NIÑOS COMO PERROS
DAVID TORRES
Lo que le
pierde a Trump son las formas. Deportar inmigrantes ilegales por millares está
muy feo, por eso lo mejor que se puede pedir en estos casos es discreción y
formalidad, como hacía Obama, que deportó más gente que cualquier otro
presidente norteamericano en las últimas tres décadas, e incluso que todos los
demás juntos, pero parecía que nunca hubiera roto un plato. Obama deportaba
medio millón de inmigrantes y ni rompía a sudar el tío. Es más, a veces, con su
pinta de cantor de jazz, parecía que el deportado era él, no se sabía si desde
Hawai o desde Estocolmo, donde tendría que ir a revender el premio Nobel de la
Paz que le dieron y devolver el importe íntegro del premio, ya que está sin
usar. Trump, en cambio, se pone a vocear y a hacer el gilipollas, y claro,
llama la atención.
Esta
semana han salido a la luz ciertos detalles de la política migratoria de
Estados Unidos, en concreto, las jaulas de aislamiento donde encierran a los
niños separados de sus padres en la instalación “Úrsula” de Texas, un lugar
infame al que por algo llaman “la Perrera” y que recuerda a los presos
hacinados en el Granero de la comisaría de Farmington, en la teleserie The
Shield. Las fotos han cabreado mucho al tipo que le escribía los discursos a
Obama, Jon Favreau; al redactor jefe de The New York Times Magazine, Jake
Silverstein; a la reportera de la CNN, Hadas Gold; y a un montón de gente
importante e informada, de manera que las imágenes están dando la vuelta al
mundo para que hasta el último ser humano con una pizca de sensibilidad se dé
cuenta de la clase de canalla que es Trump.
Lo malo
es que, entre las fotos actuales, se han colado algunas de 2014, cuando
gobernaba Obama, y resulta que las jaulas, las penosas condiciones de reclusión
e incluso los niños detenidos son bastante parecidos a los que hay ahora
esperando en la zona del control de aduanas de la frontera mexicana. Unos
cuantos curiosos, bastante impertinentes, han preguntado a Gold, a Silverstein
y a Favreau por qué no se echaron las manos a la cabeza entonces, cuando los
niños arrancados de sus padres los arrancaba Obama y no Trump, y no han
obtenido más contestación que un carraspeo, un silbido y un vaya, qué calor
hace.
No
obstante, la respuesta está muy clara. El problema no son los niños hacinados
como pollos, ni los emigrantes ilegales, ni las leyes inhumanas, ni las jaulas
para perros: el problema es Trump. Si Donald Trump no tuviese ese bronceado de
aperol ni ese pelo de cástor y además supiese bailar, se le perdonaría
cualquier cosa, como se le perdonan a Obama sus muchos y sanguinarios pecados.
Un golpe de estado en Honduras, una Libia desmembrada, un Guantánamo en
funciones o un Yemen hecho mierda. Pero es que Trump va y le dice al presidente
japonés, en plena cumbre del G7 en Canadá, que le va a enviar 25 millones de
mexicanos por mensajería, para desequilibrar el mercado de mariachis, y claro,
así no se hacen las cosas. Tú puedes meter a dos mil o tres mil niños en jaulas
y devolverlos a su país a patadas, pero sin vacilar y haciendo como que te
quita el sueño por las noches. Yes, we can.
Las
formas lo son todo. Recuerdo una noche en que intentaba entrar a una discoteca
y el portero, que bien podía ser islandés, me dijo que con esos calcetines
blancos no podía dejarme pasar. Yo le señalé al tipo que caminaba ya hacia la
barra, con su flequillo airoso, su jersey cruzado sobre el pecho, sus mocasines
de cuero y sus calcetines blancos destellando bajo unos pantalones pesqueros.
“Pero usted no es él” replicó el portero con una lógica irrefutable y no poco
kafkiana. Me sentí un poco negro, como Trump al lado de Obama. En una de las
fotos publicadas esta semana se especifica que los niños llorando tras los
barrotes son hondureños. Estaría bien preguntarles a Obama y a Hillary Clinton
por qué.
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