CIFUENTES DIMITE POR
ARTE DE MAFIA
JUAN CARLOS ESCUDIER
Cuenta
la leyenda que la mafia se inventó en estas tierras. Se hacía llamar la Santa
Garduña, una hermandad de facinerosos creada en Toledo para actuar contra
judíos y musulmanes y quedarse con sus propiedades tras pasarles a cuchillo o
asarles en la hoguera. Se afirma también que, perseguidos por uno de sus
asesinatos, tres de sus integrantes dieron con sus huesos en Italia, donde
aprovecharon para fundar allí la Camorra, la Cosa Nostra y la Ndrangheta. Lo
sucedido hoy con Cristina Cifuentes y el sórdido vídeo de 2011 mostrando su
hurto de unas cremas en el Eroski dan mucha veracidad a la historia. Sí, aquí
nació la mafia sin ningún género de dudas.
Cifuentes
debió haber dimitido cuando se desvelaron las primeras informaciones sobre su
máster regalado, antes de que arrastrara por el fango a la institución que
representaba y a una universidad que difícilmente escapará del estigma de la
venta de títulos con el que algunos politiquillos adornaban sus currículos.
Debió hacerlo entonces por iniciativa propia u obligada por su partido, que,
implicado como está en corrupciones mayores, ya es incapaz de distinguir entre
el bien y el mal y ha adoptado la mentira como inseparable mascota. Lo ha
tenido que hacer hoy porque alguien ha guardado durante siete años las imágenes
de unas cámaras de seguridad que debieron haber sido destruidas quince días
después. Lo ha tenido que hacer hoy por arte de mafia.
La
Garduña de nuestros días se oculta en algunos aparatos del Estado y en sus
cómplices políticos y mediáticos. Son los que impidieron poner nombre a la X de
los GAL, los que decidieron que había que acabar con Borrell cuando aspiraba a
liderar y purgar el PSOE y los que han mantenido al PP en el machito y, en
general, el statu quo de un sistema purulento y prácticamente incurable. Están
en las cloacas y en los áticos, porque sino no se explicaría el bronceado que
lucen algunos de sus sicarios.
Si
no caído, Cifuentes ya era un tambaleante ángel rubio al que faltaban unos días
para besar el suelo. El empujón brutal que la ha derribado ahora es puro
sadismo. No es la cabeza de caballo bajo el embozo de la cama sino el batazo de
Al Capone en su cena de intocables por el simple placer de contemplar los sesos
esparcidos en el mantel. A estas alturas descubrir si el golpe procede de la
llamada policía patriótica, de los servicios de inteligencia o de alguna hiena
del partido o del Gobierno resulta indiferente. Lo interesante estará en
observar quién gana y quién pierde con su intempestiva abdicación, con la
carnicería.
La
propia expresidenta ha asegurado en su patética despedida haber sido objeto de
extorsiones, investigaciones, espionajes y dossieres como precio a pagar por su
tolerancia cero con la corrupción en Madrid, y sugería que no necesitaba ser
apuntillada porque su decisión de irse para impedir que la “izquierda radical”
asaltara la Comunidad ya estaba tomada y prevista para el 2 de mayo, fecha con
olor a héroes populares y a la pólvora de los arcabuces.
En
definitiva, se declaraba víctima de los corruptos, que eran o fueron los suyos
pero a los que jamás ha identificado con nombres y apellidos, y salvaguarda
frente a unas hordas rojas que, robar no robarían, pero que nada más llegar
subirían los impuestos. El sufrimiento de esta mujer ha debido de ser
inimaginable mientras se debatía entre el
deseo de poner fin a la cacería y el deber de continuar para frenar a
los marxistas y seguir beneficiando a los madrileños con su magnánimo
liberalismo.
Políticos
y personajes públicos harán bien en hacer memoria y bucear a pulmón en sus
miserias personales. Quizás algún día hicieron llorar a un niño por la calle,
insultaron a una ancianita, se saltaron un semáforo en rojo o se tocaron
compulsivamente viendo porno antes de acostarse, y ahora figuran en los
archivos de ese Gran Hermano, que espera la oportunidad para hundirles como ha
hecho con Cifuentes mostrando esas leches hidratantes que saltaron a su bolso
antes de pasar por caja. La mafia vigila su negocio. No es nada personal.
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