UN PAÍS SIN VERGÜENZA
DAVID TORRES
Un anciano de 85
años, con una chaqueta sobre los hombros, se lleva una mano al oído y dice que
no oye bien; la fiscal tiene que repetirle varias veces la misma pregunta,
aunque casi siempre entiende a la primera a su abogado. Se llama Eduardo Vela,
fue ginecológo en la clínica San Ramón de Madrid durante los años sesenta y
ayer, por fin, una mujer, Inés Madrigal, logró la proeza increíble de sentarle
en el banquillo después de una disputa titánica. Está acusado de detención
ilegal, suposición de parto y falsificación en documento oficial. Un día la
madre de Inés Madrigal le confesó que ella no era su verdadera madre, que Vela
-a quien reconoció en un careo durante la fase de instrucción- se la había
regalado como si fuese un cachorrito después de quitársela a sus auténticos
padres y de enseñarle cómo fingir un embarazo. Vela contesta a las preguntas
con vaguedades, dice que él no sabe nada, que no se acuerda de nada.
Es lógico que no se
acuerde, es incluso plausible: lo terrible, lo imperdonable es que no nos
acordemos nosotros. El caso de Inés Madrigal, que lleva media vida
preguntándose dónde andará su madre biológica, es sólo una gota de agua en un
océano de desdicha. Porque San Ramón sólo era una más de las docenas y docenas
de clínicas, maternidades e instituciones religiosas dedicadas al expolio de
recién nacidos a todo lo largo y lo ancho de la geografía española, una
auténtica trama criminal que implicaba a médicos, funcionarios del gobierno,
monjas, curas, comadronas y agencias de adopción estatales.
Este robo
sistemático de bebés se remonta a 1937, cuando el doctor Antonio
Vallejo-Nájera, psiquiatra oficial del régimen y admirador confeso de Himmler,
ideó la estrategia de separar a los hijos de las madres republicanas presas en
las cárceles de Franco para evitar la propagación de lo que él denominaba “el
gen marxista”. Posteriormente, durante los años cincuenta y sesenta, esta
maquinaria criminal adquirió el rango de un lucrativo negocio, cuando el bebé
arrancado a su madre legítima -a quien se le decía que había muerto en el
parto- era vendido a otra familia por un buen puñado de dinero y con todos los
papeles en regla. Son miles de españoles quienes, como Inés Madrigal o el
abogado Enrique Vila Torres, siguen preguntándose en vano por su origen, pero
son muchos más quienes ni siquiera se imaginan que su biografía empezó con un
crimen. Se calcula que, entre los cuarenta y los ochenta, la cifra puede
ascender a sesenta mil niños robados, quizá la historia más negra del
franquismo y la más ignorada.
Por desgracia, tuve
la desgracia de investigar algunos detalles de la trama durante la escritura de
mi último libro, Palos de ciego, en el que, entre otras cosas, intenté
esclarecer qué había sucedido con mi hermano mayor, David, muerto en la clínica
de San Ramón a las pocas horas de su nacimiento. O al menos eso les dijeron a
mis padres. Así descubrí cómo, en 1981, el fotógrafo Germán Gallego publicó en
la revista Interviú unas asombrosas fotografías donde se veía a un bebé
congelado en una cámara frigorífica de la clínica San Ramón. Ese trozo de carne
helada y triste era lo que le enseñaban a las pobres desgraciadas que no se
resignaban a la noticia de que habían perdido a un hijo. Gracias a ese
reportaje firmado por María Antonia Iglesias se inició una investigación
policial que terminó con la clausura de la clínica y la detención de Vela, pero
la causa no fue más allá, quizá porque implicaba a personajes demasiado
poderosos relacionados con los estamentos religioso y político. Años más tarde,
en 2010, en una de las pocas entrevistas que concedió, el ginecólogo confesó
que no había congelado un solo niño, sino varios, que se trataba de una
práctica corriente que llevaba a cabo cuando no tenía tiempo para realizar la
autopsia en el momento. También dijo que él mismo había quemado los archivos
donde se guardaban los historiales clínicos y los datos de las parturientas.
La semana pasada
toda España se indignó y los principales periódicos publicaron a todo trapo las
repugnantes fotos de los niños separados de sus madres y albergados en jaulas
por la administración Trump mientras esperaban la deportación. Ayer pasaron
casi de puntillas sobre la ignominia de Inés Madrigal y de los miles de
huérfanos que andan reclamando justicia en un país sin memoria, sin dignidad y
sin vergüenza. No, Vela no se acuerda de nada, y nosotros tampoco.
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