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lunes, 4 de noviembre de 2013

LA REAL JODIENDA NO TIENE ENMIENDA Capitulo II

LA REAL JODIENDA NO TIENE ENMIENDA

Capitulo II


Chaurero n Eguerew
Felipe II

Felipe II, rey de las Españas y más tarde de Portugal y Nápoles, Sicilia y los Países Bajos, fue, asimismo, rey de Inglaterra por su matrimonio con su segunda esposa, María Tudor, llamado “El Prudente”, heredó de su padre, el gran poderío imperial y vio iniciarse la decadencia del Imperio.
Felipe nació en Valladolid el 21 de mayo de 1527 a las cuatro de la tarde en el palacio de don Bernardino Pimentel, junto a la iglesia de San Pablo; era el primer hijo del emperador Carlos V y de Isabel de Portugal, atractiva, inteligente y hábil estadista como demostraría en los años que regentó el país por los continuos viajes de su esposo.
El parto duró trece horas y Carlos permaneció junto a su mujer durante todo el tiempo.
Dicen algunas fuentes que doña Isabel no gritó durante el alumbramiento ya que ella consideraba que las reinas de España no debían manifestar dolor en esos momentos.
“El 10 de mayo de 1529 el pequeño Felipe será jurado como heredero de la corona de Castilla por los procuradores a Cortes reunidos en el madrileño convento de San Jerónimo, a la vez que se reconocía a la emperatriz Isabel como regente durante la ausencia de Carlos. Los continuos viajes del emperador no le permitirán atender los aspectos educativos del príncipe, dedicándose a ello su madre por lo que Felipe manifestará a lo largo de toda su vida una cierta inclinación hacia lo lusitano. La portuguesa Leonor Mascarenhas fue nombrada su aya, sintiendo por ella gran afecto y confianza. El pequeño príncipe crecía junto a su hermana María - nacida el 21 de junio de 1528 apareciendo en algunas cartas muestras de su carácter: “es tan travieso que algunas veces S. M. se enoja de veras; y ha habido azotes de su mano, y no faltan mujeres que lloran de ver tanta crueldad”. A pesar de la “crueldad” la relación entre madre e hijo seria muy estrecha aunque la temprana muerte de doña Isabel en 1539 romperá ese lazo y provocará una repentina madurez en el príncipe. (Juan Carlos Cobo Cueva)
”Espada de la Contrarreforma, exterminador de protestantes españoles en sobrecogedores autos de fe, inflexible enemigo de la libertad religiosa en Flandes, Felipe II ha sido presentado con frecuencia como un paradigma de monarca católico. Semejante afirmación sólo puede aceptarse si como tal se entiende a alguien que servía a los intereses de la Santa Sede, pero que era más laxo en cuestiones morales. Al respecto, Felipe II tuvo una accidentada vida sexual que en nada se correspondía con la moral católica. No deja de ser significativo que, por poner un ejemplo, cuando estuvo casado con María Tudor, la reina católica de Inglaterra, mantuvo amoríos con damas de las más diversas extracciones de lo que se derivó una descendencia bastarda. Pero con todo, el aspecto en que Felipe II se apartó más de la ortodoxia católica fue en su afición al ocultismo.

Las razones de esa inclinación moralmente perversa del monarca fueron diversas. En parte, Felipe II se entregó a las prácticas ocultas porque ansiaba conocer el futuro.

Monarcas, como Felipe II, mostraban aficiones heterodoxas que en su tiempo habrían llevado al común de los mortales a la hoguera; la astrología, la magia, la alquimia o el ocultismo ocupaban muchas de sus horas, y por suerte dejarían un magnífico legado cultural y científico a generaciones posteriores. Muchos destacaron por algo distinto, y pasaron a la historia no por sus leyes, sus acciones bélicas o su templanza, sino por su impotencia, su gula, su inapetencia o sus escándalos sexuales.

También debe decirse en honor a la verdad que, en algunas ocasiones, Felipe II se entregó a las artes ocultas por verdadera necesidad. Defender la causa de la Contrarreforma resultaba extraordinariamente costoso y, por ejemplo, en 1559, el monarca contrató a un tal Tiberio della Rocca para que le convirtiera metales como el mercurio en monedas de plata con las que pagar a los soldados. En 1567, volvió a poner a su servicio a dos hermanos alquimistas a los que instaló en un laboratorio en Madrid.” (Antonis Mor, 2009).
Las esposas de Felipe II

Maria Manuela de Portugal, la primera
A lo largo de su vida Felipe se casará en cuatro ocasiones, evidentemente en todas ellas por cuestiones diplomáticas y de Estado. El amor en estos matrimonios no era el motivo del enlace aunque hay que advertir que con el roce, a veces se alcanzaba. Una portuguesa, una inglesa, una francesa y una austriaca serán sus esposas, poniéndose de manifiesto el interés del monarca por estrechar lazos con los diferentes estados europeos.
La primera esposa de Felipe II fue su prima María de Portugal,  se casaron en 1543 y dos años después María murió del parto de Carlos I, un ser “caracterizado por su desequilibrio mental, de muy posible origen genético, pues tenía cuatro bisabuelos, en lugar de los ocho naturales, y seis tatarabuelos, en lugar de 16”.

Era débil y enfermizo, y junto al hermanastro de Felipe, don Juan de Austria, conspiró contra el rey y, tras del escándalo de intentar acuchillar en público al duque de Alba, fue detenido por su propio padre, procesado y encerrado en sus aposentos. Trasladado al castillo de Arévalo murió de inanición y en total delirio.

Este terrible hecho marcó profundamente a Felipe y, en más de un modo, determinó la personalidad del monarca.
En 1545, siendo todavía príncipe, Felipe II enviudó de su primera esposa, María Manuela de Portugal. Tenía 17 años y un implacable ardor sexual que le llevaba a vivir romances por doquier.
A raíz de la muerte de su esposa intensificó sus relaciones con una dama de la Corte a la que ya había conocido íntimamente en Toro antes de desposarse con la portuguesa. Se llamaba Isabel de Osorio, conocida como la dama de Saldañuela, pero también como la puta del rey, fue con ella con quien el jovencísimo Felipe se asomó a la vida y a las bondades del sexo.
La  relación con Isabel de Osorio y Felipe duró 15 años y se dice que nacieron de este amor dos hijos: Bernardino y Pedro.
Isabel de Osorio, (Burgos 1522 – Burgos, 1589), era hija de María de Rojas y Pedro de Cartagena, señor de Olmillos y regidor de Burgos, a la sazón descendiente del judío converso burgalés Pablo de Santamaría, quien antes de abrazar el Cristianismo había sido gran rabino de la judería de Burgos con el nombre de Selemoh-Ha Leví. Se quedó huérfana a una edad muy temprana, por lo que fue criada por su tío Luís de Osorio, de quien adoptó su apellido.
La tradición habla  de amantes y de hijos ilegítimos que nacieron de  de estas relaciones. Catalina Laínez, Eufrasia de Guzmán, Doña Elena Zapata, Catalina Leney, Magdalena Dacre, la vizcondesa de Montague. Ana de Mendoza, princesa de Éboli que mantuvieron con él relaciones  que marcaron sin duda su vida.
María Tudor, la segunda

Era hija ilegítima y legítima de su padre Enrique VIII y Catalina de Aragón, y a sus 39 años reina desde hacía 10 años y va a casarse con el príncipe de Asturias, el viudo Felipe.

Tiene el rostro surcado de arrugas, es “tan flaca que el vestido parecía bailarle” y, al saludar con sonrisa más amplia de lo que hubiera sido aconsejable, mostró una dentadura careada y en muy mal estado. Así le sonrió a Felipe, cuando lo recibió en la galería del Castillo de Winchester y lo besó en la boca.

María lo saluda en francés, que él entiende pero no habla, y Felipe le responde en castellano, que ella comprende perfectamente aunque le cuesta hablarlo. Felipe tampoco habla inglés.

El 24 de julio de 1554 fue la presentación oficial de los esposos y el 25 tiene lugar la misa de velaciones, y concluida ésta la pareja sale al atrio, suenan las trompetas, se adelantan a ellos los reyes de las armas y por tres veces en latín, en inglés y francés, hacen solemne proclamación de sus majestades, según el orden convenido para los nombres y títulos, que son largos: “María y Felipe, por gracia de Dios reina y rey de Inglaterra, de Francia, de Nápoles, de Jerusalén y de Irlanda, Defensores de la fe, príncipes de España y Sicilia, archiduques de Austria, duques de Milán, Borgoña y Brabante, condes de Habsburgo, Flandes y el Tirol, en el primero y segundo año de su reinado”.

Felipe le cumplió como pudo sus deberes con tal de engendrar un heredero a tantos tronos, mas aunque la reina comenzó a mostrar un vientre abultado que crecía y ya se celebraba el embarazo, y como pasados nueve meses no había parto y el vientre seguía aumentando, los médicos examinaron a la reina y concluyeron que padecía hidropesía.
Ella no acepta el diagnóstico, presume en todas partes su embarazo y enloquece.
Los médicos se rindieron ante la evidencia para atribuir el abultamiento del vientre real a una hidropesía, vulgar retención de líquidos. Bonner, el obispo de Londres, hizo ver a su Majestad que lo que había ocurrido no era más que un castigo divino por no continuar la persecución de herejes; convencido de ello, María ordenó quemar vivas en los tres meses siguientes a más de 50 personas, recibiendo en consecuencia el nombre de Bloody Mary.
Felipe y sus nobles acompañantes deseaban abandonar Inglaterra ya que no les gustaba ni el clima, ni la cerveza, ni la tendencia protestante de algunos individuos, ni siquiera se sentían atraídos por las mujeres de la tierra tal como dice una anónima copla:
“Que yo no quiero amores en Inglaterra pues otros mejores tengo en mí tierra ¡Ay, Dios de mi tierra, saqueisme de aquí! ¡Ay, que Inglaterra ya no es para mí!”
La excepción a esta copla parece ser el propio Felipe, ya que se cuenta que un día sorprendió a la hermosa vizcondesa de Montague ocupada en su aseo personal, acercándose a ella a través de una ventana abierta. Percatada de la presencia del español, la dama agarró un bastón para propinar un vigoroso golpe a tan atrevido galán. También de esta estancia inglesa se cuentan amores reales con doña Catalina Leney y con Magdalena Dacre, doncella de honor de María Tudor. Se ha llegado a especular sobre una presunta relación amorosa con una panadera, aludiéndose a esto en los siguientes versos:
“La hija del panadero, en su tosco, sayal es mejor que la reina María sin su corona”
Las malas lenguas cuentan que Felipe estaba realmente enamorado de su cuñada Isabel, la hija de Enrique VIII y Ana Bolena que pronto se hará con la corona inglesa. Isabel tenía 21 años, ojos azules y porte altivo enamorando a nuestro príncipe. Dicen que Felipe consideraba todos sus padecimientos castigo de Dios por estar enamorado de Isabel y casado con María. También se cuenta que Isabel conservó durante toda su vida el retrato de su frustrado novio presidiendo su mesa. Felipe tiene fama de mujeriego y amante de los pasteles como recoge el embajador veneciano Badoaro: “Abusa de ciertos manjares y sobre todo de dulces y pastas. Es incontinente con las mujeres”. (Juan Carlos Cobos)
Felipe, ante la realidad de que no existe el embarazo y por lo tanto no es posible alumbramiento de algún heredero, está en su derecho de partir de Inglaterra para atender a las llamadas de su padre Carlos V que “se hacen perentorias”.

María lo comprende, le deja partir y le hace prometer que él regresará al reino, y Felipe embarca el 29 de agosto de 1555 para no volver jamás a ver a su esposa.

Por segunda vez viudo Felipe le propone matrimonio a la asesina de su esposa, Isabel I de Inglaterra, pero ésta lo rechaza.

Para castigar “la afrenta”, en 1588 decide invadir Inglaterra, con la intención además de restablecer allí el catolicismo, detener las incursiones y vengar a la católica María Estuardo, asesinada por Isabel.
Para tal invasión Felipe cuenta con la flota más poderosa reunida hasta entonces conocida como la Grande y Felicísima Armada y más nombrada comúnmente Armada Invencible, que es vencida primero por los Actos de dios, fuertes temporales, y por los ingleses que se aprovechan del desastre y así la derrota significa la ruina de la Marina de las Españas y enacimiento de Inglaterra como “reina de los mares”.
Isabel de Valois, la tercera

Felipe se recluye en la abadía de San Grumandola, cerca de Bruselas, Bélgica, y allí permanece varios días en meditación, “ofreciendo constantes sufragios por el alma de la reina”.

Felipe reza mucho por María y, a sus 31 años, se promete: “Quiero probar ser feliz por fin como marido”.

En ese tiempo, Felipe es el mismo con sus ojos azules y grandes, la nariz muy bien proporcionada, la boca carnosa y el labio inferior grueso; la tez blanca y rubio el cabello, lo que le hace parecer un flamenco, pero “su porte es altivo y arrogante y muy español”, así lo describe el embajador veneciano Julio Badoaro.

Felipe no era alto, aunque sus miembros estaban bien proporcionados y “su andar era seguro, sin ser marcial, más con un impulso que hacia estremecer el piso y a quien le miraba avanzar”.

Tras su regreso a España recupera plenamente la gobernabilidad del Estado, que ha desempeñado “con bastante tacto, pese a todas sus extravagancias personales, su hermana la princesa doña Juana”, y  se ha comprometido con la francesa Isabel de Valois, una chica adolescente.
 
Isabel de Valois era una niña que  no había cumplido los 14 años y era impúber, y Felipe, que no era pederasta, "reprimió sus ardores" hasta un año después cuando la reina ya no era núbil.

Isabel era graciosa y bonita, muy alta y esbelta, tenía una gran dulzura y poseía gran capacidad de adaptación a las costumbres de nuevo país, “por lo que desde el primer momento se hizo irresistible entre los españoles, sus súbditos”.

Era piadosa sin gazmoñería, bastante coqueta y presumida, “y le agradaba sentirse admirada por los cortesanos y su esposo”, y gastaba mucho en trajes y joyas.

Nunca lució dos veces el mismo vestido, salvo en una ocasión en que habiendo estrenado uno magnífico y no habiendo podido Felipe admirarla con él, por haberse ausentado de la corte una jornada, “lo volvió a vestir al día siguiente para que el rey se lo viese puesto”.

Felipe se enamoró “perdidamente de aquella muchacha que pronto iba a enseñarle algunas cosas placenteras que había aprendido en la corte francesa y de su progenitora Catalina de Médicis”

En esas, estando ausente Felipe, la reina enferma de viruela y el rey regresa a verla en cama “y permanece junto a ella más de lo acostumbrado”.

La joven le escribe a su madre informándole de su enfermedad y le dice que no es cosa grave, aunque el cuerpo se le ha llenado de erupción y Catalina teme que su hija “pueda sufrir una triste herencia del mal francés del que había fallecido su suegro Francisco I, y que no es otra cosa que sífilis”.

Isabel sale de sus dolencias sin siquiera portar señales del mal en su rostro y así asiste a la ceremonia de la jura del príncipe de Asturias, que se lleva a cabo en la Catedral de Toledo.

Recobrada la joven, Felipe decide que ha llegado la hora de consumar el matrimonio, acto de iniciación sexual que a la reina “le resulta difícil y doloroso”, según consigna el embajador francés, obispo de Limoges, en carta a Catalina de Médicis: “La constitución del Rey, de gran vigor y gran largueza, causa grandes dolores a la reina, que necesita de mucho valor para evitarlo”.

Después de cuatro años de casada y tres de su valerosa aceptación a la constitución del monarca, se anunció que Isabel estaba encinta y “esto llenó de alegría y júbilo a sus súbditos”.

Sin embargo, la enfermiza Isabel padece vómitos frecuentes e intensos que le producen vahídos y fortísimos dolores de cabeza, y los médicos recurren al recurso de sangrar a la paciente.

La medicina sólo logra hacerla abortar dos mellizos de tres meses concebidos.

En esos días, Felipe le es infiel a su esposa y se aficiona a doña Eufrasia de Guzmán, con quien mantendrá una breve relación, ya que luego se compromete a ser fiel a la reina y lo cumple.

Torna a embarazarse Isabel y “venturosamente da a luz una hermosa niña”, a la que se nombra Isabel Clara Eugenia y dos años después una nueva niña que recibe los nombres de Catalina Micaela.

Felipe prosigue buscando engendrar el varón que herede su trono y así, otra vez Isabel queda encinta, los médicos diagnostican que padece una opilación, está estreñida, no puede justar, la sangran, ella aborta una niña de cinco meses y a sus 22 años “Isabel comprende que se muere”, y la reina muere. Felipe tiene 41 años y se obliga a vestir de luto “durante el resto de mi vida”.
Ana de Austria, la cuarta y última esposa del monarca

”El mismo día en que ha fallecido la reina Isabel, envía el nuncio apostólico monseñor Castagna una carta a Roma comunicando la noticia con una posdata en la que añade:

La Corte de Madrid tiene por seguro que el rey volverá a matrimoniar”.

Al ahora tres veces viudo Felipe se le ofrecen dos candidatas: Margarita de Valois, hermana menor de la ya fallecida reina, y la archiduquesa Ana de Austria, su sobrina carnal, hija de su primo, el emperador Maximiliano II.

Felipe, sorteando toda clase de presiones desde el Papa a Catalina de Médicis, y por conveniencia y cálculo político, elige a Ana.

Felipe la había conocido cuando Ana era una niña de dos años de edad, quien “desde esa tierna edad admiraba y reverenciaba a su tío”, de modo que “nada pudo hacerla más feliz y dichosa en la vida que convertirse en su esposa”.

El 4 de mayo de 1570 se celebra la boda en el castillo de Praga, por poderes, representando a Felipe su primo hermano y tío carnal de Ana, el archiduque Carlos.

La esposa por poder viaja a España y Felipe la recibe en el Alcázar de Segovia el 14 de noviembre del citado año, durante la misa de velaciones en honor de su anterior mujer.

Felipe va de luto riguroso y Ana, que “es inteligente, sensible y buena moza”, comprende la actitud de su esposo, “pues en mis propósitos no entraba hacerle olvidar al rey el recuerdo de su anterior esposa, sino el de hacerme digna de su amor y tratando de emular en cuanto me sea posible a Isabel de Valois”.

Felipe la conduce al Palacio de Belsaín y “esa misma noche consuma la unión carnal con su cónyuge, quien le demuestra que sí le es posible emular a la finada Isabel de Valois, y causa grata admiración y agradecimiento en el rey”.

Ana tiene 21 años, “no puede ser más modesta, tiene cabellos rubios y la piel de extremada blancura; su figura es menuda, su talla poco crecida”, así la describe Tiépolo, el embajador veneciano.

Los años que pasaron en “dichosa unión”, Ana en silencio al lado de su marido y cosiendo y tejiendo, procrearon cuatro hijos, de los cuales sólo uno, Felipe, futuro Felipe III, llegó a la edad adulta y reinó.

El 13 de junio de 1580, instalado el rey y su corte en la ciudad de Guadiana, se declara una epidemia de gripe, de la que se contagia el propio Felipe, quien contagia a Ana.

Para curarla de su mal, los médicos, como era su indomable medicina, sangraron a la reina, que no se alivió de la gripe y sí falleció a consecuencia de las incesantes sangrías el 26 de octubre a los 31 años de edad.

Felipe, por cuarta vez viudo, se enclaustró en El Escorial y allí murió “en soledad y gran recogimiento de su alma”. (Edmundo Domínguez Aragonés, 2009)
 “Siguiendo la rigurosa etiqueta borgoñona impuesta en la Corte por Carlos I, Felipe comía siempre solo, compartiendo en escasas ocasiones la mesa con sus hijos o la reina.
Cada cierto tiempo la comida era pública, pudiendo contemplar los súbditos la alimentación de su monarca. El rey hacía dos comidas al día: almuerzo y cena pero su dieta era casi igual en ambas: pollo frito, perdiz o paloma, pollo asado, tajada de venado,... Apenas consumía pescado, excepto el Viernes Santo, ya que tenía bula del papa que le permitía incluso comer carne los viernes, aunque de una sola clase. Eso sí, cuando comía lo que para lo demás estaba prohibido lo hacía en un lugar privado, con el fin de no dar mal ejemplo. En general; comía frugalmente. Debido a la dieta abundante en carne y escasa en frutas y verduras - aunque estaban presentes - no nos sorprende que sufriera de estreñimiento, teniendo que administrarle frecuentemente importantes dosis de vomitivos y enemas. La mayor parte de su vida manifestó un aspecto enfermizo, resaltado por su cutis pálido y el pelo rubio que le daban un aspecto casi albino. Junto a las hemorroides y dolores de estómago, sufrió de asma, artritis, gota, cálculos biliares y malaria, sin olvidar que padecía de sífilis congénita que provocaba continuos dolores de cabeza. La gota, cuyo primer ataque sufrió a los 36 años, hizo que los últimos 20 años de su vida apenas se pudiera mover, construyéndose a tal efecto una silla especial. El delicado estado de salud del rey le hacía depender mucho de los médicos aunque no confiaba en ninguno de ellos; tampoco recurría a remedios de curanderos. El recurso para estar saludable era simple: “buen recogimiento y tener un poco de cuenta la salud”.
Su idea de ejercicio era caminar y respirar mucho aire fresco por lo que no andaba muy desencaminado con las tendencias actuales.” (Juan Carlos Cobo).
“Hacia su pueblo, Felipe sintió un profundo interés aunque tenía escaso contacto con él, ya que odiaba las multitudes; consideraba adecuado mostrarse accesible los días festivos, comiendo “en público” cuando le era posible e imponiendo la regla de ser accesible a las peticiones particulares en el camino de ida y vuelta a misa dominical.
Pero este contacto con el pueblo debía ir parejo a la garantía de su seguridad personal, ya que en Lisboa, en 1581, se produjo un atentado fallido contra la vida del rey, tomándose a partir de esa fecha mayores precauciones.
A medida que iba avanzando en edad, la salud de Felipe se fue deteriorando. Los ataques de gota se repetían con mayor frecuencia y llegó un momento en el que no podía ni firmar debido a su artrosis en la mano derecha. Antes de cumplir los 70 años no podía mantenerse ni de pie ni sentado y viajar le resultaba tremendamente doloroso. A finales del mes de julio de 1598 Felipe sufrió unas fiebres tercianas de las que mejoró un poco a los 7 días, después aparecieron unos accesos en la rodilla y en el muslo derecho, practicándose la apertura de los tumores para extraer el humor que contenían, una vez “estaban maduros”. Cuatro accesos más aparecieron en el pecho, corriendo la misma suerte que los anteriores. Pronto se le declaró una hidropesía que le produjo inflamación en las piernas, los muslos y el vientre. El resto del cuerpo sólo era pellejo y huesos. Durante toda la enfermedad el rey tuvo que estar postrado en la cama, sufriendo dolores tan intensos que no se le podía mover, tocar, lavar o cambiar de ropa, de tal forma que evacuaba en el lecho y su cuerpo estaba lleno de deyecciones, pus y parásitos, lo que hacía sufrir más al pobre enfermo que siempre había sido muy meticuloso con la limpieza. La fiebre no le abandonó y padeció durante la larga enfermedad de una insaciable sed.
Su fortaleza era increíble, utilizando su fe para sacar fuerzas de flaqueza. Su habitación estaba llena de pared a pared de imágenes religiosas y crucifijos. Regularmente rociaba agua bendita sobre su cuerpo. Comulgó por última vez el 8 de septiembre, ya que los médicos se lo prohibieron a partir de ese momento por miedo a ahogarse al tragar la hostia. Al no poder sostener un libro contaba con lectores que le hacían sus últimos días más agradables. Diez días antes de morir entró en una crisis que le duró cinco días. Cuando volvió en sí, hizo entrar en su cámara a la infanta Isabel, a quien dio el anillo de su madre recomendándole que nunca se separara de él, y a Felipe, el heredero de la Corona, haciéndole entrega de un legajo con las instrucciones sobre los asuntos de gobierno. A las cinco de la madrugada del domingo 13 de septiembre de 1598 fallecía en El Escorial el monarca más poderoso de la tierra, aquel en el que sus dominios nunca se pone el sol. Tenía 71 años y su agonía duró 53 días.” (Juan Carlos Cobo).
Se dice que Felipe II el Prudente, murió de ptiriasis rosada, es decir, una invasión excesiva de piojos.



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