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viernes, 14 de abril de 2017

LAS PROCESIONES DE SEMANA SANTA ACOJONAN



LAS PROCESIONES DE SEMANA 
SANTA ACOJONAN
POR CARLOS MARTÍN
La teatralización litúrgica de la Semana Santa suscita cierto interés a los espectadores, pero es necesario ir más allá de la fachada para saber qué valores se ensalzan.

La Semana Santa levanta pasión en mucha gente que vive las liturgias con gran expectación, en cambio también hace relucir la indiferencia de no poca gente. Me atrevería a decir que en verdad desde fuera esa indiferencia va acompañada de un profundo sentimiento de miedo fruto de su naturaleza. A mí mismo, que veo esto desde el escepticismo, se me ponen los pelos de punta al paso de la comitiva por muchas razones que imagino pasan inadvertidas a los cofrades que lo viven inmersos en la conmoción. Se me hace difícil ver en el mismo atrezo a las autoridades uniformadas y políticos, compartiendo penitencia junto a capirotes penitentes y otros atuendos enlucidos al son de un desfile tortuoso, serio y milimétricamente dispuesto. Con todo y con eso no considero eso lo más chirriante. Siendo un profundo defensor de las congregaciones populares sin buscarle apenas significado, aquí sí pongo reparos por alteración de la soberanía personal bajo el frenesí de la idolatría. No yendo en contra de la libertad de cada cual a hacer lo que le plazca, sí pongo en entredicho el ejercicio maniqueo que degrada los valores laicos. Sin duda, la teatralización litúrgica que acompaña la Semana Santa en muchos puntos del país suscita cierto interés a los espectadores, con todo y con eso, es necesario ir más allá de la fachada para saber qué valores se ensalzan.

Suponiendo que Jesús haya existido y, en otro acto de fe aceptar que fue crucificado cargando con la culpa universal, que ni siquiera en los diversos evangelios escritos 100 años después se ponen de acuerdo en los pormenores y menos en la resurrección, no habría que olvidar que el ajusticiamiento vino de las jerarquías eclesiásticas. Jerarquías eclesiásticas bien puestas que a la postre son las que han sacado mayor rédito de celebraciones de mitos y leyendas engañando a los súbditos de Dios. Es jodido aceptarlo, pero la corrupción no es un invento nuevo, y si bien este señor hubiera muerto desarrapado, los obispos y escribas supieron hacer su particular cielo en la tierra. Entre concilio y concilio desde el siglo II d.c. llegamos a la edad media donde la iglesia acuerda por unanimidad que el clero y los ídolos tenían que infundir temor a la sociedad. De ahí que se vieran cristos tan gores y estampas más tipo del pasaje del terror que del amor al Señor. Y en esa adaptación del acojonamiento a una época más cambiante, en el s. XV las comunidades mediterráneas donde perduraba el brazo duro del catolicismo se reafirmaban con celebraciones multitudinarias portando figuras e imágenes. El pueblo inmerso en la escenificación tenía que sentir miedo, arrepentimiento, pagando con la penitencia y flagelaciones varias. Un sinfín de humillaciones litúrgicas alcanzaba un clímax de alteración colectiva hacia el sentimiento de culpabilidad, de ahí la etimología de atuendos para cubrir al penado capital de aquella época.

Llegados a nuestros días la cosa está más tibia, aunque en algún lugar remoto guste todavía hacer homenajes a las viejas costumbres. Los señoritos y representantes visten altivamente de gala mientras que los de siempre hacen gala de su penitencia soportando el peso a sus espaldas. Se genera un clamor popular muy sentido del que comparte dedicación y esfuerzo. Es lógico, el hermanamiento y la congregación colectiva tienen la particularidad de unir y hacer sentir. Ahora bien, que no se pase por alto que la idolatría hace más por la superstición que por el compromiso de los fieles y no necesariamente la exaltación religiosa va seguido del afán solidario. Muchos de los presentes seguirán mirando por encima del hombro y no serán tantos los sirvientes misericordiosos.
No está demás decir que estas festividades van acompañadas de no poca opulencia, alcohol y de espectáculos que en suma para eso es una fiesta. Y aun así, se podría considerar que festejar está bien dentro de que no sacrifiques a una virgen o denigres los fundamentos de laicidad que rigen las normas magnas, pero aquí bueno… nos tendremos que acoger entonces a la libertad de religión y culto que es un derecho en este país, pero ¿hay que subvencionarlo todo? La iglesia saca buena tajada del erario público, podría subvencionar por lo menos sus festividades que no hay forma de que suelte un chavo. Veo bien pagar las fiestas populares integradoras pero las religiones que se paguen sus fiestas. La identidad colectiva debería autofinanciarse para que sea eso mismo, identidad.

Las procesiones serán de interés general, pero no se puede decir que sean muy didácticas, sobre todo para el público más joven. No creo que sea apto hasta pasados unos añitos. Ya hemos dicho que ensalzan los valores de culpa y penitencia en nuestras propias carnes, pero también está presente el control total programado cuasi de forma militar, a un paso funesto donde se portan crucifijos y estandartes pesados en un decorado donde reluce las filigranas de oro y plata; el lujo mezclado con parafernalias siniestras que en ocasiones se ven imágenes ensangrentadas, angustiadas y sufridas. En las procesiones todo tiene un lugar y se vanagloria la jerarquía por encima de todo. No creo que un niño pueda entender estas cosas, sino es a dictado constante. Se lo pasaran bien conjuntados con sus mayores, pero se normalizan cosas que no son tan normales.

Llegadas estas fechas parece que solo importa lo que piensen y sientan los penitentes devotos. Ya montada la fiesta que por lo menos nos dejen opinar a los infieles que tendremos vela en este entierro si de alguna manera pagamos la penitencia.

Carlos Martín

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