¿QUIÉN ACOSA A LAS PUTAS?
VIOLETA ASSIEGO
Sistemáticamente silenciadas. Se habla de ellas y, por supuesto,
por ellas. Lo hacemos todas. No es que permanezcan calladas, tal y como reza la
“putofoba” expresión “callada como una puta”. Es que cuando hablan, y lo hacen
de aquello que no sirve para nutrir el argumentario de quienes piden abolir la
prostitución o de quienes están a favor de regularla, no interesa lo que dicen.
Son parte de los rastrojos, de la periferia de los temas que políticamente
interesan. El estigma que lastran, las precede.
Las putas, las mujeres que ejercen la prostitución, las
trabajadoras sexuales... (este es uno de los temas donde el uso del lenguaje no
puede hacerse a la ligera) experimentan multitud de situaciones cotidianas en
las que sus derechos como mujeres, ciudadanas, personas, son vulnerados. Sus
experiencias y realidades están soterradas (o son utilizadas) en un debate que
las atraviesa continuamente, el debate de si la prostitución es en sí una forma
de violencia contra la mujer o puede entenderse (bajo condiciones de
voluntariedad) como un tipo de actividad laboral.
Hablar de las discriminaciones y violencias veladas que sufren
las mujeres prostitutas es realmente complejo sin caer en su victimización
maniqueísta. De hecho, en estos días que tanto se habla de acoso y violencia
sexual en ‘el entorno laboral’ nadie se ha acordado de ellas. Hacerlo ya sería
tomar una posición, buen ejemplo de su invisibilización.
La prostitución es uno de esos temas en los que o se adopta una
posición o, de lo contrario, alguien lo hará por ti. Tampoco aquí se puede ser
equidistante y mucho menos, ecuánime. Quizá sea por esto por lo que me resultó
tan interesante el encuentro de diferentes posturas que tuvo lugar la semana
pasada en un acto organizado por el Ayuntamiento de Madrid y que eldiario.es
retransmitió en streaming. ¿El enfoque? Debatir sobre las ordenanzas
municipales y cómo afecta a las mujeres su planteamiento prohibicionista cuando
éstas ejercen la prostitución en los espacios públicos.
La aprobación de este tipo de ordenanzas ha experimentado, en
los últimos años, una escalada progresiva. Quizá es el momento, antes de
lanzarse a seguir sancionado ‘la actividad’, de hacer un balance riguroso sobre
el impacto que están teniendo sobre las propias mujeres. Algo que llama la
atención es que la mayoría de ONG (de distinta posición) y algunas
investigaciones señalan que, contrariamente al objetivo con el que las
instituciones 'venden' estas ordenanzas, se sigue ejerciendo prostitución en la
calle y que ni las ordenanzas municipales ni la ley de Seguridad Ciudadana la
han eliminado. Tampoco, y esto también es relevante, se está desactivando la
demanda.
Además, las mujeres que ejercen la prostitución en la calle se
ven expuestas a la discrecionalidad y la arbitrariedad de las Fuerzas y Cuerpos
de Seguridad del Estado. Estas normas les otorgan la capacidad de decidir si su
conducta es sancionable o no, es decir, si es constitutiva de falta y objeto de
multa. La pregunta es obvia, pero la respuesta es evidente: ¿cuenta la Policía
con la formación suficiente para detectar determinadas situaciones de
vulnerabilidad?, ¿puede discernir si una mujer está ejerciendo la prostitución
por voluntad propia o, por el contrario, está siendo víctima de una red de
trata de personas? Martina Kaplun, acertadamente señaló: “cuando un órgano
administrativo tiene al mismo tiempo la capacidad sancionadora y la
responsabilidad de proteger a las víctimas, se pierde de vista la protección de
la víctima y a la vez, las propias mujeres generan un proceso de desconfianza
hacia la Policía”. Y yo me pregunto ¿quién vela por que estas mujeres en
situación de vulnerabilidad (y muchas veces también migrantes en situación
irregular) no estén siendo víctimas de excesos y abusos de autoridad?
Varias organizaciones alertan de que las ordenanzas y la presión
policial están consiguiendo que las mujeres ejerzan cada vez menos prostitución
en las calles y los polígonos. En cambio, se trasladan (o son trasladadas) a
otros lugares que, o bien están más alejados de los núcleos urbanos (tipo
carreteras) o bien son lugares cerrados (fundamentalmente pisos) que las
exponen a más peligros al estar aisladas y expuestas al control por parte de
proxenetas y contratantes. Además, está el riesgo añadido de que a las ONG (que
las apoyan y acompañan) les resulta mucho más difícil acercarse a ellas y
garantizar sus derechos.
Las ordenanzas municipales en materia de prostitución están
redactadas en un marco de seguridad, no están pensando en la defensa y
protección de los derechos de las mujeres, sino más bien en la gestión de un
problema de la ciudad, de los vecinos, de los otros... Las normas de este tipo
abordan el tema desde una perspectiva de limitación de derechos. De hecho, tal
y como señaló Encarna Bodelón (Universidad Autónoma de Barcelona), “los
principales instrumentos internacionales para la protección de la trata de
mujeres con fines de explotación sexual prohíben el uso de este tipo de medidas
sancionadoras”.
Viendo solo la punta del iceberg, quizá tendríamos que empezar a
hablar del acoso que representa para las mujeres que ejercen la prostitución en
los espacios públicos, este tipo de normas administrativas punitivas. No solo
cabe cuestionar si resolver el problema de la prostitución a través de
sanciones económicas es buena idea sino si al hacerlo se está vulnerabilizando
mucho más a la mujer. Paradójicamente, la presión policial, no las hace más
libres sino más esclavas.
Con estas ordenanzas, las putas, las prostitutas, las
trabajadoras sexuales… están expulsadas de los espacios de todos sin
escucharlas. Sin tener opción a participar en las posibles alternativas. Sin
que se hable con ellas. Como si nuestra convivencia fuese a ser mejor si están
lejos, calladas y acosadas. Como si no fueran nuestras vecinas, las madres de
de quienes comparten juegos con nuestras hijas e hijos, las que buscan trabajo
a nuestro lado… Como si fueran rastrojos.
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