El FMI y la
globalización de la miseria
PEDRO LUIS ANGOSTO
El Fondo
Monetario Internacional comenzó su singladura destructora tras la conferencia
de Bretton Woods un 27 de diciembre de 1945, víspera en nuestras latitudes del
día de los Inocentes. El propósito de los primeros promotores fue impedir que
se volviesen a repetir los terribles desajustes económicos que llevaron a la
crisis de 1929 y a la depresión generalizada de la década de los treinta que
concluyó con la Segunda Guerra Mundial. En ese primer momento se trataba de
crear un supervisor mundial que velase por la equilibrada fluctuación de las
divisas estatales, el desarrollo del comercio mundial y la previsión de
desequilibrios macroeconómicos que pudiesen poner en peligro la economía. John
Maynard Keynes, que participó en las primeras conversaciones constitutivas,
llegó a proponer la creación de un banco mundial con verdaderos poderes
reguladores, pero su propuesta fue rechazada por intervencionista y porque al Fondo esperaban misiones muy
“superiores” a las sugeridas por el economista inglés. La muerte de Roosevelt
en 1945 y del propio Keynes al año siguiente, dejarían al organismo económico
internacional un papel menudo que solo se aquilataría con el triunfo de las
doctrinas neoliberales.
En efecto, al
igual que ocurrió con Naciones Unidas tras las conferencias de Dumbarton Oaks y
San Francisco, el Fondo Monetario Internacional nació con una fuerte impronta
antidemocrática que lo convertía en un instrumento al servicio de los estados
más ricos y poderosos. Así como el derecho a veto de las grandes potencias en
el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas dejaba en papel mojado cualquier
resolución de las mayorías, la aprobación de las propuestas importantes del
Fondo Monetario Internacional requieren de una mayoría cualificada del 85% de
sus miembros, lo que en la práctica supone que todas las decisiones tienen que
contar con el apoyo de Estados Unidos, país que debido a su aportación
económica cuenta con un 16% de los sufragios. Mientras Estados Unidos seguía
intentando ganar la “guerra fría” para imponer su hegemonía mundial, el FMI se
mantuvo en un segundo plano que le otorgaba muy poco peso en el diseño de la
política económica de los distintos países. Fue a raíz del golpe de Estado de
Pinochet en 1973 y de la aparición de las políticas neoliberales de la Escuela
de Chicago que irrumpieron en el mundo con fuerza tras la victoria de Ronald
Reagan y Margaret Thatcher, cuando se produjo un acercamiento entre los
economistas y funcionarios ultras del Gobierno norteamericano y los del FMI,
convirtiendo al organismo económico internacional en garante planetario de la
ortodoxia de la doctrina económica ultraliberal, doctrina que podríamos resumir
en estas palabras escritas por el antropólogo y geógrafo británico David
Harvey: “El neoliberalismo es, ante todo, una teoría de prácticas político
económicas que afirma que la mejor manera de promover el bienestar del ser
humano consiste en no restringir el libre desarrollo de las capacidades y de
las libertades empresariales del individuo dentro de un marco institucional
caracterizado por derechos de propiedad privada fuertes, mercados libres y
libertad de comercio. El papel del Estado es crear y preservar el marco
institucional apropiado para el desarrollo de éstas prácticas”.
Al principio, en
la década de los setenta, la actividad del FMI se centró casi exclusivamente en
Chile, país que “logró salir” de la crisis económica laminando todos los
derechos económicos, políticos sociales y culturales de sus ciudadanos con una
violencia tal que tanto esos derechos como el espíritu cívico crítico siguen
desaparecidos de aquella nación hermana. Posteriormente, todas y cada una de
las dictaduras Latinoamericanas –Argentina, Uruguay, Paraguay, Perú, Ecuador,
Bolivia, Brasil, Venezuela, El Salvador, Honduras, Guatemala, Nicaragua…-
sufrieron en las carnes de sus habitantes los efectos destructores de las
directivas del Fondo, destinadas en su mayoría a incrementar la deuda de los
Estados mediante préstamos leoninos de inaplazable y perentoria devolución para
de esa forma obligar a drásticos recortes en el gasto público. La llegada al
poder de Hugo Chávez en 1999 marcó el declive de la tiranía del FMI sobre los
estados latinoamericanos, pero para entonces ya había desaparecido la URSS,
Estados Unidos había ganado la “guerra fría” y Europa se había convertido en la
nueva presa: Desaparecida la URSS, con China lanzada a bocajarro al capitalismo
salvaje, no tenía ningún sentido que en un pequeño trozo del planeta –Europa
Occidental- existiese un mercado del trabajo regulado con jornada de ocho
horas, jubilación a los 65 años, vacaciones de treinta días, pensiones,
prestaciones sociales, Educación y Sanidad públicas. Eso era una anomalía, un
fruto amargo de la “guerra fría”, un quiste que le había salido al capitalismo
y que era necesario extirpar de forma rápida y segura: La “guerra fría” con la
URSS había terminado con la victoria, ahora comenzaba la “guerra fría” con la
Europa de los Derechos y del bienestar, un lujo y un ejemplo que el nuevo mundo
globalizado no podía permitirse, un atentado contra la mano invisible que rige
los mercados, un sacrilegio contra la Ley de la Desigualdad Creciente,
convertida en Carta Magna del Planeta.
Hoy, tras más de
cuatro décadas de imposición de las doctrinas austericidas y contrarias a los
Derechos Humanos por parte de Estados Unidos, la UE y el FMI, Europa Meridional
agoniza como hace unos años agonizaba Latinoamérica. Pero no sólo morirá esa
parte de Europa porque si no somos capaces de poner coto a tanto desvarío y
tanta crueldad, caerá toda Europa y detrás de la Europa que un día admiramos y
quisimos, que perdura en la memoria de muchos como una quimera en
descomposición, caerá el resto del mundo, incluidos los países hermanos de
América que durante unos años han podido respirar, incluido el creciente
asiático que nada podrá vender a quien nada puede comprar. Es decir, que bajo
el auspicio de la potencia hegemónica que dicta e impone, por la fuerza de sus
bombas o de su FMI, brutales medidas para expandir el beneficio de los menos y
desmontar los Estados democráticos, podemos estar asistiendo al principio del
fin del capitalismo tal como lo hemos conocido y al desmantelamiento del
comercio mundial, porque la pobreza no genera plusvalías, porque la devaluación
de países enteros como España, Italia o Grecia sólo conseguirá que sus
tradicionales suministradores, a medio plazo, vean mermada su producción en una
espiral que sólo conseguirá igualar al mundo por abajo. Tal es la obra criminal
del FMI, de quienes lo financian y de quienes todavía lo defienden.
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