AQUÍ CABEMOS TODOS O
NO CABE NI DIOS
JUAN CARLOS ESCUDIER
Históricamente,
el patriotismo nos ha hecho a los españoles una digestión muy pesada, con
retortijones, ardores y flatulencias. Lo peor han sido siempre los ardores y,
sobre todo, sus chispas, esas que abrasaban todo y dejaban a su paso montañas
de cadáveres, todos muy patriotas, todos muy españoles o antiespañoles, y todos
muy muertos. Por lo general, nuestra relación con el patriotismo se ha reducido
a una lucha desigual entre la libertad, que por costumbre caía derrotada, y la
reacción, que se imponía a tiro limpio y luego salía bajo palio. Del
patriotismo que entendía Azaña, y que siempre se pone de ejemplo, sólo han
quedado unas hermosas y profundas citas de lo que debió ser, nunca fue y, desgraciadamente,
sigue sin serlo.
Pese a
los cólicos, el patriotismo siempre ha vendido mucho y Albert Rivera, que es un
fenicio, se ha inventado a falta de crecepelos un derivado del ‘todo por la
patria’ en forma de plataforma, a la que ha dado en llamar España Ciudadana,
con la que promete que superemos la crisis de identidad nacional y hasta la de
los 40. El suyo, asegura, es un patriotismo cívico que, al parecer, consiste en
agitar banderas y en que Marta Sánchez vierta lágrimas como una Magdalena al entonar
a capella su “Grande España, a Dios le doy las gracias por nacer aquí, honrarte
hasta el fin”, con el que está arrasando en las discotecas del centro de
Madrid.
Rivera ha
querido emular a Argüelles cuando, enarbolando la Constitución de 1812 en la Iglesia
de San Felipe Neri, proclamó aquello de “Españoles, aquí tenéis vuestra
patria”, pero a nuestro líder veleta le ha salido algo muy distinto que no pasa
de ser una manifestación grosera de nacionalismo que, como cualquier otro,
precisa para existir de un enemigo, de esa antiEspaña que nos resulta tan
conocida y que hoy está integrada por los independentistas y por aquellos que
no comparten la idea de que la nación tenga que ser tan única y tan arisca.
El de
Ciudadanos no ha inventado la pólvora aunque se muestre tan dispuesto a usarla.
Más bien, se ha subido a los lomos de ese monstruo que habíamos narcotizado a
la muerte del dictador bajito y que, finalmente, ha despertado en una explosión
rojigualda que da muy bien en los balcones y en las encuestas. Lo suyo no puede
ser patriotismo ni cívico ni cívica, que dirían las madres, porque se alimenta
de resentimiento y utiliza la historia como alambique del odio, justo lo
contrario de lo que debía intregrar su dieta.
Su
maniobra ha sido muy criticada por el PP, que creía que ese caballo estaba en
sus cuadras y le acusan de ser un vulgar cuatrero, pero también ha despertado
la admiración de Alfonso Guerra, que en uno de sus ataques agudos de
jacobinismo, cree que Ciudadanos se verá recompensado por defender lo español
en Catalunya, es decir, el discurso de la izquierda antes de que se volviera
nacionalista. Con las mismas, ha pedido a los “progresistas” liberarse de
perjuicios y proclamar su patriotismo, que pasa obviamente por custodiar la
unidad territorial como garante de la igualdad entre españoles.
Defender
a la patria es, como se ha dicho, un ejercicio muy peligroso porque la idea que
cada uno tiene de ella no es uniforme. Ni son menos patriotas los que en otros
países, como Reino Unido o Canadá, han favorecido que los ciudadanos de Escocia
o Quebec expresen en referéndum lo que quieren ser, ni tampoco los que aquí
opinan que la patria no se corresponde con una única nación y no necesitan
agitar trapos de colores para expresar su amor al país.
El patriotismo
es una manifestación de orgullo por pertenecer a una comunidad. Se confunde con
un sentimiento cuando es, en realidad, un pensamiento racional, un
convencimiento en gran medida científico de que uno habita un país respetable.
Como se ha dicho aquí en alguna otra ocasión, esa respetabilidad no está en
función de la soberanía que defiende sino de los derechos que ampara y del
trato que dispensa a sus ciudadanos.
La
patria, por lo demás, no deja de ser la imagen que devuelve esos espejos
deformantes de la realidad con los que cada uno la observa. Habrá quien
considere patriota al rapero Valtonyc por poner pies en polvorosa y denunciar
con su huida la ausencia de libertad de expresión. El propio Zaplana, ese brazo
de mar de trajes entallados y zapatos impolutos, de piel barnizada en contraste
con unos cuellos de camisa blanquísimos, diríase que almidonados, recogidos en
el nudo Windsor o príncipe Alberto de una corbata que si no es de Hermés lo
parece, siempre se consideró un patriota con derecho de roce a la caja
registradora.
Los
descreídos de banderas himnos y naciones también tienen su idea de patria,
mucho más incluyente y generosa porque trasciende las fronteras, que son esas
líneas imaginarias donde el vecino deja de serlo para convertirse en extranjero.
Cantaba Víctor Manuel hace casi cuarenta años la mejor definición que se ha
escuchado de la patria, la que no precisa de salvadores como Rivera ni arma de
razón a los que se llenan la boca con su nombre, la que no juega con sables ni
considera traidores a los que no participan de sus procesiones. Aquella en la
que necesariamente caben todos o no cabe ni Dios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario