DE ADENTRO AFUERA
Tomás Felipe
El hombre se agarra a los barrotes de la ventana. Observa el
océano más allá de las murallas. Es de color verde, el océano, de un verde
pálido, tan diferente de ese azul intenso, brillante, que baña las costas de su
isla…
“Mi isla”, musita el hombre.
El hombre, Juan León, se pregunta si alguna vez volverá a
caminar por su isla. ¿Cuánto hace que estoy en esta celda? se pregunta. Una
semana, un mes, no lo sabe con certeza. Sólo sabe que la mazmorra es fría, que
la humedad se cuela a través de los barrotes, que lo moja todo, las paredes, la
ropa, el pelo… día y noche, noche y día. Todas las mañanas el carcelero abre la
puerta y le echa el sustento: pan, agua, un plato de gachas frías. Apenas para
seguir vivo. El hombre sabe que así no
va a durar mucho. Tampoco lo pretende pues ¿qué vida se vive aquí adentro ?..
Pero, mientras… Mientras… Piensa el hombre ¿cómo se puede entretener a la
muerte?.. Pasea, a veces, por la mazmorra, de una pared a otra, horas y horas,
recordando, recordando episodios de su vida reciente, el tejido de
acontecimientos que lo han traído hasta aquí, hasta esta ciudad de Cádiz, hasta
las mazmorras de esta ciudad. Pero sólo consigue abrir la puerta al lamento. Sólo
consigue culparse, culpar a los que no tienen culpa, culpar a la vida… Y no es lo que pretende. Quiere
salirse, de estos barrotes, de esta celda. Dejar el cuerpo aquí y alejarse. Con
el espíritu, con la mente, o como quiera que se llame esa parte de uno que no pesa,
se dice el hombre mientras aferra los
barrotes, ahora con más fuerza.
¿Cómo podrá ser?
Entonces, se le ocurre. ¡Claro! Ir hacia atrás, forzar el
recuerdo… Hacia el principio, hasta el principio del principio… Luego marchar
hacia adelante, reconocer la vida, paso a paso, momento a momento.
El hombre aspira con fuerza el aire salobre, frío, que la mañana
trae del mar. Cierra los ojos, detrás de los párpados aparecen las montañas
oscuras, el cielo añil, el mar rompiendo en la costa, la tierra afelpada,
verde. Y las piedras, siempre las piedras. Muros de piedra, caminos de piedra, casas de piedra…
“Mi isla”, se dice el hombre.
¿Hasta dónde se puede llegar yendo hacia atrás? ¿Cómo recordar
lo primero, lo primero de lo primero?
Y deja salir ese aire retenido en sus pulmones, ese aire de
sabor extraño.
Y con el aire, se deja
ir.
El hombre es un niño, ahora. Un niño muy pequeño. No hace aún
por caminar… Y está sentado en el patio, nota en el culo la rugosidad, el calor
de las piedras. Es un día soleado,
reconoce el hombre, ahora niño. Pero él se encuentra bajo la sombra. Mira hacia
arriba, la pared de la casa, un muro de piedras oscuras que parece terminar en
el cielo. El niño sabe que este mundo de piedras oscuras es, va a ser, su mundo. Y va a tener que acostumbrarse a él…
Y comienza a gatear, desollándose, un poco, las rodillas. Sale de la sombra que
le presta la pared y nota cómo el sol
picotea sus brazos, el cuello, también la espalda. En la palma de las
manos siente la aspereza, el calor del suelo. El niño mira a un lado, luego a
otro. Es muy niño, todavía no piensa, todavía no ve, sólo mira… Y sus ojos se
posan en unos tobillos, en unos pies desnudos. Es su madre, eso lo sabe. La
mujer no repara en él, se encuentra atareada junto al brocal del aljibe, quizás sacando el agua.
Esos tobillos, esos pies, representan el amparo, el cobijo, aquello que impide
que ese mundo de piedra, ese mundo desconocido, incomprensible, se le venga
encima. Eso también lo sabe, así que corrige la dirección de su gateo. La mujer
está de espaldas, no se percata que va hacia ella…
Entonces, reconoce el hombre, el niño esboza su primer pensamiento, el primero de su vida.
“Cuando llore me verás”
El hombre, Juan León, abre los ojos. Regresan el cielo gris, el
mar verdoso, el aire frío. Pero no despega los dedos de los barrotes, sabe, a
ciencia cierta, que si lo hace, se tumbará en ese jergón de paja húmeda, o dará
vueltas por la celda. Regresará a su concha, al recogimiento, a la culpa… Esos
barrotes que agarra con fuerza lo mantienen asido a la vida, a su vida,
la única que merece vivirse, piensa el hombre.
Y cierra, otra vez, los ojos.
El hombre sigue siendo niño. Es algo mayor, ahora, seis años,
acaso menos. Anda en compañía de su padre y del tío Avelino, reconoce el hombre. Lo llevan de
la mano por un paraje desconocido, un sitio alto, piensa el niño, pues no ve
árboles, ni matorrales, solo atisba la tierra que pisa, el cielo, nubes
dispersas por aquí y por allá… Paran al fin junto al filo de un acantilado, su
padre lo sienta sobre unas rocas. El espectáculo es irreal, nunca ha contemplado
nada que se le asemeje. Allá abajo, a la luz del sol, la ensenada en forma de
media luna aparece tendida sobre un mar brillante, enceguecedor. El agua entra
en la tierra, se le ocurre al niño con su escaso entendimiento, y observa, mudo
de asombro, los riscos oscuros, inmensos, verticales, que rodean la ensenada.
Mira hacia abajo. El sol no ha llegado aún a lo más alto y las sombras se
tragan el fondo del precipicio… Y siente pánico, y se agarra al calzón de su
tío ante las risas de éste. El miedo da paso a la curiosidad y luego
¿exaltación? ¿alegría? No lo sabe, es muy niño. Pero oye la palabra, su padre
la pronuncia mientras señala a su
alrededor. “Tibataje”, dice, y el niño ya sabe que es la palabra que da nombre
a éste lugar, a éste risco, y se le mete dentro, muy dentro de su cabeza, y se
queda, ahí, para siempre… Ahora su padre le ordena que se siente sobre una
roca, alejada del borde del risco, y “quédese ahí sin moverse”, le dice. El
niño ha aprendido a obedecer, a cumplir lo que los mayores mandan, sin
rechistes, sin preguntas. Sabe que las órdenes de sus mayores nunca son porque
sí… Y el niño se sienta sobre la roca plana, y ve a su padre y a su tío desaparecer
por el veril del acantilado, van en busca de alguna cabra perdida, eso también
lo sabe el niño. Y mira a su alrededor, buscando en que entretener la vista. Y
mira hacia arriba y… De pronto repara en algo ya tantas veces visto en su corta vida. Son las
nubes, mansas, espesas, hinchadas. Parecen caminar, muy despacito, sobre el
cielo. Son tan grandes que, en su andar, ocultan el sol y dibujan sombras sobre
el mar… El niño contempla, boquiabierto, el caminar de esas nubes, lento,
inexorable. Algunas se paran en las cumbres de la isla vecina, la isla de
enfrente que flota sobre el horizonte. Otras siguen con su recorrido y se
pierden, más allá. Y el niño se pregunta:” ¿A dónde irán las nubes?” Sabe, acaso
también por instinto, que el mundo que habitan los humanos no acaba en la tierra que pisa, ni tampoco en
esa isla de enfrente cuyo nombre no conoce aún. El niño sabe ahora, también piensa. Y en su
imaginación alcanza a vislumbrar otros mundos, otras tierras. Ha de haberlas,
concluye el niño, si no ¿a dónde van las nubes?.. Cavilando la respuesta está
cuando el padre y tío Avelino surgen de la orilla del risco arrastrando la
cabra descarriada. Mientras regresan a casa, el niño quiere preguntar, quiere
que los mayores, que saben más, desvelen el misterio, el destino de las nubes.
Pero sabe, igualmente, que a los hombres no les gusta responder preguntas de
niño, que eso es asunto de las mujeres.
Los hombres quieren que aprendas y obedezcas. Las mujeres quieren que preguntes
lo que ignoras porque a ellas les gusta hablar. Eso lo sabe el niño… Tío
Avelino lo sube sobre sus hombros y no tardan mucho en llegar a la casa de
piedra. En el patio de piedra, la madre, en compañía de tía Rosa, se encuentra
atareada moliendo grano para el gofio. El
niño no ha disfrutado del paseo a hombros de su tío, como tantas otras veces en
las que tiene la oportunidad de ver el mundo como lo ve un mayor. Quiere saber,
está impaciente por una respuesta. Se acerca a la madre, se sienta junto a ella
y pregunta “¿A dónde van las nubes?” La
madre frunce el ceño, parece dudar, parece que no sabe. Al fin, como para salir
del paso, responde: “Con Dios, las nubes van con Dios”. La madre sonríe, no muy
convencida de lo que acaba de decir. El niño se da cuenta y pregunta “Entonces
¿hay que morirse para ir con las nubes?” La madre titubea, otra vez. Ahora su
rostro se torna serio, está incómoda, no quiere pensar en esas cosas, es
evidente. “Hay que morirse para ir con Dios” responde al fin antes de
levantarse del suelo y entrar en la casa, dejando al niño con más preguntas en
la boca.
El hombre, Juan León, sonríe. La primera sonrisa en ¿cuánto?..
¿meses?.. ¿años?.. Recuerda, reconoce,
la cara de apuro de su madre por no saber qué responder… Sonríe pero no abre
los ojos, es todavía un niño, quiere seguir siéndolo….
Es temprano, amanece, reconoce el hombre. El sol anaranjado despunta
por las crestas de la montaña, de esa montaña en forma de torre. El niño sale
de su casa de piedra. Va a la escuela, en compañía de sus hermanos. Todos van a
la escuela, es orden del señor alcalde. Todos los niños del poblado de Las
Montañetas. Todos los niños de los poblados de la comarca, suben o bajan desde
Aguadara, Los Jarales, Casas del Monte y aún de Erese y La Albarrada, también… Don Ponciano, el alcalde, dice que todos han de saber leer y escribir como lo sabe él. Está
empeñado. Dice, el alcalde, que el rey ha ordenado que se escrituren las fincas
de labranza y pastoreo y toda tierra que tenga dueño. Dice que todos los niños
han de saber de letras y además de números, para que, cuando sean mayores y
hereden las tierras de sus padres, sepan leer los títulos y nadie les pueda
robar o engañar. Así que llegan todos, caminando, corriendo, hasta el edificio
del consistorio, junto al camino que lleva a la montaña Pedraje. Era una casa
grande, recuerda el hombre. La única con dos plantas en toda la comarca. Al
niño le impresiona, siempre, día tras día, el gran patio empedrado, la
escalinata que sube hasta el piso superior… En realidad la casa no era tan
grande, reconoce ahora el hombre. Apenas un chamizo comparada con los palacios que más
adelante habitará en Panaquire y también en Caracas… Para el niño que es ahora,
el niño que quiere seguir siendo, la
casa es un castillo, como esos de las leyendas
que de vez en cuando relata don Ponciano para entretener el aprendizaje… Los días
buenos, los días de sol, don Ponciano les enseña en el patio. Los días de frío,
los días en que llueve, don Ponciano los mete en la lonja, una estancia con una
mesa y una sola silla por mobiliario. Los niños se sientan en el suelo de
piedra y don Ponciano reparte las pizarras. El calor, la proximidad de los
cuerpos, mientras, afuera, el agua brinca sobre las piedras del patio. El olor
a leche agria, el olor dulzón, espeso, de decenas de niños hacinados en el
cuarto. El sonido insistente, tap, tap, tap , tap, de la tiza sobre la pizarra.
La magia de los números, de las combinaciones que forman los números. La magia de las letras, las
palabras que se forman cuando se juntan las letras… Don Ponciano es paciente
con los que no aprenden y lisonjero con los que aprenden y al fin, como cada
día, al mediodía, todo termina. Doña Amilda reparte una pella de gofio a cada
uno, y luego cada cual a sus quehaceres… El niño, Juan León, en compañía de su
hermano Andresito, remonta corriendo el camino que sube hasta la llanura que
llaman Nisdafe. El camino es empedrado, está cercado por muros, de piedra
también…
El hombre reconoce, ahora, el sabor dulce, húmedo, de la pella,
y la saliva acude a su boca.
El niño come, con
despreocupación, sentado sobre un talud, al borde del camino… Es feliz… Hace,
está haciendo, lo que más le gusta hacer. Ahora terminará su pella, se levantará
y seguirá andando hasta dónde el aprisco del tío Avelino, en el risco de
Izique, donde los llanos terminan y comienza el precipicio. Y ayudará a guardar
las cabras y tirará piedras a las más rezagadas. Y, ya de tarde, ayudará a ordeñar.
El sabor denso, agrio y
salado, la espuma de la leche recién ordeñada…
El hombre suspira. Abre apenas los ojos, el mar, más allá de los
barrotes, ha mudado de color. Ya no es verde, es gris ahora, seña de que mengua
el día. Pronto, ese aire que hace que los huesos duelan, entrará en la celda… Y
el hombre cierra, de nuevo, los ojos.
El niño corre ahora por las cimas del risco, en Tibataje. En el
acantilado dónde tiempo atrás se deleitara contemplando el vagar de las nubes.
Ocho años tiene, ya no es tan niño. Va en compañía de otros de su caserío: Ramirito,
Juan Casiano, Bruno y Andresito, su hermano. Vienen también, desde el poblado
de Los Jarales, Javier, Ricardito y
Quintín, éste un año mayor que él, aunque parece más niño. Corren cerca del escarpe,
desafiando el vértigo, la caída, el abismo que se abre más abajo. Llegan al fin
a la cúspide. Llegan a tiempo de ver la lucha, el combate en el aire… El cuervo
revolotea cerca de una oquedad, en la pared del risco. El halcón defiende su
nido dando pasadas en torno al cuervo, intenta así despistarle, desviar su
atención, alejarlo del nido. El cuervo insiste, es listo, es grande, lo
suficiente como para no temer al halcón, observa el niño. “Pero el halcón es
valiente y no tiene miedo”, se dice. Todos contemplan, mudos, el espectáculo de
todos los años, por estas fechas, cuando el halcón anida y al cuervo se le
antojan sus huevos. Al fin, el halcón parece hartarse del juego y, elevándose
hacia las nubes, cae en picado hacia el cuervo, las alas recogidas, silbando
ssssh, como silban las piedras que tío Avelino lanza a las cabras. Esta vez
alcanza al cuervo, de refilón, claro, y éste deja algunas plumas en el aire.
Finalmente se aleja, cuac, cuac, cuac, hacia otro estribo del risco, en busca de otro nido
que saquear. El halcón da un par de vueltas por encima de los niños, como
cerciorándose de que éstos no sean también alimañas que andan tras sus
polluelos. Luego, despreocupado, se posa
frente a su hueco en el risco. Los niños aplauden y vitorean. Ha ganado el más
rápido, el más intrépido… y el de menor tamaño.
Y el sol comienza a descender y
todos regresan al camino. Nadie quiere que la noche le sorprenda fuera del
seguro refugio de la casa. Son niños, aún, les asusta la oscuridad, el desamparo
de las tinieblas… Todos siguen al niño Juan León. Es el jefe, el jefe de la
manada. No es jefe por la fuerza o por la autoridad. Es quien siempre manda
porque les lleva a los lugares encantados, como en el que acaban de estar,
porque es quien inventa los juegos que a nadie se le ocurre, quien les hace
reír con sus bromas, quien les hace soñar con sus cuentos… De repente, se
tiende la bruma, la bruma que repta por los llanos. Es habitual también en este lugar, por esta
época. Pronto cubrirá el camino. Pronto se los tragará a todos… Y al niño se le
ocurre un juego. El juego del cuervo y el halcón, dice. Quien agarre será
halcón, quien agarrar se deje, será cuervo. Los niños ríen entusiasmados,
excitados por la perspectiva. La niebla los atrapa sin que se den cuenta,
haciéndolos desaparecer. El mundo se vuelve blanco. La noche blanca, así nombra
el niño a esa bruma espesa que todo lo envuelve… Comienza el juego. El niño es
listo, más listo que los otros. Sabe que sólo tiene que retener el aliento y
poner oído a la respiración agitada de los demás. Sabe que la noche blanca les
inquieta tanto como la noche negra, por lo que nadie se saldrá del camino. Y
así, sin prisas, entre gritos de sorpresa y risas nerviosas, los irá atrapando,
agarrándoles de la ropa, uno por uno. Él es el halcón, los otros, cuervos que
revolotean. Así lo conceden todos. Así es…
“Así es”, se repite el hombre agarrado a los barrotes. El aíre
que entra es frío, ya, y el hombre sabe que la oscuridad cubre el mundo. No
abre los ojos. No quiere que la oscuridad se le meta dentro.
Los niños surgen de la bruma como ánimas del purgatorio,
reconoce ahora el hombre. Salen corriendo, ríen a gritos, como hacen los niños.
Dejan atrás la niebla que, indiferente, sigue su camino, arrastrándose ladera
abajo. Tienen las ropas mojadas, el pelo mojado y corren, corren por el camino detrás
del niño Juan León. Ya pararán cuando él pare… Al fin, Juan León se detiene
ante el portillo que da a su casa. Tiene la respiración agitada y mira hacia
arriba. Las sombras ganan el cielo
rojizo, ya puede verse el lucero que
brilla en lo más alto. Es momento de entrar, de entrar en casa. La cena estará lista y su madre se enfada si alguien
llega tarde. Los niños, como todos los niños, quieren seguir, corriendo,
jugando. Quieren seguir con él. Al albur de llevarse una tunda, pues han de cumplir también con el rito de la cena,
le piden, le suplican, que ingenie otro juego, que se quede, un rato, un poco más,
que todavía no es de noche… Y él, responsable de ellos, como siempre, ha de
convencerles de que regresen, que la noche cerrará el camino y las almas en
pena que viven en la oscuridad los llevarán para hacerles compaña en el infierno. Los
niños, los ojos muy abiertos, obedecen, como siempre, y se desperdigan,
corriendo por las cuatro direcciones… Mañana, como siempre, vendrán a buscarle,
piensa el niño y, tirando de su hermano Andresito, entra al patio de suelo
empedrado. La casa de piedra marrón y techo de colmo, es pequeña, reconoce
ahora el hombre. Pero al niño le parece grande, inmensa incluso, sobre todo por
la noche, cuando los rincones permanecen
a oscuras y se pierde la perspectiva del tamaño. Olor espeso, las coles y las papas
hirviendo en el caldero. Todos están sentados en torno al fogón, en el centro
de la estancia. Sus padres, y sus tres hermanas. “Juan Francisco”, dice su
madre apenas le ve entrar, “vete al aljibe y saca medio balde de agua”. Ella le
sonríe mientras le habla, parece que le estuviera esperando. “Juan Francisco”,
se dice el hombre. Su madre es la única persona que le llama así. El niño
devuelve la sonrisa, orgulloso. Se sabe también favorito entre todos sus
hermanos, pese a no ser el mayor. Obediente, coge el cubo de madera y sale al
exterior, al patio que le viera dar sus primeros pasos. Se siente feliz, a sus
anchas… El hombre, ahora, suspira. ¿Por
qué habrá momentos, momentos únicos como ese, que nunca, jamás se olvidan? se
pregunta el hombre en su celda. Pero aleja tal pensamiento. “Cuitas de viejo”,
se dice. Y él no es un viejo, ahora. Es, sigue siendo, un niño. Y el niño está
absorto y mira el cielo, mira las estrellas que parecen llenar el cielo, hasta
que la voz de la madre, llamándole, lo saca del sueño. Entra de nuevo en la
casa de una sola habitación. La luz del fogón apenas alumbra las figuras que alrededor del mismo se
acuclillan. Mientras la madre echa un poco de agua en la olla para templar el
potaje, el niño se sienta en el suelo, junto a sus hermanos, y sus ojos se posan en su padre, sentado frente
a él. Su padre mira con fijeza el fuego, presa, acaso, de sus propios pensamientos. Rostro enjuto,
expresión hosca. Arrugas como surcos que se alargan desde las sienes hasta la
quijada. El padre levanta los ojos y mira al niño. Le devuelve la mirada. Pero
no dice nada y al poco regresa la vista al fuego. Es hombre de pocas palabras,
reconoce el hombre, piensa el niño. Apenas le ha escuchado hablar desde que
tiene uso de razón. No es viejo, aunque luzca el pelo blanco como la espuma.
“Si fuese viejo no podría trabajar de sol a sol”, concluye el niño con su razón
de niño… No, nunca se han querido mucho. Él quiere más a tío Avelino, porque le
habla, le escucha, le hace ver que existe… Todos comen, ahora. Los niños se van
pasando la escudilla, eso sí, repleta hasta los bordes. El niño Juan León
alcanza a comer una solitaria papa a la que se ha adherido un trozo de col. Un
tesoro que saborea aun quemando la lengua. Los mayores, el padre, la madre y la
abuela, una viejita esmirriada que tampoco habla nunca, comen cada uno de su
escudilla. Al niño se le ocurre que los mayores son mayores porque comen más… Una
vez han concluido, las niñas ayudan a
recoger, los niños, mientras, tienden el montón de paja apilado en una esquina
que hará las veces de colchón. Hay que apurarse, la lumbre dura lo que en
apagarse tarda el fuego. Los niños tienden una remendada cobija sobre la paja.
Todos se acuestan, los mayores a un extremo de la habitación, los niños al otro.
La oscuridad es ya total y los niños se buscan, se juntan para darse calor. El
niño Juan León siente el cansancio en su cuerpo y el sueño le vence sin dar tiempo
ni pa´ rascarse las pulgas, que diría
tío Avelino.
El hombre sonríe, aspira
el aire gélido que llega desde el mar, de ese mar oscuro de allá afuera. Sigue
sin abrir los ojos, quiere creer que está soñando…
Tiene once años y muy pronto dejará de ser niño. Baja por un
estrecho veril, esculpido sobre la roca. Baja en compañía de su padre, de tío Avelino, de su
hermano Andresito, también van Quintín, Juan Casiano y Bruno, sus amigos, sus
secuaces… Caminan todos, en fila india, muy callados, mirando, mirando siempre
el suelo que pisan. La cornisa apenas da el ancho de un hombre y un despiste,
un traspié, y se acaba la vida… Bajan hacia el mar que brilla, que ruge, allá
abajo, en la ensenada de las Calcosas. Bajan todos, cesta al hombro. Cestas que
han de llenar con las lapas que todos esperan comer por Candelaria. Es verano, es mediodía, hace
calor, pero nadie repara en eso, cada cual la vista fija en donde se posa el pie. Son
muchos, jóvenes, adultos, mayores, los que se han despeñado por este acantilado,
en fechas de Candelaria. La torpeza, la
indolencia, se paga con creces aquí, por estos riscos, en esta isla… Llegan por
fin, abajo, a las rocas. Todos se relajan, los niños gritan, se ríen, se sacan
la ropa por la cabeza. El cielo es azul, sin nubes. El mar es azul, intenso. Hasta
el oscuro acantilado que les rodea parece adquirir una tonalidad azulada. El
océano, gigantesco, lo impregna todo.
Pero la marea está baja y los chicos, desnudos, corretean por el malpaís, una lengua de lava sólida que se
adentra en el mar. Corretean, cesta en mano, entre las peñas, enormes, que año
tras año caen desde la cima del acantilado. Corretean hacia el charco, el gran
charco que les aguarda repleto de lapas. Y llegan al charco redondo, de aguas
transparentes, a medias lleno por la
bajamar, lo suficiente para cubrirles hasta la cintura. Y se meten en él, y
gritan y chapotean en el agua... Al poco llegan los mayores, lentos,
indiferentes, como todos los mayores. Dejan los cestos, los enseres de pesca,
sobre las rocas. Dentro del charco, los chicos interrumpen el jolgorio y miran,
aguardan, impacientes, mudos. El padre, el padre de Juan León , mete la mano en
su talega de lana y saca lo que todos están esperando. Es la punta oxidada de
un viejo cuchillo, a medias ceñida con esparto por no cortar las manos. El
utensilio, el instrumento sin el cual jamás conseguirían despegar ni una lapa… Todos los ojos se fijan en el codiciado
objeto. Y esperan ¿Quién es el primero?... El padre, su padre, le señala a él
con el punzón y advierte antes de dárselo, que irá nombrando a cada uno cuando
le toque la vez y “el que no pase la cuña, a más de llevarse un pescozón, no
volverá a sacar una lapa”. El chico asiente, todos asienten, con la cabeza.
Saben que no habla en broma, que nunca bromea. El chico agarra el punzón y atraviesa el charco nadando hasta
las rocas más próximas al batiente. Allí están, pegadas al liso peñasco, tan
grandes que casi no le caben en la mano… Se acuclilla, introduce la púa. El hombre
reconoce, ahora, el placer inenarrable, ese sentir cómo la lapa se separa de la
roca. Una, otra, luego otra, que va metiendo en la cesta que sostiene Quintín.
¿Cuántas? No las cuenta. ¿Para qué? Todos hacen trampas con el recuento… Y sigue, sigue, no nota el sol mordiéndole la
espalda, los hombros, los brazos. Tampoco se percata de las olas que rompen contra
las rocas ni de la espuma que refresca su espalda, sus hombros, sus brazos.
Sigue y sigue hasta que oye la voz de su
padre nombrando a Juan Casiano. Obediente, pasa a éste la cuña. El juego,
entonces, deja de tener interés para él, hasta que su padre vuelva a nombrarle,
claro. Deja a los demás en el charco, agachados, buscando, y se encarama a unas
rocas cercanas. No muy lejos, sobre un saliente, los mayores tienden sus cañas
sobre las aguas, algo agitadas. Es verano y en verano se come del mar, desde
tiempo de los antiguos, de los que habitaban
la isla antes que nadie, como dice tío Avelino. Por eso esconde en su
mano el tesoro que nadie debe ver. Si alguien lo descubriera, si su padre lo
descubre, el castigo será terrible: nunca más le dejará volver a este lugar, a
este charco. Abre la mano, una lapa, no muy grande, descansa sobre la palma. Ha
cogido, ha hurtado, lo que a todos pertenece. Por eso, el chico mira, nervioso,
por encima de un hombro, por encima del otro, antes de dejarse caer al agua. No
hay demasiada profundidad, sus pies tocan el fondo. Aprovecha entonces para
morder la elástica pulpa, para dejar caer la concha, el testimonio de su
delito. Bajo el agua, los ojos cerrados, mastica, lentamente. Nota la blandura
correosa, palpitante, de la carne que corta con sus dientes. Nota el sabor, el
sabor del mar. Como si masticara, como si comiera, un cacho de mar.
El hombre, en su celda, se pasa la lengua por los labios…
Y sigue soñando.
No es un niño, ahora. Tiene dieciséis años, ya picando los
diecisiete. Y hace trabajos de hombre: pastorea, esquila , cava huertas, siega cuando es tiempo de siega. Un fino vello
marrón se asoma en sus mejillas y siente, también, deseos de hombre, ese gusto,
esa necesidad, esa especie de temblor… Es noviembre, una mañana soleada de noviembre.
Van todos, los hombres, las mujeres, los niños, algún anciano, el poblado de Las Montañetas.
Van todos, por el camino que lleva al cráter de Pedraje. Van todos a recoger
las castañas para la tafeña. Es norma,
es costumbre también desde los tiempos de los antiguos, de los que vivían en la
isla antes de que llegaran los cristianos, como cuentan los viejos. Entonces
los jóvenes casaderos aprovechaban para verse, para conocerse. Entonces no
había castaños como los hay ahora. “Los
castaños tienen dueño, las castañas son de todos”, dice siempre don Ponciano… Luce despejado el día, el sol del otoño picotea
el cogote, y están todos en el llano que se tiende en el interior del cráter,
bajo la sombra de los árboles. Acaba de llenar su serón y a punto está de
echárselo al hombro cuando levanta la vista. Ella está cerca, a pocos pasos. Es
joven, puede ver, aunque algo mayor que él. Tiene un cuerpo menudo, la piel
rojiza, tostada por el sol y el pelo es largo, negro, brillante como ala de cuervo. Se arregla el paño sobre la
cabeza, dónde colocará la cesta. Le
devuelve la mirada con esos ojos negros, intensos. El joven que está a punto de
hacerse hombre no piensa en nada. No puede pensar… Sin darse cuenta, sus pies
lo acercan hasta ella. La ayuda a posar el cesto repleto de castañas sobre su
cabeza. Se miran, sin hablarse. El joven siente el olor, el olor empalagoso,
almizclado, de la hembra. Siente que ese placer, tembloroso, punzante, que a
veces no le deja dormir, comienza a insinuarse en los bajos de su vientre. Se
miran, ninguno de los dos baja la vista. Titubeando le pregunta cómo se llama.
“Rosa Elvira”, responde ella con voz atiplada. Es la voz más hermosa que ha
escuchado jamás… Él dice su nombre y ella sonríe mostrando unos dientes
pequeños. “Ya lo sabía”, dice antes de
dar media vuelta y dirigirse hacia un castaño cercano. El joven que ya casi es
un hombre, se queda como clavado al suelo, hechizado aún por esa voz, por esa sonrisa… No la ve, ahora, se ha
confundido entre la gente, entre los árboles. Temblándole las piernas, se
acerca a la reata de las bestias. “Ya la veré”, consigue pensar mientras ata el
serón a una albarda… Y espera. Espera la
caída de la tarde, cuando la faena concluye, cuando todos regresan al camino. Logra,
entonces, atisbarla entre un grupo de mujeres. Se acerca al tío Avelino y,
señalándola, pregunta si la conoce. Tío Avelino sonríe, luego se pone serio.
“Es la viuda de Feliciano, ya sabes, el que se tragó el mar el invierno pasado,
cuando hacía pesca por Galisorda”. El joven pregunta si sabe por dónde vive. Tío Avelino se le
queda mirando, todavía serio. “Tiene más
de veinte años y dos hijos pequeños. Mucha hembra para ti”, dice. Luego, le aposa
una mano en el hombro. “Además, tu padre ya te tiene prometido a la más chica
de los Armas. No lo sabías, ahora ya lo sabes”. Al joven no le sorprende las
palabras de su tío. Es costumbre entre familias prometerse los hijos. Más
temprano que tarde le iba a tocar. Tampoco le importa demasiado, ahora. Sabe
quién es, quien fue, el tal Feliciano. Sabe también dónde vivía, una casa con
alpende, por Los Jarales… Llega a su casa. Saca un cubo del aljibe. Mientras
los demás se afanan en separar las castañas, el joven se lava la cabeza, el
torso, los pies. Luego, procurando que nadie le vea, se desliza en el corral,
coge unos cuantos huevos, mata un pollo, y esconde el botín en su camisa. Al
salir, deja dicho a su hermana que sale a dar un recado. Sus piernas le llevan
ladera abajo, hacia Los Jarales. No piensa. No sabe lo que hace. No sabe lo que
está haciendo… El sol se pone cuando se para ante la casa, ante la puerta de
listones. Toca, con suavidad, con algo más de fuerza después. A punto está de
dar media vuelta cuando la puerta se abre. Ella le mira, con esos ojos negros y
brillantes, sin gesto alguno en el rostro… El joven abre su camisa y muestra el pollo muerto y el pañuelo con los
huevos. Con voz trémula logra decir: “A nosotros nos sobra. A ustedes igual les
falta”. Ella continúa mirándole, sin decir nada y él, el joven, comienza a
azorarse. Al fin ella sonríe, apenas. Y se hace a un lado dejando el paso. La casa es baja, su cabeza casi roza el
colmo de la techumbre. Puede vislumbrar, a la
luz que deja las brasas, el bulto bajo las mantas, los niños que duermen.
Ella deja el regalo sobre un atril junto a la pared. Le da la espalda, espera
que él se acerque. Y lo hace… Y se para detrás, muy cerca, casi tocándola. No
sabe qué hacer… Al fin, aún de espaldas, ella le toma de la mano. El contacto
de su piel es cálido como el vientre de un cordero. Ella lo lleva así, de la
mano, hasta la esquina dónde se tiende el jergón. Se desnudan, está oscuro, no
puede ver su cuerpo. Pero puede sentir la carne, caliente, en sus manos. La
blandura de los pechos. El musgo suave del vientre que deja un olor a pescado
en los dedos. Puede sentir, ahora, la punzada, la urgencia, esa necesidad que,
como el hambre, debe ser saciada… El joven es torpe, no conoce, y ella le guía
con su mano hasta adentro. La suavidad de la carne aprieta su miembro, el
placer se apodera de su cuerpo y, al
fin, se derrama dentro de ella…
El hombre que sueña, que cree soñar, vuelve a probar, a saborear
ese momento que, una vez se conoce, jamás nos abandona.
El hombre suspira, otra
vez.
Y sigue soñando…
Y continua visitándola, terciadas las noches, cuando el
cansancio por el trabajo y por el trasnochar le deja. El joven que ya es un
hombre, se escabulle de su manta, de su casa, cuando la lumbre se apaga y
piensa que todos duermen. El joven se engaña creyendo que los engaña. Todos
oyen, todos saben. Nadie habla… Es costumbre, saber y callar. Por eso al joven
no le importa que sepan o no. Tampoco le importa llevarse unos cuantos huevos,
o un puño de higos. No se lo quita a nadie, lo gana, le corresponde por su trabajo…
Trota, corre a veces, en la oscuridad, por el camino que da a Los Jarales, del
que ya conoce hasta el último agujero. No tiene más que empujar la puerta, ella
siempre le espera, tendida sobre el jergón, cubierta con una trapera hasta la
barbilla. El joven sabe, conoce, que debajo de esa manta está desnuda. Y él también se quita la ropa,
no sin antes, por pudor, echar un breve vistazo hacia el bulto informe que son
los niños que nunca ha visto y nunca ve… Bajo la manta, sofocan la risa, y lo hacen. Lo
hacen una y otra y otra vez, hasta que la extenuación les rinde. Son jóvenes,
son insaciables. El explora su cuerpo,
no se cansa de explorar su cuerpo, con la vista, con los dedos, con su propio
cuerpo, también. ¡Qué diferente es la mujer cuando está desnuda! Le parece un
ser mágico, un ángel de carne, que el cielo le manda para hacerle feliz… Cuando
el deseo lo permite, a veces, hablan, cuchichean. Él dice, repite siempre,
cuánto le gusta estar con ella. Más que comer, más que reír… más que cualquier
cosa que haya gustado. Le dice que no hay que morirse para ir al cielo, que el
cielo está aquí, bajo estas cobijas… Y ella le dice cuánto le gusta estar con
él, poder sentir otra vez ese gusto olvidado. También le dice que no quiere,
que no puede casarse. Que echa de menos a su marido. Que a lo mejor, cuando el
luto se pase… Pero el joven no considera pasados ni futuros y disfruta su
momento con ella. Pero igual sabe que todos lo saben. Conoce el mundo que habita
y que lo que hace está mal visto y que mucho no ha de durar sin que alguien se entremeta…
Y ocurre, al fin, lo que tiene que ocurrir. Un domingo, luego de la misa en la
cueva que hace de ermita, su padre se le acerca, le dice que espere a que todos se vayan, que
el padre cura quiere hablarle… Y él se sienta sobre una roca, en el exterior de
la cueva. Ya barrunta lo que don Joaquín va a decirle… Cuando ya no queda nadie,
se le acerca el cura. Es un hombre grueso, de tez muy pálida, nariz grande y recta, ojos
saltones. Siempre le ha hecho gracia ese aspecto tan raro, aunque nunca le ha
gustado mucho la persona, ese olor a encierro, a moho… Y le habla, con ese deje
rasposo y foráneo. Le dice lo que ya sabe que va decirle. Que es de notorio
conocimiento, por todo el poblado, por toda la comarca, el indecente trato que
tiene con la viuda de Feliciano, que se aprovecha del estado de necesidad de
esa pobre mujer, que le lleva comida y sustento a cambio del favor de la carne,
y que él, como pastor de éste rebaño, no va a permitir que siga pasando… El
joven oye, piensa, y al fin dice. “No es indecente que se ayunte toro con vaca, oveja
con carnero, y mirlo con mirla ¿por qué ha de serlo entre hombre y mujer?” Pero
el cura no le escucha, no es su intención escucharle. Va subiendo la voz, su
piel se torna cada vez más roja a medida que habla. Ya a gritos, ordena: “No
verás más a esa desdichada y harás con las mujeres diaria penitencia de rosario
en la ermita hasta que yo diga que se acabe”… El joven, sentado aún sobre la roca,
mira hacia el suelo mientras aguanta la filípica. De repente siente un punzante
golpe en la coronilla. Don Joaquín le señala con el dedo: “¿Me estás oyendo,
mastuerzo?”… Y por vez primera, en toda
su vida, el joven Juan León se enfada. Siente, por vez primera, la desagradable
sensación, como un temblor incontrolable, subiendo por sus tripas… Poniéndose
en pie acerca su cara a la del cura. Le mira de arriba abajo y su vista se posa
en la sotana que le cubre hasta los pies. No piensa muy bien, está irritado… Y
al fin lo dice: “No ha de entender asuntos de hombre quien se viste como mujer”.
El cura palidece, abre los ojos hasta el punto de parecer escapar de las
órbitas. Dando un paso hacia atrás, levanta la mano por encima de su cabeza,
pero el joven Juan León ya no le hace caso. Ha dado media vuelta, ha dado la
espalda al cura, y se encamina hacia el sendero que sale de la ermita. No bien
dobla el primer recodo comienza a oír los gritos. “¡Ya te enterarás, mastuerzo!
¡Ya te enterarás!…” Pero el joven sigue enfadado, nota la ofuscación, el
amargor en la boca, y habla para sí por el camino, y se dice que ya es hombre,
que ya es mayor, y ni padre, ni cura, ni rey, va a decidir por él a quien arrimarse… Esa noche se acerca a la
casa de Rosa Elvira, arde en deseos de contar. Pero esta vez se topa con la
puerta trancada. Toca, insiste, pero la puerta sigue sin abrirse. No escucha
ruido alguno en el interior. No sabe si ella está en la casa. Lo que sí sabe es
que la mano del cura anda detrás…
El día siguiente, por la tarde. Llega de esquilar el joven Juan
León, cargando un fardo de lana sobre el hombro. Entra en el patio, se
encuentra a toda la familia, a sus padres, a sus hermanos, alineados frente a
la casa. Don Joaquín, el cura, está parado al otro extremo del patio, los ojos
cerrados, las manos recogidas contra su pecho, como si rezara. Junto a él
distingue a otros dos hombres. Los reconoce enseguida. Son Elías y Juan Rufino,
pastores de La Albarrada que hacen las veces de alguacil cuando la justicia
requiere. Sendas estacas de madera, muy pulida, cuelgan de sus manos… Su
familia le mira, los ojos muy abiertos. Todos le miran… El joven sabe lo que va
a pasar… Su padre se aproxima, le clava unos ojos apagados y duros. Dice: “Tan hombre eres para
faltarme a mí y al padre cura, tan
hombre serás para aguantarte el castigo”. Y añade: “Ya sabes dónde ponerte”. Y
el joven sabe dónde ponerse. Junto al brocal del aljibe, para que no haya que
acarrear el agua que servirá para
reanimarle. Ha contemplado antes tales castigos. Los ha visto aplicar a jóvenes
como él, incluso a mayores… No discute, no protesta. No hace falta, todos
esperan que haga lo que todos hacen… Y se acerca al brocal. Y se saca la
camisa. Y se pone de rodillas, los brazos en cruz, la palma de las manos
mirando al suelo, no se trata de un rezo, es una penitencia… Los alguaciles se le acercan por detrás. Juan
Rufino se agacha, pone la boca junto a su oído, dice: “Toma en cuenta, es la
mano de Dios la que castiga, no la mía.”
Llueven los palos, uno, otro, y otro, y luego otro. El joven
aprieta los dientes. Sabe, igualmente, que el castigo no sólo es para que todos
lo vean, también para que todos lo oigan. Y se promete que no va dar gusto al
cura por oírle gritar… Pero los golpes siguen cayendo y el dolor es terrible.
Siente como si los huesos le ardieran y a punto está de saltarse la promesa y
ponerse a gritar como un becerro, cuando Juan Rufino se apiada de él y lo pone
a dormir mandándole a tierra de un garrotazo. El castigo, así, concluye por
orden del cura. No es cristiano apalear un cuerpo caído…
El hombre, en la celda, se estremece, encoge los hombros. Intenta
sacar ese momento de su memoria, pero los recuerdos ya se han apoderado de él y
no le queda más que reconocer el dolor. El dolor de los días posteriores. El
dolor del cuerpo que regresa a la vida.
Los días pasan, el dolor persiste. Apenas puede andar. Apenas
puede comer ni dormir, a pesar de las friegas con hojas de sórame que su madre
le da a diario. Los días soleados sus hermanos lo sacan al patio. Ha dicho el
huesero que el calor ayuda a sanar. Y pasa las mañanas al sol, sentado sobre un
montón de paja, sin moverse, porque moverse significa más dolor… Está aturdido, aún, no puede pensar muy bien.
No logra recordar el rostro de Rosa Elvira. El cuerpo de Rosa Elvira. Sabe que
existe, que no está lejos. Pero sabe, igualmente, que no la volverá a ver, que
no la volverá a tocar, jamás… Mira pasar las nubes, como cuando era niño. El
joven Juan León vuelve a ser niño y observa el caminar las nubes. Pero ya no
piensa como un niño. Ya no se pregunta a dónde van las nubes. Anhela, desea, se
dice “Si pudiera irme con ellas”… Y una tarde llega a visitarle su compadre
Quintín. Hablan, por un rato. Entonces le nombra el barco. “Es un barco
extranjero. Recala por aquí terciados los meses”, dice. Y sigue diciendo:
“Cuentan que fondea por la rada, en el Lajial, muy cerca de la costa. Y se está
medio día o así y largan las chalupas al agua y se allegan a tierra a cargar
agua, o frutas, o carne que tratan con los del Pinal. Más luego alargan las
velas y ponen rumbo a las Indias” El joven Juan León no dice nada, está sentando
en su cabeza lo que acaba de oír. Quintín se le acerca, baja la voz, como si
pretendiera que nadie le oyese. “Cuentan que en las Indias a cualquiera que
sepa trabajar le dan tierras, fincas del tamaño de esta isla, para hacerlas
rendir, porque allí las tierras no tienen dueño…” Quintín se le acerca más,
susurra ahora. “Algunos, ¿sabes? Algunos se han tirado al mar y se han llegado
nadando hasta el barco… Agustinito, el de Asofa, ese lo hizo. Y se lo llevaron
porque nunca se le ha vuelto a ver. Parece que no tiran a nadie, de vuelta al
mar. Que siempre faltan brazos en un barco…” Quintín suspira. “Si no estuviera
casado y con un hijo en camino, y tú no estuvieras baldado, a lo mejor, a lo
mejor… Los dos… ¿Quién sabe?” El joven Juan León no dice nada. Pero algo se ha
movido, algo se ha despertado, ahí dentro… Luego, conversan. Quintín le cuenta
las novedades: “Rosa Elvira y sus hijos embarcan para Tenerife cuando arribe el
velero. Tal parece que don Joaquín le encontró casa dónde servir, allá…”Pero el
joven Juan León ya no le escucha. No quiere saber nada… Sin pretenderlo, su
amigo Quintín ha plantado la semilla. Y su amigo se despide, se va, dejando que
germine la semilla… Día tras día, semana tras semana, la idea, la semilla, va
creciendo, va enraizando dentro de él. Contempla pasar las nubes, el devenir de
las nubes por el cielo, le parece ahora que se mueven más, que van más aprisa…
“Si pudiera. Si yo pudiera”, piensa a menudo. Sí, ama su tierra, quiere a su
isla. Las montañas, los prados, los árboles. Las brumas constantes de las
cumbres, en invierno. El mar rompiendo contra los acantilados, un día cualquiera de verano… Pero el dolor que
siente en su espalda, en sus huesos, le recuerda que tiene que vivir en un
mundo de piedra, de paredes de piedra, de casas de piedra, de gentes de piedra.
Gentes de obedecer y callar, desde la cuna hasta la tumba…
Él, el joven Juan León, acaba de decidir que ya no quiere seguir
viviendo en ese mundo.
Los días pasan, y pasan las semanas. El joven camina ya. Cojea,
eso sí, un poco. Le duele la espalda, pero quiere sanar y se da largos paseos,
cada día más largos, por los alrededores. Una mañana se acerca dónde tío Avelino pastorea sus ovejas. Camina
despacio, no tiene apuro. La semilla que Quintín sembrara tiene ya raíz, tiene
ya tallo, crece y crece dentro de él. Está cansado de pensar, quiere decirlo,
tiene que hablar. Y el tío Avelino es su confidente, su amigo. Siempre ha sido
así, desde que era el niño que llevaba sobre los hombros. El tío Avelino es
hombre de mundo, hombre que se ha embarcado, hombre que ha salido. Anduvo dos
años por la isla de la Canaria, pastoreando cabras para un señor. Piensa:
“Sabrá darme razón”... Allí lo encuentra, sentado sobre una roca, observando
las ovejas desperdigadas por la loma. Se acerca, renqueando. Se saludan. Tío
Avelino le invita a sentarse con él. Le mira, largamente. Al fin, dice: “No creas que no me figuro qué te barrunta por la cabeza”. El joven
asiente, no es su intención disimular, no se ha llegado hasta aquí para
discutir. Pregunta sin más por las Indias, qué sabe, qué le han contado, de las
Indias. “América, esa tierra se llama América”, responde tío Avelino. “Nada sé
porque todos los que han ido es como si
se muriesen. Jamás vuelven.” El joven habla del barco. Tío Avelino le interrumpe.
“Todavía andas rascado por la tuesta que te mandó dar el cura”. El joven niega
con la cabeza. Replica que no, que no es por eso. Que al palo hombre y mulo se
acostumbran… Y le habla, le dice que éste
no es ya su país. Que está harto de una tierra donde hay que pedir permiso.
Permiso para trabajar, permiso para festejar, permiso para querer, permiso para
vivir… Permiso para todo. Tío Avelino levanta la mano, vuelve a interrumpirle.
“No voy a decirte ni que sí ni que no. Sólo cavila esto: si no estás, serás una
boca menos que alimentar pero dos brazos menos para tu familia”. El joven asiente
con la cabeza. Dice que está decidido y añade: “Tú mismo lo dijiste, será como
si me hubiese muerto”. Tío Avelino no habla ahora. Se hace el silencio, se
están un rato así, callados, cada cual con sus pensamientos. Al fin tío Avelino
suelta un largo suspiro. Luego habla. “Toma en cuenta esto, y no lo olvides
nunca. Si te vas, te irás con lo que don Ponciano te dio. Saber escribir sobre
un papel es cosa de pocos. Es cosa de
muy pocos en todas partes, yo lo sé y por eso te lo digo. Si te vas, irás aventajado…” Se levanta, tío Avelino.
Llama a su perro dando un silbido y echa a caminar hacia el grupo de ovejas. El
joven comprende. Es su forma de decirle adiós, de desearle suerte. Es su manera
de ignorar la pena por no volver a verle más…
El hombre, en su celda, reconoce, recuerda. Recuerda cómo su
cuerpo va sanando. Cómo el cuerpo del joven Juan León es ahora más animoso, más
fuerte. Es un decreto, es una orden que el joven ha dado a su cuerpo. El camino
que está a punto de recorrer no es para enfermos, menos aún para tullidos… Y
trabaja y come y duerme, sin más asueto, sin hacer caso a nadie, sin hablar con
nadie… Su padre, con sorna, a veces le suelta: “¿Tú ves lo bien que sienta una
tuesta?” Él no responde, él los ignora a todos. Son ahora fantasmas, seres que no existirán más en la vida del joven. Dentro
de poco, dentro de muy poco… Y todas las tardes, cuando el sol inicia su caída,
se acerca al risco de los Muertos, a ese risco que pende sobre la gran ensenada.
Y mira, y observa, y otea el horizonte. Escudriña el océano, allá abajo. Achica
los ojos e intenta ver, a lo que su vista alcanza, algún movimiento, algo que
no debiera estar allí… Y con las primeras sombras regresa a casa, sin
pesadumbre, sin desengaño, sin pensar en nada. Sabe que una tarde, cualquier
tarde…
Y una de esas tardes, su vista se para en una mancha, una mancha
blanca que parece avanzar apenas, sobre las aguas, no muy lejos de la costa. La
mancha blanca sigue ahí, flotando sobre las aguas, cada vez más cerca… No hay
que dudar, ha llegado el momento, y el joven Juan León se levanta de un salto y
regresa, corriendo por el camino, el corazón rebotando en su pecho. Antes de
llegar a la casa, se para, toma resuello, intenta calmarse. No deben verle así,
no hay que propiciar recelos… Lo que está a punto de hacer es cosa del joven,
de él solo. De nadie más…. Y come, con los demás, como siempre, en silencio. Y
se acuesta, sin quitarse la ropa, sin quitarse el calzado. Nadie repara, están
cansados… El joven espera, aguarda a oír
en la habitación la respiración pesada, la respiración del sueño. En silencio
se desliza de la manta. En silencio abre la puerta… Y sale a la noche. Sale con
lo que tiene, con lo puesto. Y camina sin mirar atrás. Ha de apurarse, debe
llegar con el día a la punta del Lajial. Camina y camina sin sentir el frío de
la noche, trotando en las subidas, corriendo en las bajadas. Pasa por Asofa,
por Aitemés, atraviesa las cumbres de la isla… Y, así, la luz del amanecer le
sorprende llegando a los primeros pinos. El pinar es denso y conserva aún las
sombras de la noche. Pero el joven camina, sigue caminando, bordea el sendero
que lleva a Taibique, e inicia el descenso hacia la costa. Al fin, sobre el
mediodía, deja atrás los pinos. El terreno que pisa se hace más suelto, más
pedregoso. Ya puede divisar el mar, la costa, allá abajo. Pero no distingue
señal alguna del barco. El sol de la mañana cae a plomo, pero el joven Juan
León no siente el cansancio tras horas de caminar sin descanso, no siente el
calor, no siente las ropas pegadas al cuerpo… No siente nada, sólo camina… Sin
apenas darse cuenta llega al malpaís, al lajial como lo llaman aquí, en la
isla. Es una llanura de rocas picudas, desiguales, sangre de volcán que el aire
convierte en piedra, como diría tío Avelino. El calor es asfixiante aquí,
ahora. Suspira por un buche de agua, se maldice por no haber traído un odre,
pero no hay tiempo para lamentos, no hay tiempo para eso. No puede ver el barco,
todavía. Ya está a nivel del mar y las rocas, sin duda, se lo impiden. Y sigue,
saltando de piedra en piedra.
Y al fin llega, llega al borde, a la orilla.
El barco está ahí, puede
verlo ahora, con claridad. No está muy
lejos. Se asemeja a una media luna,
oscura, flotando sobre el mar. Pone la mano sobre sus cejas, a modo de visera,
para centrar la visión. Sobre la media luna puede ver tres líneas verticales.
Son los palos del barco. Aún no han desplegado las velas… Sus ojos se fijan, por casualidad, en un mato
de sórame que parece surgir de entre las rocas. Alarga la mano, coge un manojo
de hojas y se lo pasa por la nariz. El perfume, intenso, inunda su paladar.
Será el recuerdo que se lleve de la
isla… Pero no puede entretenerse más, el barco podría zarpar, en cualquier
momento. Se quita los majos de cuero que cubren sus pies, el calor de las rocas
le quema las plantas. Se saca a continuación las ropas, su calzón de arpillera,
su camisa de lana, que deja dobladas en la orilla. “A alguien podrán servir”,
es su último pensamiento en esta isla. Y, sin más, desnudo, se arroja al mar…
El agua fría refresca el cuerpo acalorado. Se siente flotar, bajo el agua, bajo
el resplandor que se filtra desde arriba. Puede ver el fondo de rocas verdes.
Se está bien, aquí. Pero no ha caminado toda la noche, no ha atravesado la isla
de punta a punta para darse un baño. Pateando con fuerza se impulsa hasta la
superficie. El barco continúa allí, no se ha movido… Y comienza a nadar,
braceando de medio lado como de niño le han enseñado. Nada sin apuro, ahorrando
el aliento. Sobre el barco, los palos siguen desnudos. Y el joven nada y nada,
de vez en cuando levanta la cabeza a fin de no perder la dirección. De repente,
repara en algo. Sobre uno de los palos cuelga un gran trapo blanco… El corazón
le da un vuelco. ¡Están largando las velas!... Nada con furia ahora. Con
fuerza, con todas sus fuerzas. Sus brazos, sus piernas, comienzan a pesarle
como si fueran de piedra. Levanta la cabeza, otra vez. Ha llegado, el barco
está ahí, delante de él. Una inmensa mole de madera que parece ocupar el cielo…
Pero está agotado, exhausto por toda una noche de caminata, por ese nadar desesperado…
Y comienza a faltarle el aire… Y comienza a notar que se hunde… Ahora el agua cubre sus ojos, su boca, y
siente que comienza a perder el sentido… Pero oye un chapoteo sordo, junto a
él. Con un último esfuerzo, saca la cabeza del agua para encontrarse con una
soga, flotando a un brazo de distancia. Se abalanza, se aferra al negro cabo
que le han largado desde el barco. Sus manos agarran ese cabo, se agarrotan en
torno a ese cabo… De repente se siente izar, se siente flotar en el aire. Mira
sus pies, colgando. Mira la superficie del agua, allá abajo, alejándose cada
vez más. Levanta la vista. Ahí están, las nubes, blancas, gruesas, abultadas… Se
siente transportar, volar hacia esas nubes. Con una última chispa de
consciencia, se pregunta: “¿Estaré muerto?” Pero siente su respiración,
agitada. Siente su pecho subir y bajar.
“Los muertos no
respiran”, se responde.
El hombre, en su celda, aferra con fuerza los barrotes. No se
siente las manos… Quiere hablar, ahora. Necesita decir... Tose, carraspea, se
atraganta. Tiene la garganta seca, el
paladar seco, pero hace el esfuerzo.
“Estoy vivo”, dice Juan León.
FIN
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