BENJAMÍN
PÉRET Y EL MÉXICO SURREALISTA
Nació en 1899 y murió en 1959; el poeta, seguidor
de André Bretón, vivió durante cinco años en nuestro país
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Benjamín
Péret —el gran correligionario de André Bretón—, quien viviera en nuestro país
durante de 1942 y 1947 dijo que: “México sólo se interesa en México”, lo cual
en general sigue siendo cierto, pues nuestra cultura gira mayormente en torno a
nosotros mismos y a pesar de un proceso de modernización comenzado desde hace un
cuarto de siglo —aunque deben reconocerse las interrupciones aldeanas— persiste
una cierta costumbre de aislamiento respecto al mundo, una idea curiosa de que
es correcto estarse mirando el ombligo todo el tiempo y para todo.
Los
cosmopolitas aquí son más bien extraños y el folclorismo puede ser elevado
hasta el grado de convertirse en una religión, con sus ritos, sus dogmas, sus
sacerdotes y feligreses.
Péret
decía por lo demás que México era una “isla en medio del Atlántico” donde “la
tradición no es sino formal, vacía de toda vida”. Los críticos Fabienne Bradu y
Phillippe Ollé-Laprune han estudiado este periodo en la existencia del poeta y
ambos han concluido que solamente las ilusiones y los mitos lo reconciliaron
con nuestro país, que finalmente en este aspecto sí está a la altura del arte
al contrario de lo asfixiante de su vida colectiva cotidiana. Para Péret, su
estancia mexicana amenazó en ser una franca decepción si se toma en cuenta que
Bretón, al que seguía como lider supremo del movimiento surrealista, había
definido durante su visita a nuestro país que México era el país surrealista
por excelencia.
¿Cómo
vivir en un país surrealista, ser un poeta surrealista, venir con la esperanza
de estar inmerso todos los días en un surrealismo circundante y, en contraste,
aburrirse como en algún momento confesara Péret le pasaba en la realidad de su
vida mexicana?
Cuando
Péret, después de su divorcio con la pintora Remedios Varo —quizás el ánimo
depresivo de esta circunstancia alimentó el aborrecimiento por un México cuya
naturaleza surrealista no la veía por ningún lado—, viajó a Yucatán a visitar
las ruinas mayas y se dedicó a vender artesanías indígenas retomó en cierta
forma el sueño mexicano; estudió de manera simultánea la mitología azteca,
tradujo al francés el Popol Vuh y todo ello lo reforzó.
Escribiría
así el que está considerado su mejor poema, más épico que surrealista, Aire
mexicano, editado en 1952 por Librairie Arcanes con cuatro litografías de
Rufino Tamayo y un tiro de 274 ejemplares. Hoy es una joya bibliófila. La
editorial Aldus lo reeditaría en 1997 con una traducción al español de José de
la Colina en una edición de sólo 200 ejemplares. Ya es también una rareza según
me informa el poeta librero Agustín Jimenez en La Torre de Lulio de la Condesa.
El fuego enlatado brota por todos
sus poros/ El rostro de esperma y sangre vela su rostro tatuado por la lava/ Su
grito resuena en la noche como un anuncio del final de los tiempos/ El
escalofrío que salta sobe su piel de espinas corre cuando el maíz se alisa al
viento/ Su gesto de corazón enarbolado concluye a los cincuenta y dos años en
un bracero de alegría/ Cuando él habla la lluvia huracanada excita los fulgores
enterrados bajo la ceniza de antiguos/ rugidos que los leones de fuego lanzan en
sus peleas/ Escucha y sólo huye su torrente de sudor de oro engullido por el
negro Norte/ Canta como un bosque petrificado con sus pájaros sacrificados en
pleno vulo cuyo cansado/ eco arrastra el ramaje que agoniza/ Respira y duerme
como una mina esconde bajo dolores inauditos sus joyas de catástrofe. (Aire
mexicano)
El
México real de una urbe gris en la cual habitó en una vecindad cerca del
Monumento a la Revolución no alcanzó a inspirarlo, pero cuando imaginó el suyo,
uno cósmico, telúrico, mítico, una ensoñación única, cuando el paisaje
recordado, la literatura originaria y el eco de la grandeza antigua se
volvieron sutiles como el aire y los sintió, los respiró, los pensó y gozó,
esto lo volvió exultante y creó entonces un poema para homenajear a México, en
un texto que ahora es legendario.
Lo
real maravilloso está siempre en la poesía auténtica.
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