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sábado, 10 de marzo de 2018

NO TODO ES CENIZA


NO TODO ES CENIZA
Pensando en Albert Camus
JUAN CLAUDIO ACINAS
por la obstinación de sus rechazos, reafirmó, en el corazón de nuestra época, contra los maquiavélicos, contra el becerro de oro del realismo, la existencia del hecho moral.
Jean-Paul Sartre, 7 enero 1960

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Desde hace unos años, la mayoría de las corrientes del pensamiento contemporáneas ha dirigido su foco de atención al lenguaje. No al lenguaje como conjunto de signos enlazados entre sí, ni referido a la relación de éstos con lo que representan, sino al uso que los hablantes hacemos de tales signos para comunicarnos, para conversar o discutir en un contexto social e histórico determinado.
En este sentido, es evidente que, entre otras cosas, se quiere dejar a un lado la univocidad lineal del discurso monológico para pasar a movernos entre la experiencia mucho más viva y multilineal de eso que se ha llamado “ejercicio dialógico de la racionalidad”. Lo cual, no sólo es relevante por todo lo que el diálogo implica de razonamiento interactivo, de búsqueda atravesada por el filo de la polémica o el disenso, sino que, además, inherente a ello, se constata que quienes dialogan comparten ideas e intercambian razones, apelan a emociones y sentimientos, y, al hacerlo, al argumentar junto a otros, apuestan también por una convivencia que se basa justamente en la posibilidad de discrepar, debatir, deliberar.
         Todo lo cual, en última instancia, apunta a una necesidad social básica, como es la de visibilidad y reconocimiento, la de no sentirnos moralmente vulnerados, menospreciados, ni agraviados en nuestro valor y derechos. Muy al contrario, el diálogo se ha de basar en el respeto de la inviolabilidad personal y la dignidad moral del prójimo, con quien, no obstante, podemos estar en pugna o desacuerdo. De hecho, las disensiones y diferencias, el conflicto (no explosivo), son condiciones ineludibles del pluralismo y la libertad… Y lo son, siempre y cuando, no seamos de esos que creen con firmeza en la tolerancia, pero que, curiosamente, toleran solo a quienes opinan como ellos.
         Sin embargo, lo sorprendente en esta rehabilitación de la racionalidad dialógica es la ausencia de referencias a un ilustre antecedente, como sin duda fue Albert Camus, quien, pese al silencio del universo, rodeado de guerras, atrocidad y sufrimiento, no dejaba de insistir en que “no hay vida sin diálogo”, en que “no hay vida sin persuasión”. Algo que, en su caso, abarcaba no sólo una declaración de principios insoslayables, sino, por añadidura, un distanciamiento respecto al orden jurídico internacional, así como un compromiso con los ofendidos y humillados, en un mundo sin sentido, pero donde, desde las orillas de África, al menos, existía, existe también la luz del sol y el rumor del mar, que no cuestan nada.

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         En una entrevista de 10 de junio de 1949, Albert Camus declaró: “Los gobernantes actuales, rusos, norteamericanos y a veces europeos, son criminales de guerra, según la definición del tribunal de Nuremberg. Todas las políticas interiores que los apoyan de una manera o de otra, todas las iglesias, espirituales o no, que no denuncian el engaño del que el mundo es víctima, participan en esta culpabilidad”.

         Una opinión de peso aunque no muy popular entre los Aliados, para quienes no pasaba de ser otra bobada similar a la que también señalara Radhabinod Pal, un jurista indio, miembro del Tribunal de Tokio, para quien: “Cuando se estudie a fondo la conducta de las naciones, se descubrirá que existe una ley según la cual sólo la guerra perdida es un crimen internacional”.

         Con ello, vemos perfilarse un escepticismo que no puede ilusionarse con tribunales o macroinstituciones internacionales. De sobra sabemos que los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU (EEUU, Rusia, GB, China y Francia) lo son por la grandeza cósmica de haber detonado una bomba nuclear capaz de matar a millones de personas antes de 1968. Sólo por eso (y porque, junto con Alemania, siguen siendo los principales exportadores de armas) concentran la capacidad de decisión de la ONU, son los encargados de mantener la paz y la seguridad entre las naciones (sic), y, gracias al poder de veto, son inmunes a cualquier control jurídico o político. Por lo que nos encontramos aquí con una ley del embudo en justicia penal internacional, según la cual, de una parte, los vencidos siempre cometen crímenes de guerra imprescriptibles contra la humanidad, mientras que, por otra, los vencedores financian unos organismos condicionadamente arbitrarios a la hora de aplicar el artículo 25 de la cuarta Convención de La Haya (1907), todavía vigente. Artículo por el que “se prohíbe atacar o bombardear, cualquiera que sea el medio que se emplee, ciudades, poblaciones, viviendas y edificios que se encuentran indefensos”. Lo que nos lleva a preguntarnos por la actividad de quienes tienen a Dios de su parte en ciudades machacadas como Hiroshima, Dresde, Hanói, Faluya, Grozni, Lhasa, Bagdad, Alepo…
¿Quién iba a decir a Camus que lo que escribió a propósito de la ocupación nazi de Francia iba a pervivir tristemente en el mundo de ahora mismo, donde tampoco existe “una mañana sin agonías, una noche sin cárceles, un mediodía sin carnicerías”? Un mundo donde “la verdad en historia se identifica con el éxito” y, por tanto, donde el escritor “no puede ponerse al servicio de los que hacen la historia, sino de quienes la sufren”.

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         Todo eso no es sino un dato más de la actualidad de Albert Camus, quien constataba la inevitabilidad de la violencia, pero se negaba a legitimarla. Acerca de lo cual, se puede apreciar una oscilación pendular entre el antibelicismo propio de la Resista frente a la ocupación nazi (“el espíritu -escribió- nada puede contra la espada, pero el espíritu unido a la espada vencerá eternamente a ésta utilizada por sí sola”) y un pacifismo que se desvelará en su admiración por Gandhi, en sus críticas a “un socialismo cesáreo y militarista”, así como cuando declara que no está hecho para la política pues es “incapaz de querer o aceptar la muerte del adversario”. Lo que además apreciamos en un conjunto de observaciones que tomamos prestadas aquí y recorren algunas de sus novelas (La peste), obras de teatro (Los justos), intervenciones (en Défense de l’Homme o su Discurso de Suecia), epístolas (Cartas a un amigo alemán), ensayos (Actuelles o Reflexiones sobre la guillotina). Iluminaciones sobre lo que somos y nos rodea que se hacen más desgarradas cuando, en torno a la guerra entre Francia y Argelia, Camus, un pied-noir, escribió algunas de las páginas más certeras sobre la integridad moral en medio de un laberinto de sangre y fuego.
         Es en ellas donde leemos arrobados que es un deber inexcusable “colocarse en el no man’s land entre dos ejércitos y predicar en medio de las balas que la guerra es un engaño y que la sangre, si a veces hace avanzar la historia, es para lanzarla nuevamente con más fuerza hacia la barbarie y la miseria”. Es decir, que sólo cabe “trabajar en el sentido del apaciguamiento para dar sus oportunidades a la razón”. Porque, cuando cada cual justifica su violencia en el crimen ajeno para ir cada vez más lejos, desde el momento en que se hace imposible el lenguaje de la razón y dos pueblos se condenan a morir juntos, con el corazón rebosante de rabia, entonces, justo entonces, “el papel de los intelectuales no puede ser el de disculpar desde fuera una de las violencias y condenar la otra”. Porque eso acarrearía, sin remedio, “el doble efecto de indignar hasta el furor al violento condenado y animar a una violencia mayor al violento exculpado”. De modo que, en esas páginas como en otros escritos, descubrimos unos ideales y argumentos que, en su tiempo, muy pocos pensadores proclamaban o esgrimían. Entre estos, Mahatma Gandhi, Bertrand Russell, Clarence Pickett, Bart de Ligt, Simone Weil y no muchos más (que yo sepa).
         En línea con todos ellos, pero a su manera, Camus va a plantear unas consideraciones que han de constituir algunos de los fundamentos básicos de una filosofía de la paz que participa de un conjunto de creencias que, con sus propias palabras, podemos resumir en cinco puntos: 1) “Cuando el oprimido empuña las armas en nombre de la justicia, da un paso en la tierra de la injusticia”, porque ya sabe que perecerán inocentes y que toda mutilación del ser humano es irreversible. 2) “En política son los medios los que deben justificar el fin”, de hecho, “se trata de estar al servicio de la dignidad humana por medios que permanezcan dignos, en circunstancias que no lo son”. 3) Resulta un sinsentido “matar para construir un mundo en el que nadie mate nunca más”, aceptar “ser criminales para que la tierra se cubra por fin de inocentes”. 4) Que los pueblos se organicen en Estados significa que serán “empujados a la luchar en guerras”, que, en sí mismas, “no son más que la lucha armada por el poder”, algo que impide una sociedad mejor y, por supuesto, la liberación social. 5) Si la única solución es la muerte, no vamos por buen camino, pues este tendría que ser el que conduzca a la vida en paz, y en paz, ante todo, porque bien sabemos “que nunca tendremos justicia en la guerra”, siempre enquistada en “un nudo inextricable de acusaciones antiguas y nuevas, de venganzas endurecidas, de rencores incansables, que se suceden unos a otros”.

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Es significativo que tales creencias se incluyan en una visión de la paz a la que, en última instancia, se concibe en la urgencia de le droit de parler et le devoir d'écouter. Porque cuando alguien declara que “ya no hay discusión posible”, consciente o no, esteriliza toda oportunidad de una convivencia sin servidumbre, de igualdad en libertad para todas y todos. Porque debemos renegar de “una historia corrompida en la que mediocres poderes pueden hoy destruirlo todo pero no saben convencer”. Porque, por fortuna, al limitar o impedir la violencia, no sólo se salvan vidas, sino que “creamos un clima propicio para la sana discusión”.

No es casualidad que un célebre texto de 1948, Ni víctimas ni verdugos, Camus finalice con un apartado al que titula “Hacia el diálogo”, donde anota: “Lo que es necesario combatir hoy es el miedo y el silencio, y con ellos la separación de los espíritus y de las almas que arrastran consigo. Lo que hay que defender es el diálogo y la comunicación universal de los seres humanos entre sí”. Al tiempo que, en otro pasaje, recuerda que “las civilizaciones no se forjan a reglazos en los dedos, sino con la confrontación de ideas, con la sangre del espíritu y con el dolor y el coraje”.
Y es que, según Camus, frente a las confusiones intencionadas del poder (“desde el que se legitima el homicidio y por el que la vida humana se considera una futilidad”), sólo cabe oponer las palabras claras en una comunidad de diálogo que no imponga censuras u olvidos, sino que invite a cada cual a un intercambio de pareceres que sea reflexivo y abierto, que no  recurra a la razón de la fuerza o su amenaza, que impida que la crítica se mezcle con el insulto, que cultive el contrapeso insumiso de la duda, de las preguntas.
Por eso, también debemos oponernos a un “monólogo tumultuoso” repleto de exaltaciones narcóticas y palabras engañosas, donde “la servidumbre, la injusticia, la mentira” se erigen en las verdaderas plagas que distorsionan la comunicación e impiden el diálogo. Y debemos hacerlo con un talante que (recordando a Voltaire), entienda que el diálogo sólo será auténtico cuando los individuos estén convencidos de que “su vocación más profunda es defender hasta sus últimas consecuencias el derecho de sus adversarios a tener otra opinión”, y crean, por tanto, que “es mejor equivocarse sin matar a nadie y dejando hablar a los demás que tener razón en medio del silencio y de los cadáveres”. De ahí que, opinara también que un hombre a quien no se puede persuadir (sordo ante las razones, ciego para la reflexión) “es un hombre que da miedo”. Y de ahí que llegara a declarar: “Estoy a favor de la pluralidad de posturas. ¿Se puede hacer el partido de los que no están seguros de tener razón? Ese sería el mío. En cualquier caso, no insulto a los que no están conmigo. Es mi única originalidad”.


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PD1. “Yo he crecido, con todos los hombres de mi edad, con los tambores de la primera guerra, y nuestra historia, desde entonces, no ha cesado de ser crimen, injusticia o violencia. Pero el verdadero pesimismo, con el que uno se encuentra, consiste en insistir sobre tanta crueldad e infamia. Jamás he cesado, por mi parte, de luchar contra este deshonor y no odio más que a los crueles. En los más negro de nuestro nihilismo he buscado únicamente razones para superar este nihilismo. Y, por otra parte, no por virtud ni por una rara elevación del alma, sino por fidelidad instintiva a una luz en la que he nacido y en la que, desde hace miles de años, los hombres han aprendido a saludar la vida hasta en el sufrimiento”.
PD2. Sí, luz, luz de la Kabilia. Luz que ilumina cualquier rebelión tan obstinada como las primaveras, sin guerra ni intereses que algunos osan llamar causas. Rebelión irrenunciable como la vida libre, la dicha de existir, como “el recuerdo de un mar feliz, de una colina jamás olvidada, la sonrisa de un rostro amado”. Porque cuando el llano amarillo se queda en tu memoria, nada vuelve a ser como antes. El alma aflora por los poros, se diluye con las gotas de sudor que te empapan. Y comprendes, al instante, que lejos del frío de los países del Norte, entre las piedras agrietadas por el sol, la aridez también tiene su belleza. Cuando nadie se cree en el derecho de degollar y mutilar, y nadie se deleita en la tortura y el terror. No, no todo es ceniza.
         Ahul!

 Juan Claudio Acinas

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