LA VENTANA DE ANA FRANK
MIGUEL ROIG
La niña Ana Frank
consiguió ser personaje y autora a la vez, es decir, autora de sí misma
escribiendo su propia circunstancia. Cabe preguntarse si gracias a su diario no
fue convertida en personaje por sus opresores, ya que ese documento se
convirtió en uno de los grandes testimonios del nazismo. El relato que se
construye alrededor de Ana Frank incluye el edificio en Ámsterdam donde se
encuentra el escondite en el que se ocultó con su familia y un pequeño grupo de
personas durante la ocupación alemana entre el 9 de julio de 1942 y el 4 de
agosto de 1944, fecha esta última en que un grupo de la policía, alertado por
un delator, asaltó el lugar deteniendo a todos sus ocupantes y enviando a la
mayoría a campos de concentración. El padre de Ana fue el único sobreviviente y
quien tiempo después entregaría el libro para su publicación.
En la entrada del
diario con fecha 5 de julio de 1942, Ana Frank escribe que están sacando cosas
de su domicilio para salvarlas de los alemanes y anota que su padre la alerta
por primera vez de que ellos también corren riesgo de caer en manos de los
nazis. Cuatro días después, el 9 de julio, Ana cuenta cómo caminan bajo la
lluvia por las calles de Ámsterdam hacia el edificio donde tenía las oficinas
su padre y en el que se había adaptado una parte como escondite donde viviría a
partir de entonces. En la última entrada, la del 1 de agosto de 1944, tres días
antes que un oficial de las “SS” alemanas junto con tres miembros holandeses de
la Grüne Polizei (policía verde) los detuviera, Ana habla del miedo. Pero no se
trata del miedo paralizante ante lo que vendrá, sino del miedo propio de una
chica de quince años, cumplidos hacía menos de dos meses: “Tengo mucho miedo de
que todos los que me conocen tal y como siempre soy descubran que tengo otro
lado, un lado mejor y más bonito. Tengo miedo de que se burlen de mí, de que me
encuentren ridícula, sentimental y de que no me tomen en serio. Estoy
acostumbrada a que no me tomen en serio, pero solo la Ana ‘ligera’ está
acostumbrada a ello y lo puede soportar, la Ana de mayor ‘peso’ es demasiado
débil”.
Cuando se visita la
casa en Ámsterdam, en la calle Prinsengracht 263 y se suben varias escaleras
que finalmente conducen al escondite que Ana llamaba “nuestra hermosa Casa de
atrás”, cuesta mucho trabajo pensar en una adolescente cavilando en los
remolinos de su lábil personalidad. Por el contrario, se experimenta la
ausencia del personaje del diario e, incluso, del de la vieja película en
blanco y negro de Georges Stevens. Tal vez lo que mayor desasosiego genera es
mirar las marcas con lápiz en una pared donde se van registrando las alturas
que van ganando los cuerpos de Ana y de su hermana Margot, dos años mayor, y
que posiblemente hayan sido hechas por Otto Frank, el padre. Es como esos
olores que se nos cruzan de repente y despliegan la fantasía de un pasado tan
vívido que nos hacen vacilar un segundo y sentir en ese instante fugaz la
presencia de alguien ausente, y en el absurdo intento de querer revivirlo se
desvanece y nos quedamos con la nada. El vacío de Ana está en esa marca. En su
cuarto, donde escribió el diario, hay viejas fotos descoloridas de artistas de
Hollywood y una ventana que da al patio del centro de manzana. Paul Auster en
La invención de la soledad afirma que desde ese sitio, a través de esa ventana,
se pueden ver al otro lado del patio las ventanas traseras de la casa en la que
vivió René Descartes. Auster imagina a una Ana Frank, sobreviviente de la
guerra, leyendo a Descartes, que no se cansaba de alabar a ese país por la
inmensa libertad que le ofrecía. Sin embargo, la ventana de Ana es su diario, a
través de ella la observamos y ella nos sostiene la mirada ante una Europa que,
poco a poco, pareciera que quiere volver a convertir la libertad en nostalgia.
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