JUAN CARLOS ESCUDIER
Siguiendo las pautas más estrictas del suicidio
asistido, una recua de dirigentes del PSOE y algún que otro de sus dinosaurios
han salido en tromba a defender al presidente extremeño Guillermo Fernández
Vara, muy afectado al parecer por las críticas que estaba recibiendo en las
redes sociales tras manifestarse nuevamente a favor de la abstención de los
socialistas en la investidura de Rajoy. Según el argumento de esas baronías tan
críticas como sensibles, la libertad de opinión en el partido es sagrada, más
aún que respetar las resoluciones de su comité federal en las que se apoya
Pedro Sánchez para mantener su no al PP.
Las escaramuzas de los críticos, travestidos ahora en
paladines de la libertad de expresión, vienen sucediéndose con regularidad
kantiana, en muchas ocasiones con ribetes de auténtico golpe de estado. Su
mayor preocupación no es el país, al que según afirman no se le puede someter a
unas terceras elecciones, sino la posibilidad remota de que Sánchez el breve
logre inesperadamente un acuerdo con Podemos y Ciudadanos que le convierta en
presidente del Gobierno y arruine su proyecto de mandarle a freír espárragos y
sentar a uno de los suyos en la secretaría general.
A Sánchez le han estado esperando cada noche electoral
para darle el tiro de gracia y en vista de los fallos de la escopeta de feria
decidieron dibujarle un bosque de líneas rojas infranqueables, similar al que
hubiese pintado un loco con una tiza. Así, se rechazó primero la gran coalición
el PP, se desaconsejó encarecidamente el pacto con Iglesias, y se prohibió
expresamente el flirteo con los nacionalistas. El único camino era conseguir
que Podemos apoyase casi sin rechistar un acuerdo PSOE-C’s y por si el
imposible metafísico deja ahora de serlo se pretende añadir la coletilla de que
con 85 diputados sólo cabe hacer oposición.
El asunto es que hasta la fecha sólo Vara se ha
atrevido a propugnar abiertamente la abstención, porque los amotinados son
rebeldes pero no tontos y saben que cualquiera de ellos sería lapidado por unos
militantes que, en contra de las encuestas de encargo con las que se les ha
bombardeado, están radicalmente en contra de seguirle pagándole a Rajoy el
alquiler del chalet de la Moncloa.
Sus planes han ido cambiando con el paso de los meses.
De pretender fulminar a Sánchez por la vía rápida para extender una alfombra
roja a Susana Díaz, parece que pretenden ahora retrasar lo que juzgan
inevitable, ya sea porque la orografía de Despeñaperros arrugaría a la
esterilla, porque la sultana no las tiene todas consigo y le dan miedo las
alturas o por la ambición sobrevenida de alguno de los conjurados, tal es el
caso de García Page que, entre los suyos, se estaría postulando a la sucesión
por eso de que el chico lo vale. Esa, al menos, es la opinión de Bono, que como
tiene un hipódromo es de los que se reservan varios caballos ganadores.
De hecho, la idea que manejan es retrasar el congreso
ordinario del partido por si la abstención no sale adelante y se llega a unas
terceras elecciones en las que se inmolaría el cadáver de Sánchez para no
quemar al sustituto con una derrota. O sea, el mismo cuento que el del Cid pero
al revés.
Dado el panorama, al secretario general le quedan
pocas opciones, a las puertas como está de los comicios vascos y gallegos,
donde se esperan unos resultados que se presuponen malos y que podrían empeorar
por ese ruido tan desagradable del afilar de cuchillos. Su único recurso es la
militancia, a la que pretende someter cualquier acuerdo o desacuerdo, si es que
le dejan. Sería curioso que los defensores de la libertad de opinión negaran
ese mismo derecho a quienes pagan las cuotas
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