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martes, 13 de junio de 2017

PARIA



PARIA
Ilka Oliva Corado

De niña recuerdo que después de vender helados en el mercado los fines de semana, regresaba a la casa al filo de las dos de la tarde, (entre semana a las 12:30 porque a la 1 entraba a estudiar) y agarrábamos camino con mis amigos, costal en la mano cada uno, a recoger basura de casa en casa para irla a tirar al barranco, nos pagaban 25 centavos por costal.

Con mi hielera al hombro corría atrás de los autobuses suplicándoles a los pilotos que me dejaran subir, para vender mis helados, al pedalazo me subía y me bajaba porque nunca detenían la camioneta completamente.

Corríamos a escondernos del cobrador del mercado porque todos los días quería tirarnos los helados a la basura, estorbábamos en el corredor.

Nos juntábamos a las 3 de la mañana en la esquina de la cantina Las Galaxias, para agarrar camino hacia La Fresera, finca que quedaba a las orillas de la aldea Zorzoyá, en San Lucas Sacatepéquez, caminábamos 20 kilómetros de ida y 20 de regreso, entre las montañas verde botella. Allá éramos jornaleros y trabajábamos de sol a sol en el corte de fresas. Yo tenía 8 años entonces.

Un día dijo mi mamá que sería buena idea ir a vender pupusas, helados y atoles y así lo hicimos. Mi papá y mi mamá con su hielera cada uno y las dos hijas mayores con la nuestra, dejábamos todo fiado para cobrar a fin de mes. Aquellos guindos y aquellas arboledas, fueron testigos de nuestro cansancio físico de nuestra ilusión.

Cuando llegaba fin de mes y no tenía para pagar la colegiatura, en la abarrotería de la esquina del bulevar central y la calle Eúfrates, pedía fiado un doble litro de Coca Cola, mientras ofrecía los helados en el mercado, hacía papelitos con números y me iba de puesto en puesto, a ofrecerles a los vendedores los números para la rifa de un doble litro de gaseosa; a veces a diez centavos y otras a veinticinco. Gastaba Q2.50 y me quedaban Q2.50 y cuando tenía suerte Q5.00

Para las navidades hacía adornos navideños, con el papel celofán, manila y crepe que pedía fiado en la miscelánea de Juan, otro vendedor del mercado.   Los hacía por las noches después de haber acabo del oficio en la casa, a la mañana siguiente los llevaba a vender al mercado, a cincuenta centavos, un quetzal y ahí iba juntando para mi inscripción, el uniforme, para los zapatos o los útiles. Copiaba los diseños de los adornos que miraba en al televisión en los anuncios de Navidad.

Por las tardes al filo del anochecer íbamos a vencer pupusas de chicharrón y atol, al destacamento militar, caminábamos cinco kilómetros, de ida y cinco de vuelta. Más de una vez trabajé de ayudante de albañil y de ayudante de zapatero.

Cuando mi papá era piloto de autobús y no tenía ayudante, me llevaba a mí, yo era la cobradora, la que subía los quintales en el hombro, a la parrilla. Y me colgaba de la puerta de la camioneta, columpiándome y gritando, ¡Terrazas, Ciudad Peronia, La Fuente! Eso fue en mi adolescencia.

Cuando estudié magisterio, a las cinco de la mañana les pedía prestados cinco quetzales, a mis tias o a las vecinas, para el pasaje y para comprar naranjas en el mercado La Placita, a la hora del recreo las vendía peladas, con pepita y sal, a las 9 de la noche iba a devolver el dinero que me habían prestado en la madrugada.

Mi infancia y adolescencia me la pasé con una mudada y un par de zapatos. De los sostenes supe hasta cuando ya tenía zarazas las tetas. De las toallas sanitarias hasta que tuvimos dinero para comprarlas. El desodorante y la pasta dental eran lujos de dos veces el año. Usábamos limón como desodorante y sal y ceniza para cepillarnos los dientes.

Dormíamos las cuatro crías en una cama de metal con la pata coja, un poncho de Totonicapán y una sábana de Tierra Fría nos cubrían de sereno de la madrugada que goteaba de la lámina. Un pedazo de tela, como cancel nos separaba del cuarto de mis papás, de la sala y la cocina, que eran uno solo en aquella casa de mi infancia.

Las ventanas las tuvimos de cartón, cajas que nos regalaban en el mercado, cuando no estaba construido y los vendedores ponían sobre unos costales sus ventas, sobre el suelo. El piso de talpetate por donde caminaban gallinas, cabras, patos, perros y de cuando en cuando los marranos.

Cuando emigre, el primer día de trabajo me caí por las gradas del sótano de una mansión de judíos, me enrede con el cable de la aspiradora, en mi vida había visto una animala de esas, desperté tirada en el suelo, empapada de cloro; el bote que llevaba en la mano se destapó con la caída y me manchó la ropa, una mudada que con gran esfuerzo habíamos comprado en una tienda de ropa usada, porque a Estados Unidos llegué con lo puesto.   Estaba ahí tirada al final de las gradas alfombradas, rodeada de gente a la que veía borrosa y que me hablaba y yo no entendía lo que me decían, yo no entendía ni el saludo en inglés y mucho menos lo hablaba. Así fue mi bienvenida al trabajo del servicio doméstico.

Yo no olvido, las tantas veces que el cobrador del mercado nos perseguía, para tirarnos los helados. Ni las innumerables ocasiones que corrí atrás de los autobuses y las tantas que me caí intentando ganarme el sustento. No olvido las tantas veces que me discriminaron, por negra, por paria, por arrabalera, por vendedora de mercado. No olvido el olor de la basura que cargaba en mis hombros de niña, en camino al barranco. Ni las tantas veces que el cansancio nos venció a media montaña en camino a La Fresera. Ni los insultos del caporal, ni la explotación laboral que nos hacía el dueño de la finca. No olvido las tantas veces que no nos pagó la medida en su peso cabal.

No olvido las tardes en camino al destacamento, entre las hortalizas y el musgo blanco de los cipreses del camino, el dolor de la espalda por el peso del atol, de los plátanos fritos, de las pupusas de chicharrón, los chocobananos y los helados.

No olvido las veces que pedí fiado para comer, ni las veces que toqué puertas ajenas en la madrugada para pedir prestado para ir a estudiar.

No olvido la frustración, el cansancio, el dolor, la rabia, la amargura, la miseria, la exclusión que me viví.

No olvido los sueños rotos, las puertas cerradas en mi nariz, no olvido las tantas veces que me gritaron negra percudida, por mi color de piel. Ni las tantas que el agua del invierno entró por la suela de mis zapatos. Ni las calcetas remendadas, ni las tripas chirriando de hambre, nuestra escasez. No lo olvido.

Como no olvido a quienes parias como yo, compraron los numeritos de las rifas del doble litro de Coca Cola, ni a los vendedores de la abarrotería que me los dieron fiados. Ni a los vendedores de mercado que escondían las hieleras cuando el cobrador nos buscaba. Ni a los soldados rasos que nos compraban en el destacamento y nos acompañaban en la noche, en el camino para cuidar que no nos pasara nada.

Yo no olvido, de dónde vengo, yo no olvido de qué estoy hecha. ¿Por qué entonces debería negar que soy paria? ¿Por qué debería negar mi memoria? ¿Olvidar a quienes parias como yo me metieron el hombro para que yo estudiara y saliera del corredor del mercado? A los pilotos de autobús me dejaban subir a vender mis helados. A los jornaleros de La Fresera que compraban lo que llevábamos a vender. ¿Por qué ahora debería fanfarronear con que soy escritora y poeta? ¿Por qué ahora debería olvidar a quienes me vieron cuando fui completamente invisible para la sociedad?

¿Por qué ahora descaradamente me podría etiquetas que no me corresponden? ¿Por el nombre de otros? ¿Por la luz de otros? En la invisibilidad de la miseria y la exclusión, también hay vida, sueños, luchas, solidaridad. Y es ahí a donde yo pertenezco.

Y cuando digo paria, reafirmo mi herencia milenaria, mi memoria y mi identidad. Reafirmo que soy vendedora de mercado. ¿Por qué tendría que negar la dignidad de los excluidos de todos los tiempos?  A ellos mi letra, mi vida y mi poesía. Lo demás son babosadas.

En otro viaje, contaré por qué no soy roja, revolucionaria o feminista.

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