El problema
con la clase media
ESTEBAN HERNÁNDEZ
En una intervención en el Congreso de jóvenes pensadores
celebrado en el CENDEAC, César Rendueles hizo explícito algo evidente pero
apenas tenido en cuenta, como es que la clase media es uno de los dos puntos
ciegos (el otro es el estado) de la teoría marxista. Y bien puede decirse que
este olvido, general entre la izquierda, se produce por no ser lo
suficientemente marxistas y tomar los conceptos como algo cristalizado en una
expresión esencial y no como algo que se va desplegando de formas muy diversas
según las épocas. Malentender esto, obviando cómo la funcionalidad social de
las capas medias se ha transformado radicalmente en las últimas décadas, nos
arroja a seguir utilizando mecanismos teóricos que nos fueron útiles hace tres
décadas pero que hoy no están operativos.
La clase media es claramente uno de ellos: no se trata de una
capa social formada por un conjunto de profesionales que viven en
urbanizaciones residenciales valladas y que se definen por ser racistas,
clasistas y sexistas, ni tampoco la compone esa burguesía moralista siempre
cercana al fascismo y ni siquiera son ya, como diría Bourdieu, la parte
dominada de la clase dominante.
La clase media es hoy algo mucho más amplio, precisamente porque
no tiene sólo que ver con los recursos materiales, sino que también incluye la
autopercepción (una encuesta del CIS de julio de 2014 afirmaba que el 72% de
los españoles se define de clase media, a pesar de que la realidad contradiga
ampliamente esta percepción) y con un conjunto de valores, ligados a la
estabilidad, la linealidad y el deseo de un futuro mejor. Es una clase social
con poca cohesión, que debe lidiar con diversas contradicciones, que en cada
época y en cada contexto las ha resuelto de una manera, y que precisamente por
el lugar nuclear que ocupa, contribuye a estabilizar o a agitar una sociedad de
una forma claramente perceptible. El mismo auge de Podemos nace en ese espacio:
no han sido las masas obreras las que han tomado las calles, sino un montón de
personas de clase media, entre los que había muchos estudiantes universitarios
y muchos funcionarios, gente que había votado a partidos institucionales y
gente a la que activó el descontento, la que ha provocado su éxito.
Se trata de una clase importante políticamente desde dos puntos
de vista. En primer lugar, desde el estratégico, porque no hablamos de personas
resentidas por haber perdido muchos de sus recursos y gran parte de su futuro,
sino de un estrato social que se ha convertido en claramente disfuncional para
un capitalismo que está tratando de acabar con él; los valores en que se
sostiene de continuidad y estabilidad, pero también de defensa de las normas,
son una piedra importante que el capitalismo del siglo XXI necesita remover. En
segundo lugar, desde el social, porque es un potente foco de resistencia frente
a un capitalismo decididamente antipuritano, como suele subrayar Santiago Alba,
que odia todo tipo de anclajes y límites y que está tratando de asentar un
mundo fluido, volátil y vitalmente frágil.
En este contexto, en lugar de analizar qué le ocurre a la
mayoría de la gente, buena parte de la izquierda ha puesto sus esperanzas en
una clase obrera inexistente hoy en España (no somos Gran Bretaña, donde esa
cultura aún permanece) y que tendría su expresión más reciente en el mundo
chav. Pero éstos son una apuesta dudosa, porque pueden acoger sin problema esa
crítica que se hacía a las viejas clases medias, que estaban muy contentas con
el sistema pero insatisfechas con su posición dentro de él. De modo que quizá
sea mejor reparar en la realidad y apoyarse políticamente en una mayoría que
está viviendo contradicciones poderosas y que puede ofrecer instrumentos de
resistencia. Máxime cuando la energía política que han puesto en marcha a través
del descontento puede canalizarse de maneras muy diferentes, y desde luego no
liberadoras.
*Esteban Hernández es
periodista. Autor de El fin de la clase media (Ed. Clave Intelectual)
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