LOS NIÑOS QUE SE MUEREN NO ESCUECEN DEMASIADO
BEATRIZ FERNÁNDEZ DOMÍNGUEZ
La
primera pregunta que me hizo el equipo de Cuidados Paliativos Pediátricos fue:
"¿Qué sientes al estar aquí?" –"Pánico", pensé, y creo que
lo dije en voz alta. Hoy miro para atrás y me doy cuenta de que, a pesar de
todo, fui afortunada de que alguien desde el sistema de salud se preocupara por
lo que sentía.
Mi
hija Isabel fue diagnosticada con la enfermedad de Tay-Sachs a los tres años.
Nos explicaron que iría progresivamente entrando en un estado que la
paralizaría hasta convertirla casi en un vegetal, que experimentaría crisis
epilépticas, que dejaría de hablar, de ver, de comer y un día, de respirar. Y
que no llegaría a los seis años. Una condena que se cumplió paso a paso.
La
paternidad está por definición enfocada al futuro. Pero, ¿cómo se plantea la
crianza de un hijo para el que no hay futuro? No existen fórmulas mágicas ni
lugares a los que acudir cuando una enfermedad es letal. El anhelo de un gran
avance científico que salve a tu hijo es una utopía a cumplir para generaciones
futuras. La única forma de caminar por el infierno y salir de él de una pieza,
está en extraer algo de sabiduría de las duras lecciones aprendidas al ver a un
hijo desvanecerse, forjadas a través del dolor y la impotencia, capaces de
dotarnos de un profundo entendimiento de la experiencia humana y de un amor
comprometido que trasciende el hecho de ser padre o madre, que nos enseña a ser
mejores personas.
He
visto repetida mi historia en cada una de las familias que se han acercado a
ACTAYS, la asociación de pacientes que fundé cuando supe que perder a mi hija
sería algo inevitable, pero que al menos estaba en mi mano dedicar el esfuerzo
de mi trabajo diario a ayudar a otras familias y a buscar una cura. Es la
fórmula personal que encontré para honrar su corta pero remarcable vida.
Pero
cuidar a un hijo condenado a una muerte prematura es como naufragar en un
océano sin límites. No me imagino cómo hubiera podido transitar los últimos
meses de Isabel sin el equipo de Paliativos Pediátricos a mi lado. Lo que me
pareció un despliegue de lujo al principio, lo acabé entiendo como una
necesidad imperiosa para evitarle sufrimiento en la última etapa de su vida.
Nos entrenaron, nos enseñaron a entender cómo funcionaba la destrucción de su
cuerpo y nos dieron contención para que ello no supusiera un avance moral sobre
nuestras conciencias. Pero esto es algo que no está al alcance de la mayoría de
las familias afectadas. ¿Qué clase de sociedad permite este abandono?
Hace
casi dos décadas se elaboró en España el Plan Nacional de Cuidados Paliativos,
pero ha sido hace poco cuando se ha reconocido que esta estrategia tiene un
punto crítico: los recursos destinados a pacientes pediátricos son
prácticamente inexistentes. La transformación del sistema sanitario sobre la
base de un sistema que es bueno, no es inalcanzable. Solo depende de voluntades
políticas que doten al sistema de recursos e igualdad entre autonomías.
Cada
año entre 7.000 y 10.000 niños necesitan cuidados paliativos, asistencia que
apenas obtienen 1.000 de ellos. Las estadísticas empeoran cuando nos
enfrentamos con la desigualdad territorial del sistema español; solamente hay
unidades móviles especializadas en Madrid y Barcelona. En otras ciudades como
Sevilla, Murcia o Valencia disponen de servicios pediátricos integrados en
otras unidades cuya subsistencia depende de recursos escasos o mal
distribuidos.
En
España presumimos de un sistema sanitario sólido y con vocación universal. Sin
embargo cuando nos adentramos en el campo de lo excepcional las carencias son
enormes. Si nos atenemos a la definición de la Unión Europea, ni siquiera
contamos con una Unidad de Cuidados Paliativos Pediátricos como tal, ya que ni
los hospitales más especializados cuentan con estructura. Lo que se necesita
para proveer los cuidados necesarios no es tanto, porque el ideal de las
familias afectadas es la hospitalización domiciliaria: posibilitar que una
familia organice la vida del niño en su casa implicaría recursos mejor
empleados de lo que requeriría esa misma internación en una UCI pediátrica.
La
experiencia de perder a un hijo es extrema, no existe consuelo posible.
¿Entonces, qué se debe hacer desde las instituciones? Proveer las herramientas
necesarias para que unos padres puedan atravesar esa experiencia sin ser
consumidos por ella. Asistir a un niño para que tenga calidad de vida, favorece
que esa familia no esté centrada en su muerte, sino en que cada día a su lado
sea pleno. Y que aspiren, por qué no, a que aunque ese niño se vaya antes de
tiempo, sea feliz.
No
parece mucho pedir. Los niños que se mueren son un pequeño porcentaje, un
número insignificante, así que a ningún gestor público le escuece demasiado,
ajenos desde sus despachos, a una realidad asfixiante. Los padres afectados no
salimos a quemar el ministerio de Sanidad, ni organizamos grandes protestas,
porque estamos demasiado cansados. No hay conciencia de invertir en un niño que
está condenado. Pero es necesario que alcemos nuestra voz, porque si no seremos
cómplices de construir la sociedad que permite ese abandono. La humildad de
nuestro colectivo radica en que no pedimos milagros; tan solo recursos para
hacer más fácil la travesía de acompañar a un hijo hasta su muerte.
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