¿PENA DE TELEDIARIO? ES EL TELEDIARIO EL QUE DA PENA Y ASCO
JUAN CARLOS ESCUDIER
Como se preveía
aquí mismo, la muerte de Rita Barberá en un hotel de cinco estrellas gran lujo
de Madrid ha servido en bandeja a varios dirigentes del PP la oportunidad de
criminalizar a distintos medios de comunicación por el pretendido linchamiento
al que la alcaldesa habría estado sometida y que sería la causa directa del
infarto que acabó con su vida. Las “hienas”, en palabras bastante infames y
cínicas del portavoz Rafael Hernando, la siguieron mordieron pese a los
denodados intentos del PP por protegerla, que se tradujeron en su expulsión del
partido y su tránsito al Grupo Mixto del Senado, porque de lo que no pudieron
convencer a la exalcaldesa es de que dejara su escaño, su aforamiento y su
remuneración.
De esta manera
tan siniestra, se ha reabierto el debate sobre los juicios paralelos y sobre
eso que se ha dado en llamar pena de telediario, aquella por la que se traslada
a la opinión pública la culpabilidad antes de que los jueces la determinen, ya
sea por escenografías como la detención de Rodrigo Rato, al que un policía
colocó una mano sobre su cabeza para evitar que se golpeara con el coche como
suele hacerse con los chorizos más vulgares, o simplemente por la mera
información de los procedimientos judiciales en marcha. Nótese que la citada
pena sólo se detecta cuando el afectado es un político o un empresario, ya que,
al parecer, el resto de los mortales no tienen derecho a que se respete su
imagen o, simplemente, a las plañideras de hoy les importa un bledo.
Los que ahora
se rasgan las vestiduras ignoran conscientemente dónde se halla el verdadero
meollo de la cuestión, que no es otro que la deliberada confusión entre
responsabilidad política y penal, en un país en el que no se dimite ni en
defensa propia. Para un político acusado de graves delitos, no ha de existir la
presunción de inocencia sino la obligación de dejar el cargo de manera
inmediata, un proceso que de ejecutarse de manera rutinaria no tendría por qué
implicar ninguna asunción de culpa. Lo injusto no es apartar a un inocente sino
mantener en su puesto a un golfo apandador y que años después se acredite su
condición. Sobran regalías y puestos en los que reponer a los exculpados.
A esta carencia
democrática de creer que existe una especie de derecho a gobernar que no puede
delegarse por el descuido en la adjudicación de una rotonda, se suma una
exasperante lentitud judicial, en muchos casos provocada por esos que dicen ser
víctimas del oprobio injustificado, hasta el punto de que la entrada en prisión
de uno de estos prestigiosos delincuentes se convierte en todo un
acontecimiento. Una vez dentro, hasta hace bien poco, ni siquiera cabía esperar
que su estancia fuera prolongada porque los suyos, si son los que escribían el
BOE, facilitaban su indulto al descuido.
En el resto de
los casos, cuando la indecencia no conduce al presidio o no está tipificada
como delito, el apaño sigue siendo flagrante. Se les intentará poner un pisito
en Washington con carguito bien pagado en el Banco Mundial, o darle la
presidencia de una comisión parlamentaria, coche oficial y pluses incluidos
para que expíe sus pecados. La tasa de desempleo de estos prendas es
irrelevante.
No son las
televisiones las que alientan a congregarse a cientos de personas ante los
juzgados para llamar chorizo a Blesa o las que provocaron que Barberá tuviera
que refugiarse tras los visillos de su piso en Valencia porque la increpaban
por la calle, sino la sensación real de impunidad que se ha trasladado a una
ciudadanía que, finalmente, ha dicho basta.
Durante
demasiado tiempo hemos asistido a un saqueo consentido, a la obscenidad institucionalizada
de quienes pensaron que la democracia era el patio de Monipodio en el que poder
forrarse. Lo grave no es la pena de telediario sino el telediario en sí y el
asco que sigue produciendo. “Enésimo caso de corrupción en Valencia”, alertan los
informativos. Pues eso.
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