LUCÍA Y EL SEXO
JUAN CARLOS ESCUDIER
Lucía Caram,
argentina, “monja cojonera”, dominica, cocinera, tuitera y estrella mediática,
la ha liado parda en el sofá de Risto Mejide al declarar que la Virgen puede
que no lo fuera tanto porque lo habitual en una pareja normal es tener sexo y
que, puestos a decirlo todo, ella sí que lo era porque no había conocido varón
ni practicaba el amor propio en el convento. Nada de esto aliviará a estas
alturas a José, que lleva siglos mirando revirado al Espíritu Santo, pero ha
sulfurado mucho a la Curia y a algunas de sus hermanas dominicas, que le han
puesto a caldo en Facebook, aunque recen por ella. “¿Qué será de ti, Lucía?”,
se preguntan.
Pese a ser su
dogma más antiguo, la Iglesia lleva dos milenios insistiendo mucho en el tema
porque está visto que la feligresía es muy dada a creer que se puede convertir
el agua en vino y multiplicar los panes y los peces y bastante más reacia a
aceptar que la Virgen pudiera serlo antes, durante y después del parto. Para
despejar cualquier duda, a mediados del siglo VI el segundo Concilio de
Constantinopla otorgó a María el título de “virgen perpetua” y hasta le hubiese
impuesto una medalla de haber sido por el exministro Fernández Díaz. No fue
suficiente. Un siglo después en el Concilio de Letrán se hubo de insistir en
que María concibió sin semen por obra del Espíritu Santo. Pasaron mil años y el
Papa Pablo IV hubo de reconfirmar el dogma en el concilio de Trento. Y así
permanentemente. El tema llegó a ser obsesivo para Juan Pablo II, que fue un
papa mariano a carta cabal.
Al margen de la
Virgen o de María a secas, que en nada le quita valor, lo más relevante de las
confesiones de sor Lucía es su denuncia de esa actitud de la Iglesia que
considera al sexo como algo “sucio y oculto” y que entiende la sexualidad como
un regalo de Dios siempre que se encamine a la procreación y sea dentro del
matrimonio, lo que condena de antemano esas prácticas tan placenteras en las
que muchos estarán pensando. Ya se sabe que para esos indecentes se inventó la
lujuria como pecado capital y que para disimular lo que históricamente ha sido
represión se acuñó aquello de que hay que dominar el sexo para que no te domine
a ti. En resumidas cuentas, todo lo que nos gusta es pecado o engorda.
Woody Allen,
que en esto como en tantas otras cosas es un visionario, ya advertía de que
sólo existían dos cosas importantes en la vida, y que una era el sexo y que la
otra se le había olvidado. La sexualidad es mucho más que practicar el
Kamasutra, que siempre fue complicado porque muchas de sus ediciones no están
ilustradas y hay lectores que se hacen un lío entre el lingam y el yoni. Es un
baremo que, como sostenía Gore Vidal, marca el nivel de civilización y
tolerancia de una sociedad. El autor de Juliano el apóstata, defendía que las
identidades sexuales habían sido un invento de la Iglesia y del poder político
para estigmatizar como enfermos o viciosos a quienes se situaran al margen de lo
establecido. Y que el objetivo de ese orden natural que no lo era, basado en el
matrimonio y en la germinación a gran escala, permitió al capitalismo disponer
de mano de obra barata para sus revoluciones industriales.
El sexo es
política y la política es sexo, más allá de las bunga bunga de Berlusconi. Hay
quien se empeña en hablar del dinero como el motor de la historia como si la
historia tuviera que tener un único motor y como si sexo y dinero no fueran
altamente complementarios. Con el sexo y con el dinero se ha construido la
Iglesia Católica, como podrían atestiguar los Borgia. En el siglo XXI Sor Lucía
ha tenido que matizar sus palabras sobre María y José para que la herejía no le
costara el hábito: “Quiero manifestar que no me escandalizaría si (la Virgen)
hubiera tenido una relación de pareja con José, su esposo”. Le ha costado pero,
por fin, ha entrado en razón.
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