LA MAGUA
JOSE RIVERO VIVAS
La magua
NL.06 (a.28)
Novela, 296 páginas.
Autor: José Rivero
Vivas
Colección Tagora, 8
Director de la serie:
Cándido Hernández
Diseño portada: Jesús
López
Viñeta portada: Marco
Marchioni
Retrato del autor:
Julio Viera
(ISBN 84-85896-89-0)
Colaboración del Aula
de Cultura
del Excmo. Cabildo
Insular de Tenerife.
Prólogo: Pablo Amasik
Fragmento en
Antología:
Narrativa Canaria Siglo XX - Rafael Franquelo – Víctor
Ramírez.
Dep. Legal: G.C. 317 – 1990 - Las Palmas de Gran Canaria.
Reseñas: Isaac de
Vega, Pedro Fernaud, Alfonso Morales y Morales, Ricardo García Luis, Jesús, R.
Castellano, Ezequiel Pérez Plasencia, y otros, sin nombre al pie de sus
escritos.
Editorial Benchomo, 1995
La magua
NL.06 (a.28)
Novela, 339 páginas.
Autor: José Rivero
Vivas
Director de arte:
Marcelo López Muñoz
Ilustración de la
cubierta:
Autorretrato con
modelo, 1910-1926.
Óleo sobre lienzo de
Ernst Ludwig Kirchner.
(ISBN:
978-84-9941-826-1)
Prólogo: Pablo Amasik
Comentarios al final
del volumen:
Pablo Amasik, Pedro
Fernaud, Isaac de Vega, Alfonso Morales y Morales, Jesús R. Castellano, Ezquiel
Pérez Plasencia, Ricardo García Luis, José Rivero Vivas.
Reseñas: Daniel María,
presenta la obra y publica “Fundador de puertos”. (Escribió sobre el autor la nota que aparece en GEVIC. Elaboró asimismo
su ficha técnica para la Academia Canaria de la Lengua.)
Aquí está de nuevo, a impulso de Francisco Pomares y Ánghel
Morales.
Ediciones IDEA, 2012
Cada
obra guarda su secreto, que va templando a medida que toma conformación y
crece. Se trata de algo intrínseco en sí, que solamente a ella pertenece, y
nadie, ni siquiera su autor, que es en realidad quien abriga su conocimiento,
debe revelarlo. Es misterio susceptible de ser hallado por el lector, siempre
que su aproximación sea auténtico anhelo de descubrir su excelencia, lo cual
implica cierto gesto de humildad, equivalente a reconocimiento, en el
transcurso de su lectura. No obstante, es pertinente esclarecer que, aun
eludiendo asir comentario sobre su peculiaridad, de suyo es preciso manifestar
que La magua surgió como borbotón
incontenible, dando lugar a que, en el espacio de una semana, fuera su
manuscrito terminado. La novela fue más tarde elaborada en Madrid, y, al cabo,
pasada a máquina en Londres. Después de largo recorrido en concursos, centros
oficiales y distintas editoriales, tuvo al fin su oportunidad de salir a luz un
día.
Magua es desconsuelo, pesar…
deseo al fin no cumplido. Es cuanto sucede a Marcial, que se
debate entre su ansia de salir en busca de horizontes más amplios y la angustia
que le produce su prolongada permanencia en las Islas. Se dirigió entonces a la
Quinta, en busca del dinero del indiano, quien se dejó ir y a poco lo
enterraron en el cementerio de Traslarena. A su retorno, años más tarde, encontró
la carretera que sube valle arriba, causa por la cual perdió señal de la piedra
blanca y, basado en sus cálculos, levantó allí su choza. Desolado corrió junto
a Inocencio, con idea de abrirse el pecho y descargar las cosas de su interior,
que la magua es desmedida y tiene ganas de hablar; medroso ante el progreso
habido, cuando mira hacia abajo y ve las torres de Abicor, se esconde detrás de
la puerta de su refugio de cañas. Sin embargo, Inocencio ignora si aquella
noche el hombre, tras simple curiosidad, tropezó lo que no buscaba y resultó
descalabrado, además de sufrir el reproche del pueblo entero. Tal vez por ello
se niega a participar en fiestas, que los aires de nostalgia sobrecogen su ser,
enternecido con el arrullo de la brisa, portadora del cantar anunciador del
despertar de la raza. Así, pues, en palabras sinceras dice a Inocencio que en
lo sucesivo sólo mencionará las penas del agua y la dureza de la tierra.
Por
mucho que uno quiera sacar fuerzas de su interior, la realidad se impone a
cualquier acto de voluntad, y observamos que flaquea nuestro ánimo cuando
cualquier dolencia trastorna el sentido y hace que el espíritu se derrumbe ante
la inquietud sembrada por esta fisura, que duele y molesta y nos deja en convalecencia,
con esperanza de que el sosiego nos proporcione óptima salud, no carcomida por
virus y bacterias que impunes invaden nuestro organismo. Por ello, al ver ese
aparato, que no me gusta en absoluto, pregunto si viene usted en son de paz, que
mi voz ha de sonar libre, para que así la lleve el viento. Sucedió hace tiempo
el exceso, y ahora viene la prensa indagando acerca de su fundamento. Quise
irme, y me queda el desconsuelo, aunque Leonor dice que son quejas de nada; por
eso admiro a Marcial. Desde edad temprana se sintió subyugado por la idea de
partir, en sobria apetencia de acariciar la aureola que envuelve a quienes
marcharon al encuentro de la fortuna, que unos supusieron hallarían en América
y otros en cualquier lugar del mundo, o tal vez cruzando los mares como
tripulantes en barcos de carga y de pesca, en buques de turismo y en enormes
petroleros.
Le
atraía el mar, como vía de escape, comentando sin pausa sobre Moby Dick, al
tiempo de horripilarse con las aventuras de Arturo Gordon Pym, en alusión al
terrible naufragio, como si apuntara la odisea de algún velero, cuando la fuga
a Venezuela. Pero, firme en su
propósito, de polizón subió a bordo de un transatlántico italiano con rumbo a
las Américas. La vista de su primo Gregorio le hizo desistir, porque Isabelita
iba a saberlo enseguida, y no fue capaz de irse sin antes despedirse ella. Y es
que, la vista de Santa Cruz entre dos luces, lo compungió de tal modo, que hubo
de saltar a tierra y regresar de inmediato a San Andrés para abrazarse a su madre
y mitigar el dolor de su ausencia. Alivia su pesar interno y murmura, es época
de malandar; sólo la voluntad de pervivencia explica este desatino. Abdalah
vino de Palestina como soldado de Belisario, creyendo que su última singladura
lo llevaría a San Borondón, hasta parar en el barranco de El Cercado, y pasaba
el día sumido en su salmodia, que encajaba en el entorno; luego, la premura de
la moda, aunque más desparramada, ha estrechado la concepción musical en uso,
que alrededor del mundo se escucha en clave similar.
Prefiere
Inocencio olvidar la realidad, pero su inminencia se impone siempre a cualquier
atisbo de templanza, porque no hay cordura en el dominio de su actividad, a la
que ha puesto mordaza; sin embargo, no halla asiento en el proceso emprendido,
un día en que alguien le sugirió la posibilidad de poner por escrito su queja
sobre cuanto hubo de experimentar, y aun siente, y no es otra cosa que lo
percibido a través de su antojo. Atribulado masculla que Marcial, ajoto, fue de
emigrante a las minas de Bélgica o las fábricas de Alemania; hoy cuenta sus
hazañas, mientras él expresa su magua. Con todo, cree que Marcial se excedía en
su exposición de su paso por el Pacífico, aunque es verdad que muchos viajaron
en barcos noruegos, suecos y más; pero él no se vanagloriaba, que era hombre
estoico, sencillo y callado. Su avidez de viaje era signo de evasión, aun
cuando implicara ruptura con este menguado litoral.
Inocencio cuenta en desordenado
torbellino, causado por el dolor que le provoca la ausencia del compañero, y,
en triste rememoración, señala que pretendía pasar una semana entera en la
fiesta de Candelaria, como antes, cuando los tocadores no eran virtuosos y
cantaban los pobres, no los hijos de gente rica, como ahora. Respecto de San
Andrés decía que lo arrinconaron contra Los Órganos y Traslarena, tiraron el
rompeolas y taparon la baja del Capellán, con lo que resultó sepultado Abicor. Ya
de niño se sentaba en los callaos y soñaba con la travesía de los barcos. Quiero
irme, exclamaba; pero mi amor no es desamor, que mi ambición no es ganar gloria
ni afán de destacar sobre los demás. En la voz de Inocencio se percibe la
palabra de Marcial, impregnada del lirismo que refleja el canto popular alejado
de rebuscado casticismo. Inmerso en su recuerdo vierte, melancólico y
apasionado, anécdotas que abarcan travesuras de infancia, peripecias de
juventud y aventuras que Marcial le refiriera de su época allende el mar. Así
dio comienzo a su excavación en el castillo, en busca del tesoro allí
escondido, fortaleza derruida por las turbulentas aguas del arroyo; pero
Abdalah descubrió, en la cueva del Bújano, un grabado relativo a Hércules en su
viaje a las Hespérides. El historiador recoge en paciente grabación el
espontáneo relato, que posteriormente elabora y perfila hasta darle carácter
inteligible.
Marcial pensaba por sí mismo, dentro
y fuera de Canarias. Vivía ajeno a todo contacto, por considerar que su mal era
análogo al del Licenciado Vidrieras, al sentirse de todos observado. A
cualquier parte que guiara sus pasos decía ser reconocido, y él mismo radiaba
el pensamiento de los demás, que inquisitivos lo miraban, aunque permanecieran
escondidos tras su mampara, de cristal o imaginativa. Y describía, en su
ansiedad, los lugares que transitaba, tanto en Santa Cruz como en el mismo San
Andrés.
Su
vuelta a Canarias no lo hizo feliz. Deseaba subir a los Abalejos para gritar
vacaguaré con Secundino, al tiempo de revivir ecos de Beneharo en Anaga. Pero
estuvo soñando con Brígida, que avanzaba hacia la Caleta, y, en su pesadilla,
no podía auxiliarla, dispuesto a combatir incluso contra Poseidón; la evocación
guerrera surtió efecto y se paró, aunque por motivo dispar al anhelado. Acaso
fuera el desamor de la muchacha la causa que lo impulsara a salir de las Islas.
El historiador insiste en su demanda
de información sobre la última etapa de Marcial en Tenerife, cuyos avatares
intercala con memorias de la niñez. Inocencio se muestra reacio a ser explícito
en los sucesos recientes, al tiempo que trata de disimular hechos pretéritos, y
confiesa desconocer si lo contado por Marcial es real; no obstante, en guerra
el Atlántico Sur, presume de haberse alistado como voluntario, para prestar
servicio en uno y otro bando indistintamente; luego contó su profusa retahíla
de esta experiencia. Acto seguido hizo alusión a las adivinanzas del moro
Abdalah, cuando el ganado de cabras se confundió entre la bruma del Bailadero.
Refería el caso en el bar, junto al puente; el cabrero se enfadó y se fajaron a
la piña. Calmado el arrojo, optaron por echar allí mismo un lingotazo.
Inocencio, por su parte, prefiere repetir lo oído en radio que recordar
aquellas cosas, un tanto embarazosas: hace empero el esfuerzo para dejar huella
de su paso por el mundo, como nacido en este valle de óptimo valor para el originario
de Abicor. Aun así, le parece un poco exagerada su versión sobre la actividad
de Abdalah el nuevo; pero ignora si los hechos, que presuntamente provocaron su
fin, son exactos. Lamenta lo ocurrido y le gustaría cambiar los datos pergeñados;
mas, se dieron cual son narrados, y modificarlos supondría un error. Aunque
corren aires distintos, Inocencio anida en su seno el temor de lo descrito por
sus mayores, y aun lo experimentado por sí mismo; por ello se dirige al historiador
y le propone llenar renglones con cuentos incompletos, como el de aquel joven
que recitaba a los mayores su lección de historia sobre Grecia y Roma, moros y
cristianos, hasta que uno de los ancianos pregunta si no había guanches, y el
chico les instruye que la loba de Anaga es la del mencey despeñado, trabucado
tal vez en la leyenda del hombre vestido de negro que monta guardia en Paiva,
al pie de las piedras blancas, como custodia de lugar sagrado.
Poco a poco siente alivio en el
pecho, con lo cual irá a ver si el tiempo permite andar a saltos por la cumbre,
o lo guiará quizá la cercanía de las olas, abajo en la playa, velado augurio en
la descripción de Abicor, pueblo erigido sobre el delta de dos barrancos, cuyas
aguas se precipitan al mar. Marcial anduvo de un lado a otro, recordando lo
perdido o transformado, de cuanto vestigio queda en pie, ruinoso o desaparecido.
Solía sentarse al principio de la laureda, cerca del castillo, con nostalgia
del pasado, cuando Gregorio buscaba el tesoro allí enterrado, conforme la
célebre fábula del lugar. No sabe Inocencio si eran lecturas indiscriminadas,
que influyeron en su estima y lo llevaron al Museo Británico a consultar la piedra
de la Antigüedad. Esta vez pidió a Gregorio que le dejase el plano, y una noche
fue sorprendido por Juantrés, quien lo miró perplejo, al tiempo de musitar
dubitativo… después de tanto mundo. Marcial se rehace, sube rápido el camino y
va a descansar en la choza. Sueña entonces y lo desconcierta el desdén de
Brígida, de quien está perdidamente enamorado, aunque ella le da achares con
otro, malestar que vierte en cantares, porque el verso en la obra subvierte la
continuidad discursiva, en aras de movilidad y respiro.
Pensará
alguno que la voz plañidera procede del canto proyectado en la madrugada. De
modo que, el primer impacto es de reflexión, ante la extensa charla que prodiga
el señor al frente del festival, retransmitido por la emisora oficial de la
comunidad, dispuesta a dar buena cuenta de todo el evento, patrocinado por
rango mayor del Estado. La Víspera de la Fiesta Patronal del pueblo, apareció
ensangrentado. Alguien, en copas también, le dijo de irse, si la tierra no le
gustaba. Marcial respondió destemplado y el otro casi lo mata. Últimamente
estaba siempre de mal humor, hablando de escritores, poetas y artistas de todo
el Archipiélago, y la indiferencia mostrada por las autoridades, académicas y
ejecutivas, así como por la propia población, que tanto pondera su oriundez de
esta tierra. Soñaba ser lo que no era, aunque pretendía que el mundo le vedaba
su auténtico desarrollo. Quería ir a Provenza, a preguntar por Tartarín, y
acompañarlo a cazar leones en Argelia. Nunca abandonó su deseo de salida, y, en
su empeño estaba, cuando fue atracado en plena Avenida de Anaga, con lo que,
desolado y sin perras, volvió a San Andrés. Quejoso de su mala suerte, explicó
a Inocencio, que para sobrevivir, esta sociedad exige aptitud de samurai. Mohíno
mascullaba su desventura al bajarse de la guagua, se sentó en el muro, frente
al mar, y estuvo largo rato contemplando los barcos surcar las aguas.
El viaje supone su gran recurso en la charla diaria, mientras un
musical de fondo resalta el sonido impreso de esta era alborotada, truculenta
en cuanto a su estar deprimido, absorto en la contemplación de aquella sirena
expuesta al sol, en entrega jubilosa, que exalta su belleza y aduerme al hombre
cuyo ardor lo impulsa a cometer el desvarío. El sol en su cenit, Marcial se
arriesgó hasta las palmeras, donde yacía de espaldas aquella mujer, sus senos
al aire y una pieza ligera cubriendo apenas su vello. Deslumbrado, se sentó al
cabo y dejó pasar un par de horas, hasta que se levantó y regresó al pueblo.
Por la tarde vino la policía a buscarlo, acusado de robo; en la Muralla, en el
banco del chorro, continuaba sumido en su pensamiento, cuando llegaron los
agentes, lo introdujeron en el coche y se lo llevaron. Días después vino, sucio
y con la cabeza baja. No compitió el hombre con su sino, y no pudo quitarle voz
a esa soprano que canta de seres desmoronados, pese a la inveterada costumbre
de aparecer periódicamente por la avenida, aún por terminar. En realidad, es
gente que lee el texto que otro escribe, acaso acertadamente sobre su propia
trayectoria, y aposta olvida reflejar la esencia de su sensibilidad y su
singular valía.
Su decadencia comenzó cuando recibió el rechazo del país,
aumentada su tribulación con el percance de Anaga; luego cundió la infame acusación,
que derribó su integridad y acabó con él en tierra. Su vida semeja la del
hombre que salió corriendo en persecución de su saber, ignorado por la población
de su entorno; como el seguimiento no fue en absoluto fructífero, el hombre se
empecinó en explicar la razón de su proceder, al tiempo de informar a los
demás, escépticos respecto de su bonhomía, la vía de acceso al principio, donde
se inicia su origen, justo en el borde del precipicio, sima profunda
insoslayable, ante la que duda si lanzarse o permanecer quieto hasta que el
tiempo decida por sí. Marcial merecía ser tratado como navegante anónimo, que
no cometió desmán alguno en bárbaras piraterías ni en aviesas aventuras. Días
antes hubo dicho a Inocencio: las nubes se azorran, y presagian el perdurable
descanso. La melodía es interrumpida por glosa de Inocencio, de quien el agudo
lamento transmite su pena y su dolor, su magua, que no logrará superar en
siglos. El historiador va paulatinamente engarzando los detalles prodigados en
la extensa plática, que hilvana en armoniosa estructura y concisa expresión, en
la que destaca la hondura, el sentimiento, el humor y la frescura de la charla
sostenida con quien se duele y se acongoja ante la pérdida irreparable del
hombre que fue su amigo.
*
La magua, situada geográficamente en nuestro entorno, representa, en
cuanto autor, un homenaje: a San Andrés, primero; a través de ello, a Tenerife,
y, a su vez, rinde, en conjunto, honor a Canarias. Una primera lectura da como
resultado la sucinta exaltación de nuestros hechos y costumbres, así como
algunos rasgos determinados de nuestra vida cotidiana, inducido el lector por
los distintos episodios, apuntados o insinuados a lo largo del texto. Si la
lectura es más detenida y atenta, se advierte que el desasosiego de Marcial e
Inocencio, de Inocencio y Marcial, es consecuencia de la opresión que el
individuo sufre por causa de la estrechez de su medio. Esta limitación
terrible, torturadora y asfixiante, se da por variadas circunstancias, ajenas,
muchas veces, al cerco natural que estos protagonistas padecen.
Existen,
además, diversos aspectos que contribuyen a intensificar la trama, como la
búsqueda de nuestra identidad, por sentirnos a la deriva en medio de la mar
océana. Se percibe con nitidez el deseo de alcanzar el vínculo, casi inasible,
con nuestros antepasados guanches, y fluctúan otras significaciones, de fácil
hallazgo para aquellas personas que se inclinen sobre estas páginas con noble
ánimo de observación y estudio. Así notarán la preocupación por el lenguaje, en
su forma vernácula, con el aporte de cuantas palabras se emplean en la
narración, de modo espontáneo y aun elevado, puesta la intención en dejar
patente los vocablos propiamente autóctonos, ignorando a propósito aquellos
usados con incorrecta dicción, que al cabo han sido muchos incorporados al
habla canaria.
La magua es asimismo evocación de un tiempo pasado que se mira con
nostalgia, no por considerarlo mejor, como en las célebres coplas, sino por
cuanto entraña de vida acumulada que se recuerda con sentimiento dispar. De
aquí su localización en San Andrés, pueblo que pierde su esencia para adaptarse
a la nueva identidad que el progreso le otorga. Claro es que, el abandono de un
mundo que se pierde, es no solamente material. Existen valores que se
consideran desfasados y se desechan tal vez por su concepto de anticuados y
decadentes. Se posterga el amor, la bondad, la compasión, la solidaridad y la
tolerancia, para dar paso a la ambición, el egoísmo, la hostilidad y la
intransigencia. No se trata de pensar que, en época anterior, escasearan estas
actitudes improcedentes para la convivencia en paz y armonía. Ocurre, al
parecer, que en la actualidad se pondera este estilo, y hasta se estimula el
producirse de la suerte en detrimento de los preciados dones que han sido, y
deben continuar siendo, paradigma de la humanidad.
En La magua van mezcladas las propuestas
de los distintos personajes, porque en realidad es contar lo contado por otro,
que a su vez recuerda lo contado. La supuesta confusión podría evitarse
entrecomillando algunas aportaciones, al tiempo de explicar lo acotado. Ello
daría como resultado una narración lenta, pesada, dengue y de mal gusto. Por
tanto, La magua es, en definitiva, contar lo
ya contado, en vibración coherente y trasfondo de veracidad.
SERVENTÍA
Obra: E.18
(a.106)
José Rivero Vivas
San Andrés, Tenerife.
Junio de 2017
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