AL CÉSAR LO QUE ES DEL CÉSAR Y A DIOS LO QUE DIGA EL CÉSAR.. EN LA
IGLESIA TAMBIÉN SE PUEDE
Por
Pepe Gutiérrez-Álvarez
El viento
comienza cambiar de dirección, el campo de la victoria (neoliberal, los
negocios ante todo) empieza a sufrir sus primeras brechas, lejos quedan los
años en los que Wotyla era aclamado por un millón de aspirantes a “yuppies” en
Roma. Era aclamado nada más y nada menos
que como “el vencedor del comunismo” por comunistas como Máximo d´Alema que se
hacía socio del Opus Dei, todo ello sin
dejar de ser secretario general de una izquierda, la de “tercera vía”,
la misma que llevaba a Washington y a los pies del Santo Padre, tal como hizo
Tony Blair.
Eran tiempos en
los que el mismo Wotyla se podía permitir amonestar públicamente a Ernesto
Cardenal mientras abrazaba a Pinochet, dar sermones sobre el bien y el mal
cuando daba el visto bueno a la caza y captura de los componentes de la
Teología de la Liberación, incluyendo el asesinato de Monseñor Romero, culpable
de anteponer los pobres a los designios del imperio porque ya sabe, había que
dar al César lo que es del César y a Dios lo que dijera el César. Se pensaban
que este paseo triunfal iba a ser eterno, que lo tenían todo atado y bien
atado. Hasta que llegó un momento en el que la prepotencia victoriosa les llevó a creer que podrían
desmantelar impunemente las conquistas sociales de varias generaciones, y fue
entonces cuando las respuestas comenzaron a cobrar forma, en la Iglesia
también.
En realidad,
esta resistencia nunca dejó de existir, en la Iglesia también. Todavía estaba
seguía viva la memoria de la época de los “curas obreros” y de los “diálogos
cristianos-marxistas”, a los que tanta importancia les daba nuestra Manuel
Sacristán. En los años sesenta-setenta, la indignación moral también llegó a la
Iglesia, sobre todo por abajo demostrando algo que siempre estuvo presente: que
existían al menos dos iglesias, la de la jerarquía constantiniana y la de base.
Entonces fue esta la que sacó pecho y la
oficialista se tuvo que mover.
Entonces
sucedieron muchas cosas, la primera que muchos cristianos de base fueron a
engrosar las filas de los partidos –comunistas- en la clandestinidad, de tal
manera que sin su existencia no se puede explicar el avance de la generación
que acabaría haciendo inviable cualquier continuidad de la dictadura.
Fueron estos cristianos de base la que
permitieron que los resistentes encontraran en los edificios de la Iglesia una
cobertura logística excepcional, de unos
márgenes de movimiento que no habría gozado de otra manera.
También
contribuyeron a demostrar que el régimen no tenía un pelo de cristiano, algo
mucho más importante de lo que podamos imaginar en una extensa capa de la
población educada en las tradiciones católicas, esa misma población que todavía
se manifiesta en rituales barrocos como la Semana Santa. Cuando la izquierda
institucional mandó al pueblo a su casa para que ellos pudieran negociar las
mejoras (que nos llevarían al socialismo), el movimiento de base cristiano
padeció la misma desintegración. La mayoría se fue a su vida privada, una
minoría se colocó utilizando su quehacer anterior como un mérito, en tanto que
un sector muy importante siguió con sus tareas, en sus partidos y
organizaciones, en ONGs y entidades diversas, y ahí están.
Sin oposición
por abajo, la Iglesia que había hecho sus deberes sirviendo al César, votó con
las dos manos a favor de Wotyla y Ratzinger, y retomó su lugar combatiente en
las batallas de la derecha como había hecho durante casi toda la vida. El
compromiso a la americana entre el Gran Dinero y las Iglesias que se había
consagrado en los EEUU con Reagan y demás, encontró aquí un espacio
privilegiado. Es más, a la Iglesia de siempre se le unieron con sus
especificidades las variantes evangélicas que están haciendo estragos en
América del Sur y que aquí hicieron una misa a Esperanza Aguirre, que está en
todas con su espiritualidad trilateral. También se creían en los altares, por
encima del bien del mal, recibieron los parabienes socialistas y populares,
requisando propiedades, pero sobre todo, facilitando un creo según el cual el
peor pecado es legalizar el aborto y el laicismo “extremista” (esto tiene su
gracia), sin miedo a que se le pidieran cuentas ni tan siquiera en situaciones
como las que han sacudido el obispado de Córdoba.
Pero también
aquí se terminaron las impunidades, sino que vean lo que ha sucedido en Irlanda
donde los de Sodoma y Gomorra han ganados un referéndum.
Algunos se han
pasado al menos siete pueblo, Rouco sigue predicando con el ejemplo amenazando
a los catalanes con otra guerra civil. Haciendo verdad aquel dicho de vives
como un cardenal y finalmente, negándose a reconocer a Monseñor Romero, cabe
suponer que porque este hombre demostraba que otro cristianismo es posible y
necesario.
Es en este
cuadro de cambio abierto donde hay que situar el debate suscitado por el
protagonismo de dos monjas que han reflejado de diferente manera la crisis de
verdad y de conciencia que está ya sacudiendo a la Iglesia romana, obligada a
cambiar de actitud sino quería que brechas como la de Irlanda se abrieran más
todavía. Se trata como todos sabéis de las mediáticas y políticas Lucía Caram y
Teresa Forcades, ambas pertenecen a órdenes monásticas y su actividad ha
trascendido extramuros eclesiales. Dos pioneras muy diferentes que se han
atrevido a ofrecer sus críticas y sus palabras indignadas en los escenarios más
variados. Acostumbrados a contemplar a ceñudos obispos católicos (que suelen
tener monjas a su servicio como es el caso de Rouco) promoviendo
manifestaciones reaccionarias al servicio de sus aliados del bies 35 y de sus
políticos de plantilla, resulta demoledor para espíritus sensibles que dos
monjas de clausura enarbolen justamente otras banderas, divergentes, aunque,
hay que repetirlo, se hagan desde ejemplos muy diferentes.
En el caso de
Lucía Caram, la indignación social por los pobres y los necesitados suena a
verdad pero con ciertos reparos. Su voz suena a la escuela de Teresa de
Calcuta, es aquello de bendito sean los pobres porque tienen personas como yo,
yo, yo, yo, que estamos aquí trabajando por ellos en un escenario en el que
nunca aparece nadie más sino son las bocas agradecidas. Esta mona vehemente y
campechana parece no querer ver la viga neoliberal en el ojo de la señora de
Artur Mas. Lo de Teresa Forcades es algo muy diferente, Teresa no presume de
santidad ni de sacrificio, actúa como portavoz de mucha gente, aporta sus
conocimientos sobre una las habitaciones más oscuras del capitalismo, el de las
farmacéuticas.
Pero más allá
de los retratos, lo fundamental es que, de una manera u otra, están reflejando
un cambio de actitud que ahora tiene una dimensión que antes sí se apuntaba: la
del feminismo. Esta es una buena noticia, necesitamos otra Iglesia que nos
ayude en tareas como la de cambiar las cosas, necesitamos una iglesia de base
que haga su papel en terrenos tan difíciles como el de los sin papeles. Aquí ya
hay una historia barcelonesa, con lugares sagrados como la Iglesia de Sant
Medir que estuvo en el impulso de las Comisiones Obreras en los años sesenta,
que también abrió sus puertas a los sin
papeles.
Otra Iglesia es
posible, y también necesaria.
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