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jueves, 8 de febrero de 2018

LITTLE JOHN


LITTLE JOHN
José Rivero Vivas
Little John perdió su barco una mañana soleada de aquel otoño infernal de agua, de viento y de frío, que mantuvo a los londinenses agazapados en sus hogares, merodeando en torno a la lumbre en busca de sopa caliente con que activar sus desanimados organismos para hacer frente al ogro intempestivo que arbitrariamente los sometía a la crudeza de su rigor inesperado. Aquella mañana, sin embargo, fue de sorpresa para todos: el cielo apareció descorrido de nubes, y el gris ambiente se había tornado claro blanquiazul que daba encanto mirarlo. El sol asomaba por encima de cúmulos y cirros desperdigados en el firmamento, y su resplandor suponía asombroso acontecer para los habitantes de la sombría ciudad, que presurosos se volcaban en las alamedas del parque, anhelando estirar sus piernas y gozar el placer de la tibieza exterior. El cambio operado, si bien trastorno meteorológico, significaba bendición extraordinaria que todos deseaban recibir directamente, y en ansia irreprimible se precipitaban fuera de sus casas, hambrientos de satisfacer la necesidad de su porfía.

        También míster Lins sintió apetito de saborear los tibios rayos solares e invitó a Little John, su hijo, para que lo acompañase en su paseo. Little John se mostró reacio al principio, pero míster Lins prometió llevarlo al estanque para que echara su barco al agua y lo viera surcar la quietud de la remansada superficie. Little John saltó de alegría y acompañó a su padre, que iba tan entusiasmado como su propio hijo con la idea de la navegación en perspectiva.
        El parque se hallaba concurridísimo, con gente en todas partes, dentro y fuera del césped y zonas bordeando la arboleda, evitando las extensiones boscosas para no desaprovechar el encendido sol de aquel otoño gris, que por un día abandonaba su lúgubre apariencia. Todo el mundo quiso disfrutar del tenue calorcillo que brindaba el astro rey. Nadie quedó en casa. Muchos se ausentaron de sus cubículos adorando el tibio consuelo que los redimiera del claustro anterior. Días habría de venir en que el frío invierno los retuviera durante meses en obligado anquilosamiento, y no era lícito desechar aquel instante de pródiga libertad que les deparaba el hado.
        Little John y míster Lins se adentraron por el paseo central, de Kensington Gardens, hasta llegar al Round Pond, y allí se sumaron a los múltiples curiosos que se arracimaban en torno, mirando las aves, unos, y, otros, girando alrededor, sin premeditada intención, mientras contemplaban el trajín de los aficionados a la náutica, que diligentes hacían al agua sus gigantescos veleros, para luego, a paso apresurado, ir a recogerlos en la orilla opuesta antes de recibir el tremendo impacto del borde.
        Little John y míster Lins anduvieron un rato hasta un sector más desierto dentro de los límites del estanque. Una vez allí, Little John, asesorado por su padre, echó su barquito al agua, de forma que al describir media circunferencia se acercara a la orilla para cogerlo y ponerlo en rumbo de nuevo. Así estuvo largo rato, mientras su padre, de rostro impasible como los de su raza, insinuaba apenas una sonrisa y ponía brillantes sus ojos, por donde se infería su gozo y contento al experimentar la felicidad que vivía su pequeño.
        Little John gritaba, en cambio, y hacía gestos y gesticulaba órdenes y se le oía dar voces de al abordaje, barco a babor, arriad velas, fuego a discreción, al abordaje otra vez, rendíos o pereceréis... Entonces simulaba batirse con el enemigo en cuestión, y daba saltos y hacía cabriolas y pegaba botes y... hasta que el barco retornaba a la orilla. Lo cogía, enderezaba el timón, lo echaba al agua, y tornaba a su juego en espera de que el barco realizara su viaje.
        El barquito fue empujado por la brisa que había empezado a levantarse, y esta vez describió una circunferencia completa, lo que supuso el alborozo del niño y su padre. Continuó el barquito su deslizar sobre las aguas, y completó la segunda circunferencia, lo que todavía supuso mayor regocijo para ambos espectadores. Little John gritaba ahora con más bríos, y se hallaba embebecido en aquella odisea marina, participando íntegramente en la aventura ejecutada por el barco, que en su mente cobraba figura de nave legendaria y fantasmal.
        Míster Lins borró de pronto aquella sonrisa insinuada y quedó serio y petrificado. Algo anormal sucedía, que Little John no había advertido aún: el barco había ido desplazando el centro de sus circunferencias y se había alejado más de lo conveniente, con lo cual flotaba a salvo de ser alcanzado desde la orilla. Esta era la causa de la repentina reserva de míster Lins, que se mostraba realmente preocupado por la pérdida irremediable que se avecinaba.
        Little John pareció sentir el silencio de su progenitor pesando sobre su débil contextura, y levantó la cabeza para observarlo. Míster Lins aparecía hierático, encerrado en un hermetismo inaudito, mientras miraba ausente la lenta virada de la minúscula nave. Little John fue sobrecogido por esta actitud de su padre y dirigió la vista a la faz de las aguas, en donde el barquito continuaba su suave girar, orzando siempre al interior del estanque.
        –Hay que atraparlo –dijo.
        –Sí –aseveró su padre.
        Ambos quedaron fijos, contemplando las vueltas del barquito, que ahora describía espirales y onduladas sin terminar de cerrar en círculo completo.
*
        Míster Lins se acercó a un señor en posesión de un radio–control mediante el cual timoneaba un hermoso trasatlántico, que era la delicia de jóvenes y mayores. Se pusieron de acuerdo y trataron de corregir la deriva del barco de Little John, haciendo que el buque interceptara su paso; de esta manera, el barquito cabecearía, en medio del oleaje producido por el paquebote, y desplazaría sus giros hasta acercarse a la orilla. Pero, el barquito hizo gala de estar gobernado por capitán intrépido, y estuvo esquivando las embestidas del trasatlántico, que se movía a su lado torpe y poco garboso. Little John cambió de sentir y ya no consideró operación de rescate la intención del gigante marino, sino que la vio batalla encarnizada en la cual su barquito, por ser frágil y débil de amuras, estaba condenado a sucumbir bajo el peso de aquel monstruo a quien se enfrentaba. Su ánimo creció al advertir cuán fácilmente se desviaba y esquivaba la acometida del enemigo; entonces comenzó a gritar cual si fuera el propio capitán del navío y jaleara a su tripulación en descomunal combate.
        Míster Lins esbozó una sonrisa casi tímida. El otro señor hizo mueca de sonreír también, y quedó estirado en seguida. Los espectadores adultos hicieron otro tanto, y ningún comentario hubo por parte de nadie. Pero los niños, espectadores también del drama que tomaba cuerpo a sus ojos, demasiado espontáneos todavía para disimular sus antojos, la emprendieron a gritos, juntamente con Little John, y estuvieron saltando y brincando mientras daban ánimos a uno y otro indistintamente, que así son las simpatías humanas cuando sin coerción se manifiestan.
        El barquito entró en colisión con el trasatlántico debido a mala maniobra en el radio–control. Fue un choque brutal que lo estremeció largo rato y lo mantuvo mucho tiempo en agónica zozobra; luego, cabeceando, como consecuencia del golpe, reanudó su interrumpida singladura deslizándose otra vez tranquilamente. Pero... ¡Oh dolor para Little John y sus seguidores!, mientras describía su parábola final, el barquito fue hundiéndose en la inmensidad del anchuroso estanque, que absorbió para siempre la gallarda silueta de la fragata infantil.
        Little John apretó los puños en nulo esfuerzo de ayuda, como queriendo saltar a bordo y organizar zafarrancho para dar eficacia a la operación de salvamento. Sus ojos se cerraron huyendo ver el hundimiento total, y unos lagrimones le resbalaron por las mejillas; pero, se contuvo a tiempo y no dejó escapar ni un solo sollozo. Plegó su boca y aguantó firme la adversidad de su destino, que de forma cruel le arrebataba su preciado juguete.
        El señor del radio–control, terriblemente consternado por el trágico resultado de su menguada habilidad, se deshizo en excusas y no cesó en disculpas, no sabiendo cómo apartarse del lugar sin considerarse culpable ante ambos personajes de la singular tragedia. Míster Lins lo comprendió así, y supo sonreír, ampliamente esta vez, para restar importancia al lamentable suceso. Le dio las gracias por su ayuda, y con un gesto de cabeza le invitó a retirarse.
        En torno, todo volvió a su ritmo. El señor del radio–control zarpó con su trasatlántico y continuó la travesía interrumpida. Algunos curiosos siguieron su paseo, y otros nuevos vinieron a sumarse a los existentes, dispuestos a presenciar el majestuoso ondular del gigantesco buque, el cual se trasladaba a capricho del manejo que su propietario imprimiera a través de su radio.
        Míster Lins tocó a Little John en el brazo y murmuró:
        –Vamos, hijo.
        Little John no se movió, sino que permaneció clavado en la orilla, escrutando la profundidad de las aguas, como si una esperanza remota le hiciera concebir que su barquito iba a serle devuelto por un amable Neptuno compadecido de su magua desmedida.
        El cielo había ido cubriendo su azul y la tarde proyectaba sus sombras, pese a lo poco avanzado de la hora. La gente comenzó su lenta retirada, y, al rato, el parque se hallaba casi desierto.
        Little John seguía a pie firme en la orilla del estanque, y su padre lo acompañaba, en solidaridad increíble, cual si, impregnado de los mismos sentimientos del protagonista, comprendiera su actitud y fuera presa también de la dolencia que el niño sufría.
        Patos, gansos y cisnes se acercaron a ellos, graznando en demanda de migas y otros alimentos; algunas palomas, y múltiples pajarillos, vinieron también, traicionados por el ruido de las otras aves. Pero, Little John y míster Lins no habían traído sino el entusiasmo y contento que les proporcionaba la ilusión de gozar en la mañana soleada con las inverosímiles evoluciones efectuadas por su naufragado barquito. Ahora, la mañana se había esfumado, que el sol declinaba ya, y se había tornado gris el espléndido azul de horas antes. Padre e hijo habían sufrido su propia metamorfosis, y se mostraban desolados y deprimidos. Clavados en la casi soledad del estanque, infundían con sus siluetas infinita tristeza al lugar, ya de por sí nostálgico y poco alegre.
        Míster Lins se rehízo de su apatía y cobró fuerzas en su desánimo. Miró a su hijo, le tendió la mano, y dijo:
–Vamos.
        Little John se agarró a ella instintivamente, y obedeció.
        Con la gravedad del derrotado, pero, sereno y sin llanto, cual héroe no vencido, partió del lugar de su infortunio, dejando detrás como un reguero amargo que su figura derramaba.
Little John
José Rivero Vivas
Islas Canarias
Febrero de 2018
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(Del libro: Orla de forzados
Inédito
Obra: C.05 (a.05)
Londres, hacia 1974)
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