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miércoles, 11 de septiembre de 2013

EL PAÍS GILIPOLLAS Y LA ZANAHORIA OLÍMPICA

EL PAÍS GILIPOLLAS Y LA ZANAHORIA OLÍMPICA DE MADRID 2020


Alejandro Serrano
 Nos la dan con queso, y del barato, del de fundir, en cuanto nos ponen una zanahoria medianamente apetitosa delante del hocico.
En días como estos –me refiero en realidad a los últimos años de crisis-, me acuerdo de mi padre, en mi niñez y adolescencia. Tenía por costumbre no parar de trabajar, incluso en sábados, y a veces, los domingos. En casa apenas le veíamos, salvo los domingos durante al menos unas horas, durante la comida y la sobremesa. Luego, bajaba al bar para relajarse un rato y no le veíamos de nuevo hasta la noche, cuando cenaba en silencio y se iba a la cama bastante pronto, para llegar descansado al trabajo.

Mi padre es albañil, y hasta él ha perdido la cuenta de las décadas que lleva en el oficio (y mucho antes, en otros diversos). Bueno, llevaba, ya que hace un año que está en paro, ya casi a punto para la merecida jubilación. En aquellos días, aún era fuerte, casi titánico. No supo apenas lo que era una baja laboral, ni visitar a su médico, quien casi no lo conocía. A los ojos de sus hijos, lo podía todo, como si fuese un superhéroe. Un tío recio, de claro hablar y atronadora voz. Nada me hizo dudar de que podría vencer a cualquiera, superar cualquier contratiempo. Hasta que un día, de repente, se me quitó la venda de los ojos, y por fin vi a mi padre como al humano que era.

Mi madre me contó que, cuando yo era pequeño, tuvo un accidente laboral, un corrimiento de tierra en la obra, y quedó sepultado en una zanja, cubierto por varios metros cúbicos de polvo y piedras. Creyó que no lo contaba, que dejaría viuda a su mujer y huérfanos a sus dos pequeños hijos. Recuerdo que mi madre me lo contó porque se me ocurrió preguntar un día por qué mi padre trabajaba tanto y apenas lo veíamos en casa. Nunca jugó con nosotros, no recuerdo ninguna conversación profunda, y pocas superficiales. Vivía para trabajar, y trabajaba tanto para que viviéramos. Forma de ser recia para tiempos recios.

Durante una buena temporada, viví con miedo. Esperaba a mi padre despierto hasta que oía su característica forma de abrir la puerta, y a veces esperaba a que se le ocurriera abrir la puerta de mi cuarto. Me hacía el dormido, algo me decía que no buscaba verme despierto, sólo recordar por qué se deslomaba. Tal vez lo de mi madre no fue una buena idea, pero gracias a aquella anécdota, tuve aún más respeto por el esfuerzo que mi padre hacía. Con el tiempo, aquel miedo fue diluyéndose, pero nunca se fue del todo.
 En aquel tiempo, cambié la universidad por la obra, y durante dos años supe qué era el trabajo duro, y hasta qué punto mi padre “hincaba el lomo”. Fueron dos años duros, pero aprendí mucho sobre la dureza del mundo, considero aquel tiempo muy bien invertido, aunque ya conociera en parte el valor del trabajo, del esfuerzo, de los valores. Con el tiempo, cambié la obra por el despacho.

En días como estos, como he dicho, pienso mucho en mi padre. Pienso en la cantidad de supuestos humanos encorbatados que se apropian de su esfuerzo y del de otros, y se gastan cientos de millones de euros (cuando no miles) en absurdas quimeras que sólo perjudican más a los españoles, mientras venden la moto de la “ilusión”, de la “recuperación de la confianza”, mientras en el fondo buscan comisiones y nos endeudan, y se hacen ricos sin “hincar el lomo”.

Y recuerdo las noches de espera por mi padre, recuerdo la mirada cansada y enfurecida que tiene en los últimos tiempos. Recuerdo mis dos años en la obra, recuerdo sus más de cuarenta en la construcción, sus accidentes laborales, su trabajo en una segunda casa levantada a costa de mucho esfuerzo y paciencia. Recuerdo el miedo de mi madre durante ciertas épocas, en las que mi padre tuvo algún contratiempo en el trabajo. Ella no decía nada, pero yo sabía que algo había pasado. Mi padre no se movía igual, hablaba aún menos (incluso se tumbaba en la cama durante horas), y ella estaba aterrorizada. Estos tristes simulacros de seres humanos rematados con corbata jamás han pasado por eso, nunca han hincado el lomo, nunca SE HAN MERECIDO nada. Y ahí están, jugando a la ruleta con nuestro dinero. Y a nosotros nos toca aguantar el farol.

Se calcula que las sucesivas candidaturas olímpicas de Madrid, cuatro ya, han costado la friolera de 9.800 millones de euros, según fuentes del ayuntamiento de la ciudad. Una pequeña parte proviene de la inversión privada, pero tendrá un 15% de exención fiscal por “contribuir”. La mayoría de este enorme dispendio que pagamos todos se ha ido en infraestructuras (accesos viales, hoteles, etc); de todos es conocido el empeño del ayuntamiento madrileño por endeudarse hasta las cejas –de Gallardón o de quien sea, hasta convertirse en uno de los más endeudados porcentualmente del país.

Una vez más, han fracasado en postularse como ciudad olímpica, y menos mal, porque si se hubieran impuesto a Tokio y Estambul, hubieran necesitado, también según fuentes del ayuntamiento madrileño, otros 1.515 millones de euros para infraestructuras, más distintas partidas para manutención, en total unos 2.000 millones de euros adicionales más.

Imagínense: bastan 102 millones de euros para salvar el Centro Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) de la bancarrota; los recortes en educación aplicados desde 2009 en el conjunto del país, y que se han llevado por delante el empleo de 61.000 profesionales del ramo, ha supuesto un macabro “ahorro” de 2.600 millones; el gobierno de Rajoy ha enviado a Bruselas su propuesta de recortes sanitarios a nivel estatal, con la que espera “ahorrarse” unos 3.134 millones de euros en gasto sanitario y farmacéutico; el total del recorte en la inversión en Investigación, Desarrollo e Innovación es de 4.000 millones de euros, según las organizaciones científicas españolas.

Esto por no hablar de la subida de tasas universitarias, la subida del IVA –incluso para gastos relacionados con educación primaria, e IRPF, el recorte en prestaciones de desempleo, la privatización del Sol –no es broma, pueden consultar el impuesto que crearán para quien consuma su propia energía solar-, el recorte en pensiones –aunque insistan en llamarlo “congelación”-, subidas del recibo de la luz, la del IBI, etc, etc.

En este país estamos acostumbrados a la corrupción, al manejo, incluso a la extorsión estatal vía tasas e impuestos. Y ya parece que tenemos la piel más gruesa que los elefantes, nada nos traspasa. Salvo el orgullo patrio. He de admitir que me despertó vergüenza ajena la concentración de fans olímpicos en la Puerta de Alcalá. Españoles gritando enfervorecidos e ilusionados durante la elección de la próxima sede olímpica, para caer luego en el derrotismo más hondo, incluso en las lágrimas, tras la victoria de Tokio. Uno de los presentadores del acto incluso vomitó en un momento dado la frase: “Que nadie nos quite la ilusión de que en algún momento seremos olímpicos”, mientras que los asistentes coreaban el tan familiar “¡Tongo, tongo!”, con que los españoles celebramos de forma habitual las decisiones o consecuencias que nos vienen mal, tanto las respetables como las que no lo son.

Los días previos, los políticos nos adjudicaban ilusiones olímpicas que la mayoría no teníamos (por lo visto según ellos más del 90% de nosotros estaba a favor) y los deportistas se ponían del lado de los primeros –cuando la mayor parte de tu sueldo proviene de la inversión estatal ya se sabe-.

Siempre digo que somos un país, perdónenme el exabrupto, profundamente gilipollas. Nos la dan con queso, y del barato, del de fundir, en cuanto nos ponen una zanahoria medianamente apetitosa delante del hocico. Da lo mismo que no la probemos nunca, da igual que, con la vista del tubérculo, no paremos de pisar una mierda tras otra, la vista nos deleita, una y otra vez. Vivimos de espejismos, españoles, y ni siquiera nos damos cuenta de que hace mucho que ni siquiera su visión luce mucho. Ni lo patriotero es lo que era.
 En días como estos, como he dicho, pienso mucho en mi padre. Pienso en los millones de padres currantes que hacen falta para pagar unas olimpiadas, que hacen falta para pagar la educación, que hacen falta para pagar la sanidad, las prestaciones por desempleo, nuestra ciencia,... Pienso en todo ese sacrificio, en todo ese esfuerzo hincando el lomo durante años, manipulado por Botella, Rajoy, Montoro, Rubalcaba, Mas y todos esos malditos encorbatados a quien, aún hoy, hay españoles a quienes hipnotiza su canto de sirena. Y me da vergüenza ajena, hasta llegar a las arcadas. Nosotros no os metemos publirreportajes por los ojos, como la denominada "prensa seria", así que podemos sin rubor decirte la verdad a la cara. Para que te duela, lector, no hay más remedio.

Somos un país profundamente gilipollas... y lo peor es que algunos están orgullosos de serlo. Ojalá me equivocase, pero no, los actos (y la ausencia de ellos) pesan más que las palabras. Somos un país profundamente gilipollas. Y en el fondo lo sabemos (gracias, Botella).

1 comentario:

  1. ¡¡Cuánta razón tienes, Anghel!!
    Me ha encantado leer este artículo, en otros (que también me gustaron) no dejé mensaje alguno, pero este... Este es de los que dejan huella, ya no sólo por el contenido, sino también por el continente: durísimo y tierno a la vez.
    Como madrileña, que ni estaba ni estoy de acuerdo con tanto dispendio en busca de unos Juegos Olímpicos que nunca nos darán, veo totalmente desproporcionados unos gastos que podrían paliar tantas y tantas carencias a las que poco a poco nos están llevando esta serie de politicastros.
    Un saludo.

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