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domingo, 18 de marzo de 2018

TEXTO DE PRESENTACIÓN DE EL DUEÑO DEL BARRANCO, DE CRISTI CRUZ


TEXTO DE PRESENTACIÓN DE EL DUEÑO DEL BARRANCO, DE CRISTI CRUZ
DAMIÁN H. ESTÉVEZ
De nuevo Cristi Cruz nos sumerge en las tormentas que estallan en su narrativa. En su primera novela,  En el centro del viento (2015, publicada dentro de la colección Narrativa Canaria Actual), presentes en el título, y en los de los capítulos en esta El dueño del barranco, que publica ahora con la misma editorial Aguere-Idea: Más nubes que claros, Aumento de temperaturas, Calma, son algunos de ellos. Pero no es esto la única analogía entre ambas ficciones. También en las dos la autora indaga en el proceso de una mujer para conocerse a sí misma. Ahora bien, en la primera novela esa búsqueda se centra en el origen de su identidad como familia, como estirpe y como miembro de una comunidad social y cultural, y en ésta que ahora publica, la protagonista actúa sobre su propio pasado para liberarse de él.

Imaginen un barranco, más un barranco urbano, encauzado, árido, pedregoso, incluso contaminado y abandonado por las autoridades, que una de esas depresiones abruptas que horadan la orografía agreste de las islas. Es un territorio aparentemente simple, para el que basta un vistazo desde las márgenes para abarcarlo y comprenderlo. Pero hay que bajar a su cauce y recorrerlo con atención, levantar las piedras, rebuscar entre los arbustos, hurgar en las hendiduras de sus muros de contención para encontrar lo que ofrece al visitante interesado. Sobre todo, en los resquicios entre las piedras de los muros podemos encontrarnos con esclarecedoras sorpresas. Así, esta nueva novela de Cristi Cruz.
Quiero compartir con el lector algunas de esas excelencias que encontré bajo las palabras sencillas de esta novela. Con todo, no olviden que son tantas las piedras y los matorrales que albergan los barrancos, que cada uno de ustedes encontrará sus propias sorpresas según bajo qué perspectivas o experiencias personales la miren.
Una articulación importante de la novela son los símbolos, ese “reino entre el reino de los conceptos y el de los cuerpos físicos” según palabras de Juan Eduardo Cirlot en su Diccionario de símbolos que aparecen, bien tomados del acervo simbólico de nuestra cultura como surgidos de la historia que Cristi Cruz nos cuenta de una manera contenida pero también desgarradora. El caso de este último tipo es el mismo barranco del que me estoy valiendo para transmitirles estas impresiones. Pero volveremos a él más adelante.

En primer lugar, está la casa. Según el mencionado Diccionario de símbolos de Cirlot, “en la casa, por su carácter de vivienda, se produce espontáneamente una fuerte identificación entre casa y cuerpo y pensamiento humanos”. A esta idea responden las casas que marcan la vida de Ruth, protagonista de la novela. En concreto, tres. Las dos primeras, la casa familiar donde transcurre su infancia y primera juventud con sus padres, y la vivienda donde se emancipa como mujer adulta y en la que se enfrenta a experiencias traumáticas, representan un lugar de prisión y locura. Esta característica de la segunda casa la intuye enseguida Alberto, el vasco que se traslada a las islas tras su matrimonio con Ruth, hasta que en un momento determinado “le suplicó que le contara qué ocurría, que le explicara por qué la Ruth que se sentía libre y radiante fuera de la casa se tornaba sombría, desconfiada, irritada e incluso asustada en cuanto traspasaba el umbral”. Al principio de la narración, se presenta la necesidad de abandonar esa casa; urgencia que es como una de esas piedras en apariencia insignificantes, pero bajo la que luego descubrimos una sustancia trascendental en el microcosmos del barranco. “¡Nos vamos de aquí! Dejamos este maldito agujero para siempre. Quieras o no, hables o no, estas paredes ya no te van a secuestrar más”, es la reacción de Alberto. Se produce entonces la mudanza a la tercera de las casas, y con ella un cambio entre la relación de Ruth con su marido, con ella misma y con el mundo: “Hablaba a menudo del cambio de casa, del alivio que había supuesto abandonar todo lo conocido”.  La tercera casa supone, pues, la fuga, y el inicio de la curación.
El árbol es otro de los elementos simbólicos de la novela. En la misma compilación de símbolos de Cirlot a que me he estado refiriendo, se recoge, entre muchas, la idea de que en el sentido más amplio representa la vida del cosmos, su densidad, crecimiento, proliferación, generalización y regeneración, eje del mundo y expresión de la vida inagotable en crecimiento y propagación. Es una imagen verticalizante que conduce una vida subterránea hacia el cielo. Sin embargo, uno de los árboles que aparece en la historia no es un árbol erguido: “El tronco del árbol se doblaba hacia la mitad y se inclinaba como si quisiera hacer una reverencia”. Tampoco es un árbol real, se trata de una sabina que forma parte de un cuadro que reconforta a la protagonista en uno de los momentos más complicados de su vida. El otro árbol, más bien un conjunto de ellos, dos enormes laureles de indias, se relaciona directamente con la casa liberadora, pues crecen frente a ella, reforzando su poder de regeneración. Este árbol, según palabras de Ruth, se identifica enseguida con la figura de su marido: “es un árbol con las raíces bien agarradas al suelo que le asegura que no se van a tambalear por fuerte que sea el viento”
El tercero de los símbolos no se registra en el Diccionario al que he estado haciendo referencia. Acaso porque, como señalé al principio, es un símbolo que crea Cristi Cruz en esta historia. Me refiero, claro, al propio barranco. Considero que es un símbolo complejo, pues evoluciona. De representar la aridez, la incapacidad de comunicación de Ruth con su marido y consigo misma, se transforma en el símbolo de un territorio, de libertad, en cuanto aparece el tercer personaje importante de la novela: Julius, el indigente negro que lo habita, enteramente dueño de su territorio dentro de su locura. El barranco, como espacio abierto, se contrapone por un lado a aquellas casas que suponían encierro y dolor, y, por otro lado, es la continuación lógica de la casa que comienza a ser una liberación.
Por supuesto, esta valoración no pretende ser única y exclusiva, pues según palabras del autor que hemos estado mencionando, Juan Eduardo Cirlot, “el espíritu simbólico huye de lo determinado y de toda reducción constrictiva. Es una realidad dinámica y un plurisigno cargado de valores emocionales e ideales, esto es, de verdadera vida”.
Bajo las piedras, o escondidos en las rendijas de este barranco del que, en última instancia, es dueña absoluta Cristi Cruz, encontramos también ritos. Considero que son uno de los elementos más funcionales de la novela, especialmente para su desenlace, en tanto que suponen el necesario progreso de los personajes, imprescindible en toda historia que merezca ser contada y leída. La novela está plagada de rituales en cuanto aparece Julius. La protagonista repite una serie estrategias para observarlo cuando se percata de su existencia de vagabundo al borde del barranco: “Hace semanas que lo observa”, “De momento lo observa desde el otro lado del puente…”, “Desde entonces lo observa detenidamente cada vez que puede…” Y en esa observación descubre otro de los ritos determinantes para una cabal comprensión de esta historia. Es una ceremonia que celebra el vagabundo: escribe obsesivamente en papeles que luego guarda entre las rendijas de los muros del barranco.

Una de las funciones principales del rito es la consecución de un estado supremo de felicidad que se alcanzará después de la repetición de las acciones. Por eso, enseguida, ese rito que la protagonista observa en el vagabundo a quien vigila, lo intuye como algo que será su propia salvación. “Una idea empieza a tomar forma en la cabeza de Ruth: le da por pensar si no sería una buena manera de curarse, de eliminar los restos de ¿locura?, ¿dolor? que siguen al acecho, amenazando su recién estrenada y frágil serenidad”.
Comienza pues, ella misma a oficiar en esa ceremonia. Primero, indaga en la escritura del vagabundo, a través de acciones arriesgadas, de elucubraciones acerca del proceso de escritura del africano y de su significación, de la codificación de sus mensajes, porque quiere encontrar allí el código que le permita a ella proceder igual. Este examen conduce a otro rito: el del acercamiento entre Ruth y Julius, esto es, la identificación universal entre escritor y lector, con que éste intenta comprender las claves de quien escribe para comprenderse a sí mismo.
Y luego, comienza ella misma a escribir. Primero, unas misivas en clave con las que consigue comunicarse con Julius. Luego, unas cartas con las que consigue adueñarse del barranco libre de opresión y dolor. La escritura ritual, la escritura como acción liberadora. Ésta es la maravilla más importante que he encontrado buscando bajo las piedras de este barranco. Pero yo les sugiero a ustedes que bajen a él y descubran su propia sorpresa.

Damián H. Estévez
Viernes 16 de marzo de 2018.



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