LAS PATERAS INVISIBLES
DAVID TORRES
En
un libro famoso, aunque no tanto como merece, Italo Calvino detalla un diálogo
imaginario entre Marco Polo y Kublai Kan. En los relatos con que el viajero
entretiene al emperador hay ciudades continuas y ciudades sutiles, ciudades que
se definen por su relación con los signos o con los nombres, ciudades alojadas
en el deseo o en la memoria. El libro es una hazaña de la imaginación humana,
una obra maestra de la literatura fantástica del rango de El Aleph de Borges,
los Diarios estelares de Lem, Final del juego de Cortázar o Frankenstein de
Mary Shelley. Quien lo haya leído jamás podrá olvidar esa ciudad construida en el
desierto que semeja un laberinto y que fue fundada por quienes soñaron en sus
calles con una hermosa mujer desnuda que se les escapaba justo antes de
despertar. O esa ciudad subterránea que duplica la urbe de la superficie, una
ciudad donde el aire es tierra y sus moradores cadáveres.
Esta
semana leí en la prensa una noticia sobre el pueblo errante que malvive en los
túneles de desagüe de Las Vegas, los cientos y cientos de vagabundos que
componen otra ciudad anónima debajo de la cordillera de casinos, hoteles,
piscinas y anuncios de neón. De inmediato pensé en Las ciudades invisibles de
Calvino, en esa ciudad donde los muertos son la sombra ignorada de los
vivientes, los afortunados que vivimos, comemos y dormimos a plena luz del día.
Como tantas otras veces la realidad imita al arte, como ya advirtió Borges, el
realismo ha resultado una rama menor de la literatura fantástica.
No
hace falta descender a las catacumbas ni a las alcantarillas para descubrir
esas otras metrópolis que nos empeñamos en ignorar todos los días. Hay docenas,
cientos, miles de ciudades invisibles entreveradas en la ciudad que habitamos y
paseamos todos los días. Está la invisibilidad de los pedigüeños a la salida de
los mercados, la de los mendigos que duermen en los bancos y en los cajeros
automáticos, la de los vecinos que viven y mueren solos entre cuatro paredes,
la de los hambrientos que hacen cola en los comedores sociales, la de los
huérfanos maltratados en esos horrendos centros de menores regentados por
monjas, la de los vendedores de réplicas que exponen sus mercancías en una
manta y que son casi todos de piel negra, como si también fuesen réplicas ellos
mismos, negativos de seres humanos.
Negativos
de hombres, de mujeres y niños son también los habitantes de esa otra ciudad
flotante que atraviesa el Mediterráneo en silencio, la interminable ciudad de
pateras invisibles que día a día paga su tributo en vidas sin que a nadie nos
importe, sin apenas molestar ni asomar en los periódicos: 239 desaparecidos
esta misma semana en dos naufragios frente a las costas de Libia. En esta
tragedia repetida y desdeñada intervienen muchos factores, históricos,
económicos y geopolíticos, pero la actitud ante ella puede resumirse con la
respuesta que le dio Marco Polo a Kublai Kan en el final de Las ciudades
invisibles, cuando le pregunta por el infierno:
El
infierno de los vivos no es algo que será; hay uno, es aquel que existe ya
aquí, el infierno que habitamos todos los días, el que formamos estando juntos.
Dos maneras hay de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el
infierno y volverse parte de él hasta el punto de no verlo más. La segunda es
peligrosa y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y reconocer quién y
qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar, y darle espacio.
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