New Yorker del hecho de que ella nunca le había atraído
sexualmente, por lo que había tenido que desahogarse a menudo con prostitutas.
“Podría decirse que yo la maté” le confesó a su biógrafo, Patrick French. Con
Margaret Murray, a la que consideraba “ignorante y torpe”, mantuvo una relación
de dos décadas que se basaba principalmente en la adoración sumisa de ella y en
las palizas que Naipaul le propinaba habitualmente para satisfacer sus
fantasías sádicas. Murray sufrió tres abortos a lo largo del idilio con el
escritor y, a modo de compensación por los servicios prestados, él le envió un
cheque.
Con los amigos la
cosa tampoco iba mucho mejor, como contó Paul Theroux en La sombra de Naipaul,
un asombroso libro de memorias que escribió a raíz de encontrarse en un
mercadillo de segunda mano todos los libros que le había regalado a su maestro
con su firma y dedicatoria. Theroux, más divertido que indignado, le llamó para
preguntarle qué había ocurrido pero Naipaul no quiso responder al teléfono. Se
consideraba el escritor en inglés vivo más importante, una opinión compartida
por multitud de críticos y colegas, y que a mí siempre me ha parecido una
evidente exageración. Su estilo diáfano y transparente me deja tan frío que no
puedo recordar apenas nada, ni una frase, ni un párrafo, ni una idea, de los
tres o cuatro libros suyos que he leído. En aquel tiempo, a golpe de pájaro y
contando únicamente novelistas, todavía estaban en activo Graham Greene, Anthony
Burgess, Norman Mailer, Saul Bellow, John Hawkes o Philip Roth. Todavía lo
están John Irving, Anne Tyler, Cormac McCarthy o John Barth.
Le han acusado
también de racismo y Derek Walcott, otro premio Nobel caribeño, fue aun más
explícito: “Odia a los negros”. Su opinión sobre sus colegas escritoras tampoco
puede ser más desafortunada: “Demasiado sentimentales. Son diferentes, son
bastante diferentes. Leo un fragmento de texto y con sólo uno o dos párrafos sé
si lo ha escrito una mujer o no. No está a mi nivel”. Por lo que le he leído,
ya quisiera Naipaul haber escrito un párrafo al nivel de Isak Dinesen, Carson
McCullers o Marguerite Yourcenar.
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