Siga a este taxi
JUAN CARLOS ESCUDIER
Que el conflicto
del taxi no puede acabar bien lo saben el Gobierno y los taxistas, ya sea
porque el primero promete lo que sabe que no puede cumplir o porque los
segundos piden un imposible viaje hacia atrás en el tiempo. No se puede luchar
contra esa modernidad de la que advertía Bauman, porque lo que no se quiere
cambiar ya ha cambiado y lo que se creía inamovible es hoy una realidad
zarandeable, bamboleante y líquida.
Llevan razón los
taxistas en que la ley no se cumple, que la famosa proporción 1/30 entre sus
licencias y las de las VTC de Uber y Cabify es hoy de 1/7 y será menor a medida
que los tribunales vayan resolviendo los casos pendientes. Quienes hoy
denuncian estar sometidos a una competencia desleal son los que durante décadas
no tuvieron ninguna, y no estaría de más alguna autocrítica del sector, no ya
para comprender cómo se ha llegado hasta aquí sino para arbitrar una solución
de futuro.
El gran drama del
taxi ha sido el sistema de concesión de licencias. Siendo el suyo un servicio
público en manos privadas, lo razonable hubiera sido que éstas se concedieran a
precio fijo y que, cuando sus titulares se jubilaran o abandonaran su
actividad, volvieran a la Administración para una nueva adjudicación por
méritos. En lugar de eso, se originó un mercado secundario sometido a una
especulación tan galopante que deja pequeña la burbuja inmobiliaria. En
ciudades como Madrid o Barcelona se han llegado a vender licencias por 300.000
euros y lo que los taxistas creyeron que era una inversión –que lo fue- se
asemeja hoy mucho a una estafa piramidal tras la irrupción de nuevos operadores
en el breve lapso en el que estuvo en vigor la desastrosa liberalización
acometida en 2009.
El disparatado
precio de las licencias desembocó en el fenómeno de la pescadilla que se muerde
la cola. Hacer frente a los créditos que muchos tuvieron que pedir para ponerse
al volante, obligó a los taxistas a incrementar sus jornadas, lo que dibujó en
su rostro esa cara de mala leche tan conocida entre los usuarios y les
transformó en oyentes asiduos de la COPE. En su intento de darse un respiro,
forzaron a los Ayuntamientos a elevar sus tarifas, lo que se tradujo en una
reducción del número de clientes y en más horas sobre el respaldo de bolas de
madera para compensar la menor recaudación. El fenómeno se reprodujo una y otra
vez, mientras se contenía el número de licencias, cuyo número ha permanecido
invariable en décadas.
Se llega así a la
situación actual en la que han de compartir asfalto con esos nuevos operadores
que ofrecen botellas de agua a los clientes, les preguntan qué emisora quieren
escuchar y si está a su gusto el aire acondicionado y les cobran la mitad por
el mismo trayecto. Si estos servicios se realizan gracias a la explotación
laboral, con elusiones fiscales de sus patronos y con incumplimientos de las
normas establecidas, es exigible la mano dura de la Administración para
impedirlo. También para evitar la situación de abuso en la que trabajan muchos
asalariados del taxi, que es el lumpenproletariado del gremio y de cuya
existencia nadie parece acordarse.
Nadie discute, por
tanto, que existe una ley que no se cumple porque fue sobrepasada por la
realidad. Y que los taxistas hacen bien en exigir medidas a los poderes
públicos, singularmente que sean comunidades y ayuntamientos los competentes en
las autorizaciones, aunque con la certeza de que en muchos casos sólo les
abocará a la melancolía. A partir de ahí se echan en falta soluciones, que
quizás pasen en primer lugar por compensaciones a quienes se empeñaron en la compra
de una licencia en los tiempos en los que todo era sólido y hoy se ha sublimado
hasta lo gaseoso. ¿Que por qué las administraciones, o sea todos, deberían
retratarse ante lo que no deja de ser una especulación entre particulares? Pues
porque están en el origen del mal y porque han ido sacando tajada, Hacienda
mediante, de las sucesivas compraventas.
En segundo lugar,
resulta evidente que el sector debería afanarse en hacer frente a los
competidores con sus mismas armas para fidelizar a la clientela: tecnología y
tarifas variables o precios fijos, según el caso; hasta descuentos, que es lo
que ha empezado a ofrecer alguna plataforma de taxistas. Intentar volver al
pasado es un imposible metafísico, un sueño inalcanzable. Entre la
liberalización salvaje y el monopolio hay un campo enorme en el que jugar si
las reglas son claras y se cumplen.
No hay comentarios:
Publicar un comentario