LA TERCERA MUERTE
DE LORCA
DAVID TORRES
Ochenta años
después de su asesinato, el fantasma de García Lorca aún fatiga la sierra de
Granada con su jaca y con su alforja. Más allá del común tránsito de un
difunto, lo que define a un fantasma es una deuda, un desasosiego, un dolor sin
reposo, la ausencia de una lápida. En España hay miles de esqueletos huérfanos,
docenas de miles de osamentas abandonadas en las cunetas que reclaman no ya
justicia sino un lugar y un nombre, un recuerdo, una cruz, una equis en el
mapa. Lorca los resume a todos.
Cuando H. G.
Wells preguntó por el paradero del poeta, el gobierno civil respondió con un
escueto telegrama que podía servir para cualquiera de entre la multitud de
muertos del franquismo: “Ignoro lugar hállase Federico García Lorca”. Al poco,
Miguel Hernández, Neruda, Prados, Alberti, Cernuda, entre otros muchos poetas,
pusieron en verso el homicidio. Machado le dedicó una elegía conmovedora
imitando la música del Romancero gitano en la que pedía que levantaran un túmulo
al poeta en Granada
sobre una
fuente donde llore el agua
y eternamente
diga:
el crimen fue
en Granada, ¡en su Granada!
El túmulo y la
fuente todavía están esperando. Pedro Salinas escribió: “Mataron a un ruiseñor
/ sólo porque cantaba”. Pero no era verdad. A los asesinos, a esa piara de
bestias con fusiles, tricornios y sotanas que arrasó España durante tres años y
la encadenó luego al terror y la obediencia ciega, no sólo les molestaba el
canto. Les molestaba la poesía, la belleza, la cultura, la inteligencia, como
resumió con descarada contundencia el legionario Millán Astray: “Abajo la
inteligencia, viva la muerte”. En unas declaraciones a un periódico mexicano
que reprodujo el ABC de Sevilla en enero de 1938, el general Franco sentenció
con su pachorra criminal: “Ese escritor murió mezclado con los revoltosos. Son
los accidentes naturales de la guerra”.
Diversos
estudiosos, casi todos extranjeros, han intentado resolver el misterio con
mayor o menor éxito. Ian Gibson le ha consagrado más de media vida. Entre las
miles y miles de páginas que le dedicaron, entre los cientos de testimonios
recogidos, sobresale el exabrupto de uno de sus verdugos, Juan Luis Trescastro:
“Le metí dos tiros en el culo por maricón”. El franquismo quintaesenciado en
nueve palabras.
Lorca sufrió un
amago de resurrección en plena Transición, cuando su poesía fue enarbolada como
bandera para diversas causas mientras sus huesos seguían clamando bajo tierra.
Recuerdo el día en que Marita, mi profesora de literatura en el Instituto,
llegó emocionada porque habían salido a la luz en la prensa los Sonetos del
amor oscuro, un breve y emotivo sonetario que permaneció oculto durante la
dictadura por su marcada condición homosexual. Bastaba leerlos para comprender
el giro copernicano que estaba dando la lírica de Lorca y que ya se anunciaba
en sus obras maestras, Poeta en Nueva York y La casa de Bernarda Alba: el bardo
inmenso, el dramaturgo magistral que habíamos perdido en una encrucijada de la
guerra civil. Lo habían matado por segunda vez al negarse a desenterrar su
cadáver, al limitarlo al ámbito del folklore andaluz y a las letras de
flamenco.
Hace cuatro
años, cuando llegué al barranco donde una piedra recuerda su asesinato,
pregunté a los lugareños si sabían con certeza si aquel era el lugar donde
mataron a Lorca. Me respondieron con indiferencia y silencio, un rebrote de
aquel miedo ciego y sordomudo que dominó España durante décadas. Ahí, en los
rumores malhumorados, en las miradas huidizas y en el eso dicen, late la
inequívoca señal de la tercera muerte de Lorca.
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