DESPRECIO DE CLASE
MADRID//
“Odi profanum vulgus, et arceo”. Se trata de una
sentencia latina acuñada por Horacio que significa “odio al vulgo
ignorante, y me alejo de él”. Es uno de los términos primigenios que explica el
clasismo y la necesidad de mantenerse en un plano de superioridad de las clases
dominantes. Aunque también de aquellos alienados que compran el relato que los
margina y que son utilizados sin darse cuenta como quintacolumnistas de la
clase obrera. Gente humilde con ínfulas que suplica un puesto entre los de
arriba a costa de avergonzarse del lugar del que procede.
Los
clasistas menosprecian y tratan de humillar a cualquiera que desde los barrios
populares alcance lugares que creen reservados a los de su estirpe por
nacimiento y origen. Atacan de manera furibunda a cualquiera que se haya
esforzado de verdad. El que ha tenido una vida fácil, acomodada,
privilegiada, no soporta que un elemento extraño de la plebe alcance con muchos
más sacrificios el mismo sitio que ellos ocupan por razón social. No
toleran que alguien del estrato social más bajo y sin capital social ni
económico cuestione su posición heredada y quite el lugar que algunos tienen
asegurado vía sanguínea o dotada por un conocido del colegio El Pilar. El
dinero importa, pero no tanto como esa red social tejida a lo largo de la
historia en la que unas pocas familias ocupan los lugares de preponderancia a
costa de cortar el paso a los que valen mucho más pero no tienen amigos,
conocidos o familia en los puestos de decisión.
En
ocasiones, los clasistas pueden aceptar a algún individuo extraño en su
círculo. Alguien que por su talento, esfuerzo, y suerte -el factor olvidado
pero imprescindible- rompe las barreras de su clase y sale de un barrio obrero
para alcanzar las cotas sociales que no le pertenecen. Para ello tiene que
renegar de sus orígenes y aceptar el ideario neoliberal, matar al padre y
olvidarse del relato de lucha de clases, de la solidaridad, del juntos somos
fuertes y separados estamos jodidos. Avergonzarse de lo que es. Renegar de
su ser.
Solo
aceptan a individuos sin conciencia de clase para que no puedan contaminar con
ideas ajenas los lugares de decisión y representación. A veces, las menos,
algún elemento de los estratos populares que ocupa el lugar que no le
corresponde no se adapta al relato del individualismo y de la cultura del
esfuerzo. En vez de plegarse pone en valor el lugar de donde viene. Se
enfrenta de manera sistemática al relato de marketing liberal que
transmite que solo importa el tesón individual y que el origen social es
sólo una excusa de las clases populares para no alcanzar sus metas. Cuando eso
ocurre, ese elemento extraño es denostado de forma inmisericorde por los
clasistas, aunque con escasa capacidad argumental.
La
conciencia de clase es el elemento más peligroso para los de esta especie. Pone
en cuestión todo sobre lo que se sustenta la psique política de su discurso
basado en el individualismo y en la segregación del “nosotros” obrero. Según el
filósofo Byung Hul Chan, el neoliberalismo ha logrado la alienación total del
trabajador al convertirlo en empresario de sí mismo, en lo que denomina la
“dictadura del capital”:
“Quien
fracasa en la sociedad neoliberal del rendimiento se hace a sí mismo
responsable y se avergüenza, en lugar de poner en duda a la sociedad o al
sistema”
Esto
supone negar la premisa misma de la revolución social, la existencia de la
conciencia de que existen un explotador y un explotado. El sujeto se culpa y
se aísla y convierte a su misma persona en culpable de su situación, mira a su
interior en vez de mirar hacia arriba. La agresividad es autoinfligida, el
yo revolucionario se torna depresivo. Por eso los garantes del sistema, los
alienados, y los pusilánimes que necesitan ser aceptados por las élites atacan
de manera iracunda a cualquiera que apele al nosotros.
La
burbuja clasista del periodismo
“Hace
tiempo, no describíamos la existencia de la gente común: formábamos parte de
ella. Vivíamos en los mismos barrios. Los reporteros se percibían a sí mismos
como miembros de la clase obrera. […] Y luego, personas más instruidas se han
hecho periodistas, el salario aumentó; jóvenes aún mejor formados quisieron
integrarse en la profesión. Antes, los reporteros tenían un nivel de vida
ligeramente superior al de sus vecinos de su barrio, obreros. Desde los años
80, los periodistas tienen un nivel de vida ligeramente inferior al de sus
vecinos de barrio, empresarios y abogados […] Su vida cotidiana les hace mucho
más sensibles a los problemas de los privilegiados que a la suerte de los
trabajadores que reciben el salario mínimo”. Son palabras de Richard Harwood,
periodista de The Washington Post, recogidas por Serge Halimi en ‘Los nuevos
perros guardianes’, narrando la evolución del periodismo en EEUU y mostrando la
evidencia de uno de los mayores males de las cúpulas periodísticas y de algún
redactor de base en nuestro país.
Sorprende,
y alarma, que algunos periodistas puedan llegar a creer que trabajar dieciséis
horas sea una invención. Que piensen que es imposible que un alumno de un
barrio humilde esté dispuesto a dejar en segundo plano sus estudios para ser
explotado por un sueldo mísero en un negocio de hostelería y satisfacer así los
deseos inculcados por la publicidad. El simple hecho de dudar de unas
cuestiones tan habituales, no ya en los años 90, sino en 2017, muestra una
lejanía de la realidad que impide a cualquiera que se dedique a ser notario de
la verdad ejercer su trabajo con un mínimo de rigor. La burbuja endogámica
en la que viven muchos de los que narran las noticias al resto de la población
les impide tener una visión acertada de la vida cotidiana de un ciudadano
normal. No extraña que en algunas redacciones no sepan ver ni analizar
movimientos como el 15M, el Brexit o la victoria de Trump. La distancia y el
desdén con el que miran a la gente normal, gente de barrio, les obliga a
inventarse palabras como posverdad cuando esas personas que trabajan dieciséis
horas, y a las que niegan su misma existencia, se rebelan y echan por tierra
todas esas previsiones, conclusiones sacadas de conversaciones de reservado de
restaurantes de chefs Michelin. La realidad se encontraba en las cocinas de
esos restaurantes, pero no la narraba el multipremiado cocinero, sino el
silencio obligado del ‘stagier’.
Hasta
que los puestos de representatividad en el periodismo no sean ocupados por
mujeres, migrantes o ciudadanos de clase obrera, el problema de miopía se
agravará. La profesión está cada día más alejada de la calle, de los barrios,
de los pueblos, de las pedanías humildes. Es posible que la precarización del
sector espabile de golpe a todos aquellos que habían olvidado su papel. Decía
Montero Glez que el trabajo de un periodista es el de informar al pueblo. No
hay nada mejor para eso que ser pueblo; o al menos, si el devenir no te ha
otorgado una posición social humilde, aprender a no despreciarlo.
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