"CADA CUAL ARRASTRA SU SOMBRA"
TREINTICINCO AÑOS DESPUÉS
por
Isaac de Vega (julio 1999)
Ya se han cumplido más treinta y cinco años de la primera
aparición de este relato que ahora tenemos con nosotros, tan fresco y fuerte,
tan expresivo y de conformidad con esa realidad que nos envuelve y que se
mantiene con toda su fuerza a pesar de los años que pasan y de los nuevos
vientos que soplan.
El fundamental ambiente y espíritu ahí continúa y su
revelador, Víctor Ramírez, también se sostiene sobre los antiguos eternos
argumentos que caracterizan un pueblo.
Primer libro éste de nuestro autor y, como ya dije en
algunas ocasiones anteriores, tan perfecto, tan equilibrado en la expresión y
en el contenido que pareciera llevar consigo la experiencia de años. Apareció
en una editorial que mostraba en aquel entonces un futuro prometedor, la aún
recordada de Inventarios Provisionales, llevada de la mano de nuestros
jóvenes escritores de aquel tiempo y que, como tantas cosas de por aquí, se
esfumó desapareciendo comida por la trabazón de ciertos acontecimientos
indeseados, pero que fatalmente acaban por producirse.
En esta narración primera de Víctor Ramírez ya quedará por
siempre marcado el camino director, la guía que le ha de conducir a través de
toda su ya hoy numerosa obra: una compenetración profunda con lo esencial que
caracteriza al hombre canario, con sus formas de ser, sus pensamientos y hasta
los gestos de sus cuerpos, y, por encima de todo ello, un gran amor a estas
islas, que terca y continuamente han de resonar en sus páginas a través de esos
tantos años transcurridos.
y las cosas que son propias de ellas por más que no todas
sean flores para admirar.
Nos pone Víctor Ramírez, en el comienzo de la
historia, en una taberna de esas que hasta hace unos pocos años eran abundantes
y típicas de nuestros barrios, y hasta alguna se adentraba ciudad adentro.
Una taberna con su mostrador cubierto de chapa de metálico
zinc que sustituyó con ventaja a los otros más antiguos de madera que, con el
tiempo, las suciedades, las bebidas y los fregados para dejado en forma
acabaría agrietándolo, llenándolo de esos irregulares surcos que marcaban las
partes más blandas y dejando en relieve las otras más teosas y duras.
Dos hombres se encuentran en esta noche ante esa barra
y ante sus vasos. Un panel vertical parte al mostrador en dos trozos, uno mayor
para los clientes que compran sus azúcares, o lentejas, o aceite, usados
mayormente por mujeres y muchachos recaderos, y otra parte más pequeña que
funciona como taberna.
El tabique separador da tranquilidad a las dos bandas,
cada cual a sus asuntos, muy distintos, de gentes que en esos momentos no
desean tener relación unos con otros. Unos a sus comestibles y habladurías, y
los otros a sus bebidas y también sus secreteos en baja voz o gritadas frases y
exclamaciones. Y por encima, y sin respetar separaciones, alguna mosca vuela en
solitario, como perdida, como si estuviera buscando alguna cosa.
Es la vieja taberna con sus ínfulas de ser más importante
que las otras que anteriormente hubo. En ella se invirtió, aunque no tal vez
mucho más que en las anteriores, ciertos dineros, que obligatoriamente habrán
de cobrarse con un pequeño, casi mísero, plus, sobre cada vaso. Aunque no
siempre es así.
Y yendo al asunto, comienza el relato ya tarde a lo
largo de la noche. Dos hombres se encontraron por ahí fuera, anduvieron de un
sitio para otro, amargados, inmersos en sentimientos agrios. La amargura es
casi una constante en las gentes que por ahí transitamos a estas perdidas
horas. Hay algo que retiene, que empuja hacia el vaso, hacia esos recogidos
mostradores que poseen una capacidad de asilo y de oculto rincón confortador.
Acaso esté disconforme el tabernero, es tarde, esta gente son unos pelmas
aborrachados y él tiene necesidad de irse a acostar. Están ellos solos y ya
deben de andar por la madrugada. Un tiempo negro por fuera, silencioso, que ni
sirve para que anden fantasmas sobre los desencajados adoquines.
No se sabe si se entera de las historias que
interminables, y cortándose las frases, van echando fuera los borrachos, como
si al mismo tiempo expulsaran sus males, los aliviaran de esa negra pesadez que
los hace tan inaguantables. Es preciso confesar.
La vieja tradición del hombre de pueblo, del varón
cuidador de la honra de la casa. El cumplimiento de las leyes de una ética que
pocos años después quedará un tanto transformada. Leyes que se meten en todo lo
que signifique relación entre hombre y mujer y que es necesario, si se es de
buena ley, cumplir. ¿De dónde surgieron ellas, cómo se mantuvieron durante
siglos y, de repente casi, han dejado de tener aquella tan estrecha validez?
Esos íntimos pensamientos dominadores de la mujer, centro del mundo, que a
cambio de su reinado ha de cumplir con las rígidas leyes que les han impuesto, o
que, más seguramente, ella misma ha tendido sobre sus hombros.
Esta relación que nos muestra el autor entre sentimientos
de hombre y los más ocultos de las mujeres se funda, acaso, en aquello que ya
él expresó en uno de sus libros, de que ellas simplemente se dejan querer, y
ellos son los que se enamoran. No obstante aparece en el presente relato,
alguna duda de su general cumplimiento.
Pero siempre las cosas suceden así. Otro mérito que se
encuentra entremezclado es la visión de un paisaje, de unas formas que
expresamente no se dicen pero que laten detrás de las palabras que a otras
cosas se refieren, porque tales expresiones no se pueden corresponder con
integridad sino con ese paisaje que dijimos que no se describe.
El amor, la conducta, lo que debe de ser en una
sociedad que en algo se precie, aunque sea de barrio periférico, con sus
chabolas, con sus nuevas casas que van abriendo calles, que hace que todos se
fundan en la total ciudad, es el aire, el ambiente que gobierna este relato, el
primero de todos que, como dijimos, salió de la pluma, o de la mente, de
nuestro escritor, muestra de prosa y de literatura que queda ahí para los que
los quieran cordialmente admirar.
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