POPULAR Y POPULISTA, LA CULTURA COMO CAMPO DE DISPUTA
DANIEL BERNABÉ
Uno de los
procesos de revisión ideológica más interesantes que se han dado estos últimos
años ha sido el de la relación que la izquierda ha mantenido con la cultura. La
motivación ha sido doble. Por un lado, la izquierda necesitaba explicar y
explicarse por qué su influencia social había decrecido con los años o por qué
si, pongamos a finales de los setenta, el clima social le era favorable en casi
todos los ámbitos de la sociedad, a día de hoy siempre parece jugar en campo
contrario.
Para esta
revisión se recuperó el concepto de hegemonía, de intervención y las categorías
de popular y elitista. Y aquí vendría la segunda parte de la motivación, el
asumir que en estas últimas décadas se había producido un abandono por parte de
la izquierda de las formas populares de expresión cultural para ir a refugiarse
en la complacencia de los campos ya conquistados y, cada vez, más minoritarios.
Sin embargo,
como en toda revisión, siempre se produce un efecto péndulo y esa ansiedad -o
mala conciencia- del converso siempre acaba por terminar exagerando su nuevo
objeto de culto. Leía el otro día a César Rendueles en un artículo publicado en
El Español decir que “es más eficaz Bertín Osborne que Joaquín Sabina o Antonio
Gamoneda. Por eso -la derecha- no necesita a los intelectuales tradicionales,
porque tiene auténticos intelectuales orgánicos”. “Osborne tiene la capacidad
para conectar con la gente, es un tío admirable. Ojalá hubiera algo así en la izquierda”.
La intención de la cita no es criticar a Rendueles, alguien a quien aprecio por
ser paradójicamente el caso contrario de lo que critica, es decir, alguien que
ha sabido transformar en sus libros teorías políticas que a la mayoría nos
resultan complejas, en narraciones asumibles y cotidianas. Su cita ejemplifica
el efecto péndulo del que les hablaba.
Es obvio que
Bertín Osborne es una figura popular, es decir, que aquí y ahora, gusta a la
mayoría de la gente. La cuestión que debería centrar nuestra atención es si ese
concepto de lo popular es siempre el mismo, o dicho de otra forma, si
provocando los mismos efectos viene inducido por las mismas causas. Lo otro, el
otorgar siempre a lo popular una característica de “deseable políticamente”,
por esa necesidad y casi ansiedad de la izquierda de que su mensaje llegue,
está haciendo que nos perdamos en el laberíntico proceso de la lucha por la
hegemonía.
Aunque el
ejercicio resulte tragicómico analicemos por qué el showman de Jerez es
popular: es un tipo sencillo, enamorado de los paseos por el campo, la buena
mesa y las mujeres bellas. Es un triunfador pero resulta cercano, nada engolado
ni sofisticado, habla como piensa sin estar bajo la tiranía de lo políticamente
correcto. Es, en definitiva, apuesto para ellas, como una pareja ideal, y
simpático para ellos, como ese amigo con el que compartir una larga sobremesa.
Obviamente sabemos que Osborne interpreta un personaje, teatraliza unas
categorías, es, empleando una palabra muy de moda, enormemente populista. Asume
como propias una serie de categorías o neutras o positivas para envolver un
programa de entrevistas donde, tanto por selección de invitados como por
opiniones vertidas, se hacen pasar conceptos enormemente reaccionarios por lo
que todos pensamos, o se reviste a lo oscuramente conservador con el manto de
una agradable velada de vino y chimenea.
No nos volvamos
locos. No empecemos a extraer teoría política de un hecho tan simple ni a
otorgar el título de maestro de la comunicación a un personaje que, no hace
demasiado tiempo, era poco más que uno de esos cantantes en horas bajas pasto
de los programas del corazón. El hecho es más simple aunque no menos
interesante. Por un lado es fácil caer bien con un programa semanal en una
televisión nacional en horario de máxima audiencia, es decir, la capacidad de
influencia viene en gran medida dada por la capacidad de influencia del medio
empleado. Por otro lado es fácil jugar en casa, o cómo en un ambiente de
involución política general (que trasciende a lo cultural y a nuestro país) lo
que en los años ochenta hubiera pasado por paródico y absurdo hoy es normal y
deseable.
La primera
conclusión que deberíamos tener clara es que lo popular hoy en día expresa, más
que una especie de gusto general de eso llamado gente, la potencia de
penetración de unas ideas dominantes cada vez más homogéneas a través de unos
canales cada vez menos plurales. Asumir que lo exitoso, lo triunfante en la
pugna de las ideas y su forma de expresarlas es lo que mejor expresa el gusto popular
es validar, asumir, el mantra neoliberal de que el mercado tan sólo suple
necesidades sin influir en ellas, aceptar la coartada para hacer pasar un
complicado sistema de posicionamiento por la capacidad de representar fielmente
los gustos de la gente.
Pongamos el
ejemplo del mundo del libro. Hay una idea muy extendida que viene a decir que
si un libro se vende bien es porque gusta al público, porque está hábilmente
escrito al destilar la sensibilidad lectora general. Además se suele
contraponer a obras literariamente exigentes que no se venden porque están
alejadas presuntamente de las necesidades de los lectores. ¿Esto es cierto? Que
un libro se venda bien, es decir, que sea popular, puede tener que ver con
estas características, pero ni todos los libros bien vendidos las cumplen ni
todos los que no se venden carecen de ellas. Asumir que así fuera sería pasar
por alto la capacidad de las grandes editoriales para llenar las librerías con
sus novedades en lugares bien visibles, la capacidad por situar su libro en las
secciones culturales de la prensa obteniendo buenas críticas, la capacidad por
otorgar al autor una naturaleza de producto en sí mismo que otorgará a su obra
una serie de valores asociados publicitariamente pero totalmente arbitrarios con
respecto al resultado de la misma. Además, el libro, con una vida cada vez más
limitada en su ciclo comercial, depende en gran medida de su arranque, de
posicionarse bien en su primer mes y provocar un efecto contagio en un público
lector que en su mayoría compra tan sólo un par de libros al año, al verlo a su
compañero de trabajo, a un amigo o en el transporte público.
Claro que hay
libros bien vendidos, populares, con valores literarios intrínsecos que los
hacen deseables para el gran público, como otros muchos, que vendiéndose por
miles, acaban arrinconados y a medio leer en un cajón -de hecho este es uno de
los problemas de la crisis de la industria editorial- porque tan sólo han sido
un objeto que ha logrado sus objetivos comerciales. El sector literario, de
hecho, me parece el ejemplo perfecto para ver la transformación de lo popular
de la que hablábamos. Los libros eran escritos por sus autores con intenciones
diversas, siendo sus características de calidad artística, de cercanía respecto
a las necesidades emocionales del público o de expresión de un determinado
clima social, las que marcaban su éxito en ventas. Hoy el modelo es el inverso,
habiendo sido colonizada la actividad cultural por expertos en mercadotecnia,
son estos departamentos, bajo unos criterios supuestamente infalibles, los que
marcan qué es lo que se edita y qué no, dando solo posibilidades a un tipo de
literatura muy concreta.
Y volvemos a la
intención original del artículo. Hoy en día, validar lo que es popular y lo que
no por unos criterios de cercanía o elitización y pretender extraer de ahí
lecciones para la actividad política es un error, puesto que se obvia la
transformación de las industrias culturales en industrias de posicionamiento de
ideas que han transformado lo cultural, incluso lo informativo, en ocio
consumible cuyo éxito depende, en gran parte, de factores ajenos a la propia
propuesta. Nadie mejor que una clienta anónima, en una Feria del Libro, me lo
resumió cuando llegó al puesto y me pidió que le diera “el libro ese del
éxito”, refiriéndose a una novela de Pérez Reverte, la cual, más o menos
interesante, mejor o peor escrita, sólo interesaba a la lectora por haberla
visto asociada en los medios que consumía a un supuesto éxito de ventas, algo
así como una profecía autocumplida, de la cual la buena mujer también quería
ser parte.
Lo que sospecho
es que esta necesidad por parte de la izquierda de validar aquello que es
popular o elitista, en el fondo tiene bastante que ver con validar la ola
populista que ha venido a querer sustituir a las tradiciones del trabajo
militante y la pedagogía política. La pregunta que debería hacerse quien opta
por lo populista como método no es si es o no efectivo, sino si puede o no
sustituir a Bertín Osborne, o dicho de una forma menos insultante, si sus
ideas, por naturaleza conflictivas, van a casar con una agradable sobremesa en
una casa solariega y si, sobre todo, dispone de un canal de televisión a su
disposición. O cómo determinados atajos en el fondo nos presentan un debate
sobre unas elecciones que no vamos a poder hacer.
No se me ocurre
mejor ejemplo para hablar de lo popular que la rumba catalana. Lo primero por
cómo fue un movimiento musical exitoso al margen de grandes compañías o
campañas de promoción, por cómo sus intérpretes eran de la misma clase social y
entorno urbano que sus oyentes, por cómo el formato en que se comercializaba,
el casette, estaba a la venta no sólo en tiendas de música, sino sobre todo en
mercadillos, gasolineras o tabernas, en aquellos expositores metálicos sobre la
barra. Por cómo se escuchaba más que en las radio-fórmulas, en lugares como las
ferias o las verbenas. Por cómo hablaba en sus letras del típico amor-desamor,
pero también de conflictos sociales cercanos -la droga, la delincuencia, la
cárcel- no de una forma explícitamente política, pero sí enormemente
descriptiva, constituyendo, hoy en día, un ejemplo de valor histórico. Pero
sobre todo por su capacidad de no haber sido reabsorbida por el mercado, de no
haber sido reproducida bajo condiciones de laboratorio. No confundamos popular
con populista, no pretendamos emular a quien nunca podremos ser, no me comparen
a Tijeritas con Bertín.
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