ONCE MILLONES
DAVID TORRES
Uno
de los corolarios de la Ley de Murphy advierte que no es que la Historia se
repita sino que los historiadores se copian unos a otros. Pero a veces las
páginas de los acontecimientos no sólo vienen calcadas, sino corregidas y
aumentadas, tanto que da hasta escalofríos mirar las notas al pie. En mayo de
2002, Francia se libró de la pesadilla de una victoria del Frente Nacional
merced a una inesperada alianza de fuerzas políticas de izquierda y de derecha.
Los franceses se resignaron a un nuevo mandato de Jacques Chirac con tal de no
ver en el Elíseo a Jean-Marie Le Pen, un botarate neonazi, xenófobo y
antisemita, si les sirve el doble pleonasmo. En la primera vuelta, contra todo
pronóstico, Le Pen se impuso al candidato socialista, Lionel Jospin, y en la segunda
muchos de los votantes de Jospin se dirigieron a las urnas con una pinza en la
nariz para elegir lo que consideraban, no sin razón, el mal menor. En algunos
colegios electorales, y no es coña, pusieron a la salida cabinas de
desinfección.
Las
ruedas de la política han girado quince años para dejar a los franceses en una
situación más o menos similar, sólo que peor, del mismo modo que esos
guionistas que tienen que aumentar las apuestas la segunda temporada. Chirac
llevaba mucho tiempo fuera de juego por un feo asunto de desvío de fondos
públicos durante su etapa como alcalde de París que le valió una condena
simbólica de dos años de cárcel: lo que se llama en lenguaje taurino “salir por
la puerta grande”, al estilo del PP en Madrid. Mientras tanto, Hollande se
dedicó a destrozar el socialismo y a fomentar su carrera de gigoló. Contra todo
pronóstico, ha llegado para sustituirlo Emmanuel Macron, un tecnócrata de la
política, neurólogo, pianista a ratos libres, titulado en Filosofía con una
tesis sobre Hegel y socio de la Banca Rothschild que dejó la cartera de
Economía hace menos de un año para fundar un nuevo proyecto político: En
Marche! La dejó tiritando.
Su
admirado Hegel dijo que todo lo real es racional, aunque muchas veces no lo
parece. Para contradecir a Hegel una vez más, el otro protagonista de las
pasadas elecciones ha sido la hija de Jean-Marie, Marine Le Pen, una versión
matizada y suavizada de su padre, lo cual quiere decir más peligrosa y más
eficaz. Aunque ha vuelto a perder igual que Le Pen 1, para corroborar la
tradición familiar, Le Pen 2 ha sacado un 35% de votos, más del doble de lo que
consiguiera el Frente Nacional en 2002. Un partido que parecía folklórico,
obsoleto y residual hace sólo unos años en el panorama político europeo se ha
convertido en la segunda fuerza política de Francia. Es lógico que Le Pen
celebrara la derrota de ayer como un triunfo o, mejor dicho, como un peldaño
más en su camino hacia la cumbre. Ya ha anunciado que va a renovar otra vez lo
que ella llama “el movimiento soberanista” de arriba abajo, como la serpiente
que muda de piel.
A
su efervescente ascenso ha contribuido, y no poco, la disparatada apuesta de
Jean-Luc Mélenchon, quien prefirió llamar a su electorado a la abstención en
lugar de hacer frente común contra el fascismo. Disculpen que no use esa
cacareada expresión de “populismo”, pero al fascismo, cuando da la cara, es
mejor llamarlo por su nombre. Mélenchon se considera ahora, a toro pasado, la
segunda fuerza política de Francia porque dice que la abstención y el voto nulo
han ganado al Frente Nacional. Hace mal en reclamar esos votos, ya que en la
mayoría de las papeletas inválidas no ponía “gilipollas” ni “tonto del culo” en
francés. El tradicional Vive la France hay que entonarlo con sordina y ma non
troppo, puesto que el monstruo de la ultraderecha está más fuerte y en forma
que nunca. De momento, muchos se acostaron ayer con alegría, otros con alivio y
casi todos con el aliento de más de once millones de votos a favor del fascismo
en la nuca. El hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma
piedra, pero la tercera vez también se puede caer de boca. Me alegro por esos
amigos franceses que soñaron que Le Monde, la portada de hoy lunes, iba a ser
La Monda.
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