QUIERO SER PUTA
CARMEN DOMINGO
Manifestación de prostitutas en Madrid. FERNANDO
SÁNCHEZ
Hace pocos
días, en Estepona, saltaba la noticia. Ya había una primera víctima de las
inundaciones de la Costa del Sol: habían encontrado el cadáver de una chica,
sin documentación, tras inundarse el local en el que estaba. Horas después,
supimos que se llamaba Ali —ni apellido tenía por
lo visto— y que era una rumana de 26 años. Al acabar el día,
los medios se ven obligados a ofrecer algún dato más y situarla en un club de
alterne, encerrada en el sótano —total, nos olvidaremos
de ella pronto; mujer, puta, rumana y ahogada, me
dirán ustedes…—, y casi en voz baja añaden que el dueño del local —éste ya no tiene ni nombre ni apellidos, pero diría que
por distinto motivo— está a la espera de que se
aclaren los hechos. ¡Acabáramos!
Un dueño, una
chica, un local de alterne y una habitación cerrada… No sé si hacen falta
muchos más datos para atar cabos, la verdad. Pocas horas antes, en El Mundo (30/11/2016) leo un reportaje
titulado Soy prostituta y feminista. ¡Olé tus ovarios!, pienso
yo. Y corro a leer cómo argumenta esta chica su “pasión por la profesión y sin
presión de ningún hombre”, cosa que se me hace harto difícil, tan difícil como,
conforme adelanto en la lectura del artículo, creerme lo que dicen estas tres “putas voluntarias”, que nos hablan. Pero no
adelantemos.
Entendedme.
No es que a ellas no las crea —cada cual es libre de
vender su verdad como quiera, al igual que yo de creer que mienten—, sino que me cuesta dar por buenos
sus argumentos en defensa de la prostitución voluntaria en alas
de un empoderamiento femenino y feminista que defiende una prostitución libre,
dialogada con el cliente y, hasta diría, que placentera.
Para evitar
que se me trate de retrógrada, oponiéndome a aquellos que pretenden que se
legalice —regularice, que es el eufemismo más usado—, y aunque recuerdo a la perfección que el Comité de DDHH
y la Comisión de Derechos de la Mujer de la ONU declararon que la prostitución no es un trabajo porque no tiene
la dignidad que requiere, sigo dispuesta a acabar de leer el artículo tratando
de darle un planteamiento cercano que nos sirva a todos.
Voy a explicarme.
Supongamos
que, en aras de la modernidad progresista que vivimos, estoy dispuesta a
aceptar que se legalice esta explotación y a entender que se cobren impuestos
(“con la regulación de la prostitución se podrían recaudar 6.000 millones de
euros”, decía Albert Rivera, muy macho alfa él, en la última campaña electoral,
agarrándose como una lapa a su máxima de que el dinero todo lo puede). Eso
sería porque cualquier mujer —tu madre, tu hija, tu
hermana, tu esposa— sería susceptible de ser
prostituida. Algo que sorprendería bastante a los defensores de la
prostitución, que en general nunca se plantean que ellos mismos o sus familias
serán víctimas de semejante explotación. Para eso están otras mujeres, las
putas, claro. No se me ocurre nada más clasista.
Pero sigamos.
“Mi trabajo
en un museo no aportaba nada a mi desarrollo personal, por lo que decidí
dejarlo y buscar alternativas”. Y entonces se hizo puta,
confiesa una de ellas. ¡Bien!, pienso, esto puede ayudar en el tema del paro.
Ahora solo se trata de dar educación a las neófitas y ofrecer cursos de
prostitución para iniciarlas en el oficio. Solo así podrán engrosar la listas
de empleo. Y, se me ocurre de inmediato, también deberemos establecer
categorías según las especialidades que practiquen —alguien
deberá ayudarme a precisar si el sado tendría tarifación especial—.
Y ya está,
ahora cualquier mujer podrá recibir una oferta del INEM donde se le ofrezca una
plaza en un burdel cuando se quede en paro. Y no solo eso, antes deberíamos
contemplar un contrato laboral y un convenio,
claro, deberes, derechos, jornada laboral… ¿Tendría el mismo contrato la que
practica sexo anal que la que solo hace felaciones? ¿Cobraría lo mismo la que
tiene ocho clientes en una jornada laboral que la que tiene 20? ¿Pasaría un
inspector de trabajo a supervisar las felaciones? ¿Podría reclamar el cliente
que no se corra? ¿Se establecería un mínimo o un máximo de relaciones sexuales?
¿Deberíamos marcar la edad de los clientes? Mejor, ¿qué sería exactamente un
contrato ‘normal’? Y a nosotras, a las mujeres, ¿qué se nos pediría como
currículum? ¿Secundaria? ¿Universidad?
Creedme, cuando dejo de ironizar me deprimo, qué queréis que os diga.
Porque sigo pensando que las cifras cantan y que la excepción, no solo no me la
creo, sino que confirma la regla de la explotación y maltrato a la
mujer: el 98% de las víctimas de explotación sexual son las
mujeres —de un total de 4,5 millones— y Ali, claro,
como era puta, no contará como la víctima 97 del terrorismo machista.
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