MEDIOCRIDAD Y DIGNIDAD
DANI
DOMÍNGUEZ
“¿Por qué solo los
ricos pueden ser mediocres y los pobres no? ¿Es que nosotros somos los que
tenemos que destacar para tener realmente una vida digna? Yo quiero ser
mediocre y ser jodidamente digna”. Una amiga, con dos preguntas y una
afirmación acababa de desmontar todo en lo que yo creía. Era un punto de
inflexión, el momento en el que me daba cuenta de que no era más que otro
prototipo al servicio del pensamiento neoliberal que tan enraizado estaba
dentro de mí. Un devoto de la falsa meritocracia que no quería oír hablar de la
mediocridad. Que la repudiaba, que le asustaba, que le tenía miedo y huía de
ella.
Toda nuestra vida
está encaminada al éxito. Si no lo buscamos, cargaremos toda la existencia con
la cruz del conformismo. Y eso es negativo. Por eso pasamos el día frustrados.
Nos piden el esfuerzo siempre a los mismos. Tenemos que llegar a objetivos y
metas. Estamos obligados a destacar, a llegar antes. Queremos que nuestra hija
diga sus primeras palabras antes que sus compañeros de guardería porque así
demostrará que es más lista que el resto, que sobresale, que no es una más.
Queremos presumir delante de otros padres. Y si no lo hace, ¿qué? Nos
frustramos, nos convertimos en infelices.
Nos han ensañado que
todo en la vida es una competición. No estudiamos para aprender, estudiamos
para sacar mejores notas. Pero, ¿mejores notas que quién? No se trata de
hacerlo por convicción, sino por comparación. Todo es una comparación continua
y llega un punto en el que nos damos cuenta de que la forma más fácil de
“ganar” es destruyendo al de al lado. Sentimos siempre la necesidad de ser
mejores que alguien. De destacar. De tener éxito.
Y por eso pensamos
que quien sale de su casa a las 7 de la mañana y vuelve a las 9 de la noche
cobrando el salario mínimo es un perdedor. Porque lo ordinario está mal visto.
Y no queremos que papá venga a recogernos al instituto con la ropa llena de
pintura o con ese coche que tiene tantos años. Porque no ir con chaqueta y
corbata es de perdedores y nos han hecho pensar que mamá y papá no son grandes
triunfadores. ¿Y qué es el triunfo? ¿Acaso no es un triunfo que no falte un
plato de comida en la mesa día tras día? ¿Acaso somos unos perdedores por no
tener un coche caro y una casa grande?
Han construido
sobre nosotros un falso relato del mérito. Por eso hemos podido escuchar a
señoritos como Cayetano Martínez de Irujo asegurar que “en Andalucía la gente
joven no tiene ganas de progresar”. Somos nosotros quienes tenemos que cargar
con el peso del manto del esfuerzo mientras ellos se pasan todo el día montando
a caballo. Porque ellos ya poseen esa idea de triunfo que nos han vendido.
Aunque no hayan hecho absolutamente nada para conseguirlo, aunque todo haya
venido dado gracias a un apellido con pedigrí. Y hemos aceptado que eso vale
más que unas manos que rebosan de ampollas y sangre. No se trata de idealizar
las penurias o de dar un toque romántico al sufrimiento. Porque nadie soñó con
recoger melocotones a 40º grados en pleno agosto, porque se pasa mal. Porque es
una mierda. Pero es más digno eso que utilizar una posición de poder para
conseguir sin esfuerzo una carrera y un máster. Porque Pablo Casado es el
prototipo de político que predica la meritocracia y cuya cultura del esfuerzo
ha sido fácilmente puesta en entredicho.
Las redes sociales
son un buen ejemplo de la necesidad que tenemos de parecer exitosos. Buscamos
ser influencers. Por eso queremos hacernos fotos bebiendo champagne en copa,
porque nos han dicho que es un símbolo de triunfo, de prestigio. Pero nadie se
haría fotos con las botas llenas de barro después de haber estado recogiendo
fresas 12 horas al día durante la campaña. Ni cosiendo zapatos por menos de dos
euros la hora, porque además de explotarnos nos han hecho sentir miserables y
culpables de ello.
Nos toca adueñarnos
del término ‘mediocridad’ y resignificarlo. Porque, ¿quién es el mediocre? ¿Una
persona que gracias a su cargo puede obtener un máster fraudulento con una
media de sobresaliente o una hija de familia obrera que ‘solo’ tiene un 5 de
media porque todas las noches trabaja como camarera? Pues hace unos meses, como
únicamente habríamos conocido la media y el cargo de cada una de estas dos
personas, la mediocre sería la segunda. Porque llegar a ser cargo público es
tener éxito y trabajar como camarera es ser mediocre. Y porque tener un 9 de
media es un triunfo y tener un 5 es un fracaso. Da igual el esfuerzo, el de
verdad, el que hace la gente corriente (término que uso con orgullo) para
llegar a ese 5. Si no entendemos esto, la hormiga será siempre la triunfadora
mientras que la cigarra será la mala de este cuento.
Alexis de
Tocqueville, pensador de cabecera de algunos personajes de la derecha que más
huelen a humedad y naftalina como Hermann Terscht y Jiménez Losantos, ya se dio
cuenta de esto. Tenía miedo de la democracia porque podía hacer que los hombres
como él perdiesen sus privilegios. En La democracia en América cuenta las
supuestas consecuencias negativas que la tendencia a la igualdad de oportunidades
que se percibían en la democracias traería para las sociedades. Sin embargo,
esa igualdad de oportunidades no es más que aparente, una cortina de humo.
Tocqueville criticaba la tendencia a la igualdad porque obligaba a todos los
hombres a trabajar. Ese era su miedo. Tocqueville dejaba patente uno de los
grandes miedos de la oligarquía: perder las facilidades intrínsecas a su clase,
perder la ventaja con la que contaban desde la cuna. Ya no podrían
diferenciarse del resto. Y a eso le temen. Porque en igualdad de condiciones,
Cayetano Martínez de Irujo dejaría de ser una ‘persona con éxito’ para ser una
‘persona mediocre’.
Como decía mi
amiga, la dignidad no tiene que ver con la mediocridad. Pretendemos pasarnos la
vida haciendo cosas brillantes y comparándonos con otras personas. Y mientras
sigamos comprando su falso relato del éxito y la mediocridad, nosotros
seguiremos siendo los perdedores. Nunca fue más necesario sacar la bandera del
orgullo de clase que ahora. Porque ver a los pensionistas todos los lunes en la
calle es motivo suficiente para sentirse orgulloso de la gente común. Y ver a
las espartanas de Coca Cola y a las kellys como siguen luchando año tras año
ante la injusticia, también. Aunque quizá ninguna de ellas tenga cabida dentro
de esa fórmula del éxito que nos han vendido. Y no por eso perdieron la
dignidad aunque tratasen de quitársela. Porque la dignidad no tiene nada que
ver con la mediocridad. Porque en el cuento lo que “no dicen es por qué unos
nacen cigarra y otros hormiga. Porque si naces cigarra estás jodido, y eso aquí
no lo pone”.
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