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viernes, 12 de septiembre de 2014

LA INDUSTRIA DE LA DESESPERACIÓN

LA INDUSTRIA DE LA DESESPERACIÓN

ESCRITO POR  JUAN CRUZ LÓPEZ
"Depresión, abulia, pánico, angustia, fobia social… Así empieza la lista inabarcable de nuestros enemigos íntimos".
Que vivimos en una sociedad de enfermos es algo que, a poco que apaguemos el televisor y miremos a nuestro lado, se nos muestra de manera tan evidente que de nada valen los fastos con los que pretende ocultar su decadencia el régimen. Huele a cieno bajo la pelliza del marqués.   La enfermedad mental, en alguna de sus formas obviamente, se incluye a día de hoy en el currículum existencial del más pintado; de hecho, y si aún no hemos caído en el saco, todos conocemos a personas muy cercanas que a lo largo de su vida han sufrido algún tipo de trastorno de esta clase.   Por otro lado, desde hace años asistimos a un proceso imparable en el que cualquier conducta que trascienda la norma es patologizada rápidamente, alimentando con ello las bases nutricias de lo que, sin temor a ser exagerados, podríamos llamar industria de la desesperación.   Sea como fuere, pareciera que la balsa de agua en la que aparentemente se ha convertido la sociedad posindustrial, no oculta en sus profundidades sino el cuerpo comatoso de un individuo sacudido en su fuero interno por las condiciones de muerte (que no de vida) a las que nos somete este verdadero estado del malestar.   Depresión, abulia, pánico, angustia, fobia social… Así empieza la lista inabarcable de nuestros enemigos íntimos.   Crecimos descreídos de los viejos cuentos y nos tragamos, sin embargo, el sapo de las sociedades lúcidas. En realidad, quedamos a la intemperie alimentados de un maná horneado en la cocina de los sepultureros. Desde luego, no seré yo quien no celebre la caída de los dioses de los viejos (y no tan viejos) salvapatrias, pero que no me vendan la falacia de que todo es mejorable con apenas un leve cambio de timón o colocando un nuevo rey en el palacio (lleve corona o lazo tricolor en el ojal). Bajo mi punto de vista, no hay farmacopea que sane lo que ya está muerto.   En ese sentido, articular una respuesta únicamente desde el territorio de lo personal, no me parece, al menos en primera instancia, la solución más lúcida. No apagaremos el fuego echando agua sobre nuestra propia cabeza.   Pero qué respuesta dar entonces en una fase de nuestra experiencia histórica donde el poder ha violado nuestra soberanía vital, en la que la servidumbre ha colonizado nuestro propio cuerpo y el capital nos disciplina apenas balbuceamos nuestros primeros deseos; qué respuesta dar, insisto, si en nuestra mente se cava la primera trinchera contra nosotros mismos.   Empecemos, se me antoja, renunciando al escapismo y la milagrería barata. Volvamos la mirada consecuente y acometamos la labor de ordenar nuestro taller sin más demora. Tenemos todas las herramientas para desarmar la megamáquina. Inventemos nuevas clases de ludismo: es perentorio acabar con la dominación desde sus bases psíquicas.   Una de esas herramientas es el orgullo. Otra nuestro salvaje instinto de colaboración. Aprender de la experiencia dolorosa y afrontar con apostura el sufrimiento inevitable, implica renunciar al veneno del autoengaño. Ninguna herida puede sanar en una sociedad abandonada a las promesas diseñadas por los ingenieros del consenso. Ya está bien de tantos sueños de postal. La vida es bella en su crudeza y no necesitamos salidas de emergencia ni paraísos de merengue.   Y empecemos a pensar ―ya finalizo― en la aventura, alegre y esforzada, que se abre detrás de la posibilidad de pararnos en seco, plantarnos ―uno a uno, cada cual en su sitio― y desobedecer las leyes no escritas que nos están robando la vida. Mandemos la compostura al pairo. A día de hoy, no queda otra que apostar fuerte.   - Publicado originalmente en Murray Magazine.

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