TEXTO DE PRESENTACIÓN DE EL DUEÑO DEL BARRANCO, DE CRISTI CRUZ
DAMIÁN H. ESTÉVEZ
De nuevo Cristi Cruz nos
sumerge en las tormentas que estallan en su narrativa. En su primera
novela, En el centro del viento (2015, publicada dentro de la colección
Narrativa Canaria Actual), presentes en el título, y en los de los capítulos en
esta El dueño del barranco, que
publica ahora con la misma editorial Aguere-Idea: Más nubes que claros, Aumento
de temperaturas, Calma, son
algunos de ellos. Pero no es esto la única analogía entre ambas ficciones.
También en las dos la autora indaga en el proceso de una mujer para conocerse a
sí misma. Ahora bien, en la primera novela esa búsqueda se centra en el origen
de su identidad como familia, como estirpe y como miembro de una comunidad
social y cultural, y en ésta que ahora publica, la protagonista actúa sobre su
propio pasado para liberarse de él.
Imaginen un barranco, más un barranco urbano, encauzado, árido,
pedregoso, incluso contaminado y abandonado por las autoridades, que una de
esas depresiones abruptas que horadan la orografía agreste de las islas. Es un
territorio aparentemente simple, para el que basta un vistazo desde las
márgenes para abarcarlo y comprenderlo. Pero hay que bajar a su cauce y
recorrerlo con atención, levantar las piedras, rebuscar entre los arbustos,
hurgar en las hendiduras de sus muros de contención para encontrar lo que
ofrece al visitante interesado. Sobre todo, en los resquicios entre las piedras
de los muros podemos encontrarnos con esclarecedoras sorpresas. Así, esta nueva
novela de Cristi Cruz.
Quiero compartir con el lector algunas de esas excelencias que
encontré bajo las palabras sencillas de esta novela. Con todo, no olviden que
son tantas las piedras y los matorrales que albergan los barrancos, que cada
uno de ustedes encontrará sus propias sorpresas según bajo qué perspectivas o
experiencias personales la miren.
Una articulación importante de la novela son los símbolos, ese
“reino entre el reino de los conceptos y el de los cuerpos físicos” según
palabras de Juan Eduardo Cirlot en su Diccionario
de símbolos que aparecen, bien tomados del acervo simbólico de nuestra
cultura como surgidos de la historia que Cristi Cruz nos cuenta de una manera contenida
pero también desgarradora. El caso de este último tipo es el mismo barranco del
que me estoy valiendo para transmitirles estas impresiones. Pero volveremos a
él más adelante.
En primer lugar, está la casa. Según el mencionado Diccionario de símbolos de Cirlot, “en
la casa, por su carácter de vivienda, se produce espontáneamente una fuerte
identificación entre casa y cuerpo y pensamiento humanos”. A esta idea
responden las casas que marcan la vida de Ruth, protagonista de la novela. En
concreto, tres. Las dos primeras, la casa familiar donde transcurre su infancia
y primera juventud con sus padres, y la vivienda donde se emancipa como mujer
adulta y en la que se enfrenta a experiencias traumáticas, representan un lugar
de prisión y locura. Esta característica de la segunda casa la intuye enseguida
Alberto, el vasco que se traslada a las islas tras su matrimonio con Ruth,
hasta que en un momento determinado “le suplicó que le contara qué ocurría, que
le explicara por qué la Ruth que se sentía libre y radiante fuera de la casa se
tornaba sombría, desconfiada, irritada e incluso asustada en cuanto traspasaba
el umbral”. Al principio de la narración, se presenta la necesidad de abandonar
esa casa; urgencia que es como una de esas piedras en apariencia insignificantes,
pero bajo la que luego descubrimos una sustancia trascendental en el
microcosmos del barranco. “¡Nos vamos de aquí! Dejamos este maldito agujero
para siempre. Quieras o no, hables o no, estas paredes ya no te van a
secuestrar más”, es la reacción de Alberto. Se produce entonces la mudanza a la
tercera de las casas, y con ella un cambio entre la relación de Ruth con su
marido, con ella misma y con el mundo: “Hablaba a menudo del cambio de casa,
del alivio que había supuesto abandonar todo lo conocido”. La tercera casa supone, pues, la fuga, y el
inicio de la curación.
El árbol es otro de los elementos simbólicos de la novela. En la
misma compilación de símbolos de Cirlot a que me he estado refiriendo, se
recoge, entre muchas, la idea de que en el sentido más amplio representa la
vida del cosmos, su densidad, crecimiento, proliferación, generalización y
regeneración, eje del mundo y expresión de la vida inagotable en crecimiento y
propagación. Es una imagen verticalizante que conduce una vida subterránea
hacia el cielo. Sin embargo, uno de los árboles que aparece en la historia no
es un árbol erguido: “El tronco del árbol se doblaba hacia la mitad y se
inclinaba como si quisiera hacer una reverencia”. Tampoco es un árbol real, se
trata de una sabina que forma parte de un cuadro que reconforta a la
protagonista en uno de los momentos más complicados de su vida. El otro árbol,
más bien un conjunto de ellos, dos enormes laureles de indias, se relaciona
directamente con la casa liberadora, pues crecen frente a ella, reforzando su
poder de regeneración. Este árbol, según palabras de Ruth, se identifica
enseguida con la figura de su marido: “es un árbol con las raíces bien
agarradas al suelo que le asegura que no se van a tambalear por fuerte que sea
el viento”
El tercero de los símbolos no se registra en el Diccionario al que he estado haciendo
referencia. Acaso porque, como señalé al principio, es un símbolo que crea
Cristi Cruz en esta historia. Me refiero, claro, al propio barranco. Considero
que es un símbolo complejo, pues evoluciona. De representar la aridez, la
incapacidad de comunicación de Ruth con su marido y consigo misma, se
transforma en el símbolo de un territorio, de libertad, en cuanto aparece el
tercer personaje importante de la novela: Julius, el indigente negro que lo
habita, enteramente dueño de su territorio dentro de su locura. El barranco,
como espacio abierto, se contrapone por un lado a aquellas casas que suponían
encierro y dolor, y, por otro lado, es la continuación lógica de la casa que
comienza a ser una liberación.
Por supuesto,
esta valoración no pretende ser única y exclusiva, pues según palabras del
autor que hemos estado mencionando, Juan Eduardo Cirlot, “el espíritu simbólico
huye de lo determinado y de toda reducción constrictiva. Es una realidad
dinámica y un plurisigno cargado de valores emocionales e ideales, esto es, de
verdadera vida”.
Bajo las
piedras, o escondidos en las rendijas de este barranco del que, en última
instancia, es dueña absoluta Cristi Cruz, encontramos también ritos. Considero
que son uno de los elementos más funcionales de la novela, especialmente para
su desenlace, en tanto que suponen el necesario progreso de los personajes,
imprescindible en toda historia que merezca ser contada y leída. La novela está
plagada de rituales en cuanto aparece Julius. La protagonista repite una serie
estrategias para observarlo cuando se percata de su existencia de vagabundo al
borde del barranco: “Hace semanas que lo observa”, “De momento lo observa desde
el otro lado del puente…”, “Desde entonces lo observa detenidamente cada vez
que puede…” Y en esa observación descubre otro de los ritos determinantes para
una cabal comprensión de esta historia. Es una ceremonia que celebra el
vagabundo: escribe obsesivamente en papeles que luego guarda entre las rendijas
de los muros del barranco.
Una de las
funciones principales del rito es la consecución de un estado supremo de
felicidad que se alcanzará después de la repetición de las acciones. Por eso,
enseguida, ese rito que la protagonista observa en el vagabundo a quien vigila,
lo intuye como algo que será su propia salvación. “Una idea empieza a tomar
forma en la cabeza de Ruth: le da por pensar si no sería una buena manera de
curarse, de eliminar los restos de ¿locura?, ¿dolor? que siguen al acecho,
amenazando su recién estrenada y frágil serenidad”.
Comienza pues,
ella misma a oficiar en esa ceremonia. Primero, indaga en la escritura del
vagabundo, a través de acciones arriesgadas, de elucubraciones acerca del
proceso de escritura del africano y de su significación, de la codificación de
sus mensajes, porque quiere encontrar allí el código que le permita a ella
proceder igual. Este examen conduce a otro rito: el del acercamiento entre Ruth
y Julius, esto es, la identificación universal entre escritor y lector, con que
éste intenta comprender las claves de quien escribe para comprenderse a sí
mismo.
Y luego, comienza ella misma
a escribir. Primero, unas misivas en clave con las que consigue comunicarse con
Julius. Luego, unas cartas con las que consigue adueñarse del barranco libre de
opresión y dolor. La escritura ritual, la escritura como acción liberadora.
Ésta es la maravilla más importante que he encontrado buscando bajo las piedras
de este barranco. Pero yo les sugiero a ustedes que bajen a él y descubran su
propia sorpresa.
Damián H. Estévez
Viernes
16 de marzo de 2018.
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